IX

Cuando ya se iban, el yugoslavo que regentaba el establecimiento les dijo que la próxima vez que fueran allí les prepararía una bullabesa.

—No hay otra igual en todo el Mediterráneo —fanfarroneó. El aliento le olía a vino, pero Fábregas dedujo de sus palabras que el yugoslavo daba por sentado que regresarían a aquel restaurante en breve y decidió tomar la baladronada por un buen augurio. El yugoslavo les acompañó a la puerta.

—¿Van a visitar la ermita? —les preguntó.

Fábregas, que no había oído siquiera hablar de una ermita no supo qué responder y miró a María Clara. Ella dijo que sí y acto seguido le explicó que en aquel islote se encontraban las ruinas de una ermita célebre donde había habido hasta pocos años atrás una reliquia de San Francisco de Asís, el cual había estado allí en vida, orando y predicando.

—Y también haciendo milagros —se apresuró a añadir el yugoslavo. Y a continuación pasó a referirles uno de aquellos milagros que, según dijo, había acaecido en el mismo lugar donde ahora se encontraba el restaurante o muy cerca de allí—. Una vez estaban San Francisco y otro monje paseando por este sendero a la caída de la tarde y hablando de asuntos acuciantes de la orden cuando acudió a posarse junto al sendero una bandada de pájaros piando y chillando de un modo escandaloso. El monje, enojado por aquella irrupción, que les impedía proseguir el diálogo, cogió una piedra del suelo e hizo ademán de arrojársela a los pájaros, pero San Francisco le detuvo diciéndole: Déjalos que píen, hermano, porque no nos hacen ningún mal; antes bien, nos dan ejemplo, pues alaban al Señor exaltando Su obra; vayamos donde ellos están y cantemos a su lado las horas canónicas. Y diciendo esto fue a donde estaban los pájaros, los cuales, viéndole venir, no huyeron, sino que permanecieron quietos y en silencio hasta que San Francisco, dirigiéndose a ellos, les dijo: Hermanos pájaros, acompañadme en el rezo de mi oficio en honor de Nuestro Señor. Dicho lo cual, se puso a cantar, pero no con su voz habitual, sino con el gorjeo de los pájaros, mientras éstos coreaban su canto balanceando la cabeza y agitando las alas. Cuando hubieron terminado, San Francisco se reunió de nuevo con el monje, que había asistido mudo de asombro a aquel milagro, y los pájaros levantaron el vuelo y no volvieron a importunarles más.

Al salir del restaurante el sol ya declinaba y los árboles proyectaban una sombra agradable en el camino, por el que anduvieron un rato en silencio hasta que Fábregas, sin poderse contener, dejó escapar una carcajada.

—¿De qué se ríe usted? —preguntó ella.

—De la majadería que acaba de contarnos el señor del restaurante —dijo él.

—Es una leyenda muy antigua —dijo ella—. Yo la he oído contar varias veces. En el fondo, no hace más que ilustrar el cariño proverbial de San Francisco hacia los animales y no veo qué tiene eso de irrisorio.

—Por favor —exclamó Fábregas—, no me diga que esa historia no le parece ridícula y sin sentido.

—Ridícula tal vez lo sea —dijo ella con una seriedad que desconcertó a Fábregas—, pero no sin sentido. Los milagros no tienen otro objeto que dar testimonio de la omnipotencia de Dios; lo que ocurre es que usted no ve sentido a lo que no produce un beneficio práctico directo e inmediato. Hoy en día los milagros son siempre así: la curación de una enfermedad irreversible o el salir indemne de un accidente aparatoso. Ya ve usted que la religión no puede ser algo tan mezquino.

—La veo muy impuesta en la materia —dijo Fábregas en un tono de extrañeza no exento de ironía.

—No es eso —replicó ella sin abandonar la seriedad con la que venía hablando—; es que usted lo ignora casi todo.