Un viento húmedo atravesaba las estancias que iban cruzando: antecámaras vacías y salones enormes en los que naufragaban unos muebles de ocasión. A lo lejos oyeron pitar un tren. Fábregas preguntó si aquélla era la parte antigua del palacio, a lo que su acompañante respondió que no.
—La parte antigua es un puro escombro, ya verá —dijo—. Ésta, en cambio, aunque bastante deteriorada, todavía está presentable. A ver si funcionan las luces y puedo mostrarle el salón de recepciones… Quédese ahí, no vaya a tropezar y hacerse daño… ¿Dónde estará el interruptor? ¡Esto está más negro que los cojones de un grillo!
Desde que ambos habían salido del gabinete, se había vuelto locuaz y hasta alegre. Se sabía débil de carácter e incapaz por consiguiente de afrontar y resolver su vida de un modo global, pero como no era propenso a la desesperación ni al drama, aprovechaba cualquier circunstancia propicia para divertirse fugazmente; aquellos minutos de esparcimiento sustraídos a una existencia sembrada de fracasos, humillaciones y contrariedades tenían para él el gusto embriagador de la libertad, que apreciaba más sabiéndola casual e improrrogable.
—Ahora que nadie nos oye —siguió diciendo mientras pulsaba inútilmente un interruptor, que chascaba sin producir efectos visibles—, le confesaré que por mi gusto no viviría ni un solo día en esta porquera. No hay nada más incómodo que los palacios: grandes, desangelados y sin razón de ser —se había adentrado en las tinieblas, desde donde llegaba su voz con un tono algo metálico, como si hablara desde otra dimensión—. Por aquí tendría que haber otro interruptor —dijo; y añadió—: Yo no soy europeo, como mi hija quizá le haya contado, aunque mi familia… ¡epa!, ¡atención a ese desnivel!… mi familia era de origen polaco y, más remotamente, veneciano. Sin embargo, hace varias generaciones que nos afincamos en los Estados Unidos, donde siempre vivimos bien, con cierto desahogo económico. El apellido familiar, eso sí lo sabrá usted, es Dolabella, como el pintor homónimo, nuestro antepasado, según dicen; pero allí siempre fuimos conocidos por el apellido más sencillo de Dolly. Hasta que vine aquí, a los veinticuatro años, todo el mundo me llamó Charlie Dolly. Dolabella o Dolly es en realidad el apellido de mi madre, por el que opté al llegar a la mayoría de edad. Mis padres se separaron cuando yo tenía cinco años…
Había conseguido prender una luz. Ahora estaban en mitad de un salón de proporciones tan vastas que la bombilla exigua que colgaba del techo no alcanzaba a iluminar las cuatro paredes. Desde allí parecía que la oscuridad se extendiera hasta el infinito.
—¿Qué le empujó a venir a Venecia, Charlie? —preguntó Fábregas.
—¡Quién sabe! —respondió el otro—. Mire, le contaré algo que no le he contado nunca a nadie…
—Bien, pero ¿es preciso que me lo cuente en este sitio tan inhóspito?
—Sí, sí, ha de ser aquí —dijo con énfasis—. Escuche: mis padres se separaron cuando yo tenía cinco años. Como eran católicos no pudieron divorciarse y por consiguiente no se pudieron volver a casar. Mi padre desapareció pronto de nuestra vida. Pronto dejó de enviarnos dinero y entonces el juez le privó del derecho a visitar a sus hijos: de este modo zanjó dos compromisos engorrosos de una sola vez. Mi madre tenía entonces treinta años y aunque tenía unos ojos risueños, una piel luminosa y un perfil de cierta distinción no era una belleza llamativa. Con todo, no tardó en trabar relación con un hombre de posibles llamado Luna. Él tenía un negocio pequeño pero próspero de compraventa de automóviles usados, y estaba casado. Mi madre debió de hacerle creer inicialmente que vivirían juntos un romance corto y fogoso; en realidad consiguió retenerlo a su lado muchos años, durante los cuales vivimos a su costa. Él nunca pensó en abandonar a su mujer y a sus hijos; supongo que no llegó a enamorarse de mi madre ni siquiera pasajeramente: nos seguía visitando por inercia y a desgana, como quien cumple una obligación familiar ineludible y onerosa. En estas ocasiones mi madre siempre acababa pidiéndole dinero; le pedía cantidades pequeñas, cuidadosamente calculadas para que no pudiera negárselas sin parecer mezquino. Debo decir en su descargo que siempre dio lo que se le pedía sin chistar, hasta que un día, al cabo de seis o siete años, se le ocurrió calcular someramente lo que le había supuesto aquella sangría durante un período tan largo. Entonces se puso furioso y juró no volver a poner los pies en aquella casa. Estuvimos sin verlo casi un mes. Luego volvió sin decir por qué y las cosas continuaron como antes. Era un hombre de buen corazón, aunque colérico y autoritario. A veces se empeñaba en inculcarnos disciplina, de la que nos creía faltos, a mi hermana y a mí. En realidad su sola compañía ya era un ejercicio de disciplina muy fatigoso, porque teníamos que poner toda nuestra atención en no cometer ninguna falta que pudiera servirle de pretexto para no volver más. Nunca le cobramos el menor cariño ni él hizo nada por congraciarse; aquéllos fueron años de disimulo y acomodo. Mi madre sufría además sabiendo que vivía en una situación incompatible con sus creencias religiosas. Seguía asistiendo a misa, pero permanecía alejada de los sacramentos. Al final, entre una cosa y la otra, perdió el juicio. Ahora mi hermana y yo aborrecíamos al señor Luna, pero esperábamos su presencia con verdadera ilusión, porque mamá sólo recobraba la cordura en su presencia. El resto del tiempo creía ser Santa María Egipciaca. Ya no se cortaba, lavaba ni peinaba el cabello, que le llegaba a las rodillas, y en varias ocasiones tuvimos que impedir que saliera de casa en cueros vivos, provista de un cayado, con intención de dirigirse a pie a Tierra Santa. Más tarde le entró la manía, por lo demás muy común, de que algunas emisoras de televisión utilizaban su imagen con fines innobles. Entonces enviaba cartas amenazadoras a los estudios diciendo que tal día a tal o cual hora habían emitido un programa de variedades en el que salía ella practicando el coito con algún animal, cosa que ella nunca había hecho ni se proponía hacer, con la salvedad de las cosas que debía hacer de cuando en cuando con el señor Luna por mor de la supervivencia; de esto último, añadía, bien sabía que debía rendir cuentas a Dios, pero no veía razón alguna para rendírselas también a los televidentes; por ello, concluía diciendo, esperaba recibir de la emisora correspondiente una disculpa escrita y una indemnización que podía ascender, según su estado de ánimo, a cientos de miles de dólares. Estas cartas, huelga decirlo, jamás tuvieron respuesta ni consecuencia, siendo habitual una correspondencia abundante de este tipo en todos los estudios de televisión del mundo, lo que no impedía que a nosotros nos produjeran una desazón constante, de la que, por supuesto, no podíamos hacer partícipe al señor Luna. Éste, por lo demás, había acabado adaptándose a la rutina de aquella familia suplementaria hasta tal punto que, llevado de su desinterés, no advertía que ahora mamá andaba arrastrando las greñas por la alfombra, que a menudo no llevaba otra prenda que una piel sin curtir o un pedazo de arpillera arrollado a las caderas y que, desde hacía meses, le llamaba Zósimo y le daba tratamiento de obispo.
»Cuando aquella situación empezó a hacerse insostenible, mi hermana, que era algo mayor que yo, consiguió atrapar a un incauto adinerado. No sé de dónde lo sacó, porque el círculo social en el que nos movíamos era ínfimo, ni cómo lo hizo, porque mi hermana nunca fue guapa ni particularmente simpática. Por supuesto, él también estaba casado, pero mi hermana debió de sorberle el seso, porque se divorció para casarse con ella. Mamá se resintió mucho de este desenlace: creía habernos inculcado una formación católica sólida y ahora veía casarse su hija con un protestante divorciado. Aquella boda agravó su mal. Por este motivo y otros varios, mi hermana y su marido, apenas casados, decidieron, con muy buen criterio, cambiar de aires y él, que tenía un cargo de cierta importancia en una empresa multinacional, consiguió que lo destinaran a Inglaterra. La despedida fue dolorosa. La noche anterior a su partida, mi hermana vino a casa. Cuando estuvimos a solas ella y yo, me echó los brazos al cuello y se puso a llorar: era obvio que se había casado con aquel pendejo para huir de casa y que ahora, ante los hechos consumados, se arrepentía de haber dado un paso tan trascendental. «Ven con nosotros, Charlie», me rogó. Yo le dije que no sin dar ninguna explicación a mi negativa. Si le hubiese dicho que consideraba mi deber permanecer allí, al lado de mamá, ella lo habría interpretado como un reproche, y no lo era. Además, por lo que a mí respecta, decir eso habría sido mentir: yo también esperaba la oportunidad de huir de casa. Si no me valí de aquélla fue porque no me gustaba, sencillamente.
»Vivíamos en un barrio suburbial —continuó diciendo Charlie—, en una casita humilde, de dos plantas y un pequeño jardín del que nadie se había ocupado jamás y que, por consiguiente, había ido convirtiéndose en una mezcla de selva y vertedero. Transcurridos dos meses de la marcha de mi hermana, mamá se fue a vivir al jardín. Con cuatro trastos se construyó allí una cabaña y se pertrechó de un crucifijo de palo, una calavera adquirida Dios sabe dónde y un devocionario. Se alimentaba de raíces e insectos y hacía penitencia. El señor Luna y yo no sabíamos qué hacer; le llevábamos comida y ropa y las rechazaba con tanta suavidad como firmeza; tendimos un cable eléctrico desde la casa hasta la cabaña para que pudiera enchufar una estufa, un hornillo o un televisor, pero no quiso saber nada de todo aquello. Muy espaciadamente se avenía a hablar con el señor Luna o conmigo. Así pasaron casi dos años. Los inviernos eran rigurosísimos y muchas mañanas acudía a verla con el temor de encontrarla muerta de frío o de inanición, pero la verdad es que parecía gozar de una salud excelente; había adelgazado hasta quedar escuálida, pero nunca enfermó ni la oí quejarse. Tampoco parecía aburrirse. Un día me contó que estaba tratando de hacer un milagro, no por presunción, pues no aspiraba a que nadie se enterase de ello, sino como prueba de que Dios había perdonado sus faltas y le había otorgado Sus favores. Había clasificado los milagros, según me dijo, en cuatro grandes categorías o grados ascendentes. Ahora se proponía recorrer toda la escala, empezando por lo más elemental. La clasificación, que todavía recuerdo, era como sigue: 1) Desplazamiento o elevación de objetos pequeños y curación de dolencias simples, como esguinces, uñeros u orzuelos; 2) desplazamiento o elevación de objetos medianos, curación de enfermedades víricas leves, transmutación de sustancias análogas, como agua en vino o pan en queso, o de animales de la misma especie, como moscas en abejas, y breve levitación; 3) desplazamiento o elevación de objetos grandes, transmutación de sustancias disímiles o de animales de distinta especie, curación de enfermedades graves y levitación prolongada; 4) traslación incorpórea en el tiempo o en el espacio, desplazamiento o elevación de inmuebles, don de lenguas, transmutación de seres humanos en animales o viceversa, alteración de accidentes geográficos, como mares, ríos o montañas, curación de enfermedades terminales o congénitas y aureola visible.
»Transcurridos aquellos dos años, recibimos una carta de mi hermana, de la que no habíamos tenido noticias desde que se había casado y se había ido a vivir a Inglaterra. Había enviudado de un modo insólito: como no deseaba tener hijos, por lo menos de su marido, por el que sólo sentía rencor y desprecio, había convencido a éste de que se sometiera a una operación de vasectomía, a lo que él había accedido, tras hacerse de rogar, y de resultas de la cual, por negligencia de los cirujanos que le intervinieron, había muerto en la mesa del quirófano, bajo los efectos de la anestesia, sin experimentar dolor ni angustia. Ahora mi hermana se encontraba libre de nuevo, con una pensión respetable y con la suma con que los tribunales habían obligado a los cirujanos a indemnizarle. A la carta adjuntaba un cheque a mi nombre. No especificaba el destino que debía dar a aquél dinero, pero recordé nuestra despedida y entendí que aquel cheque no era el inicio de unas remesas periódicas, sino la oportunidad única que yo había estado aguardando. Tenía entonces veinte años. Le dije al señor Luna que me iba, le confié el cuidado de mamá y cogí el primer autobús, camino de Nueva York. ¿Conoce usted Nueva York?
—Sí —dijo Fábregas.
—Yo viví allá cuatro años —dijo Charlie—. Entonces Nueva York era una ciudad dura, exigente, pero generosa. No sé si habrá cambiado. Tuve que luchar, trabajar y tolerar mucho, pero sobreviví sin pasar nunca hambre, aunque sí estrecheces. Desempeñé varios oficios ocasionales, como el de portero de cine, que ya he dicho, y sobre todo el de taxista, al que recurría cuando no había otros menos arduos y peligrosos a mi alcance. Llevaba una vida desordenada y disoluta, que entonces juzgaba reprobable y hoy añoro. Finalmente me entró la manía de cambiar de vida: pensaba que, de seguir como estaba, había de acabar mal. En el último año había conseguido acumular algunos ahorros, con los que viajé a Europa, donde en aquella época quien dispusiera de dólares aún podía pasar por persona acaudalada y vivir bien. Antes de enloquecer mamá solía contarnos que descendíamos de un célebre pintor veneciano, cuyas obras todavía adornaban, según nos decía ella, los salones del Palacio ducal. Este relato había inflamado mi imaginación, por lo que vine aquí antes que a ningún otro sitio. Conocí a poco de llegar a la que hoy es mi esposa y todavía sigo aquí, como usted ve. Ahora recuerdo a veces con nostalgia los Estados Unidos, a donde no he vuelto desde entonces. Incluso de aquellos años terribles de mi niñez conservo algún recuerdo grato… ¡Hola!, ¿se puede saber qué demonios pasa hoy en esta casa embrujada?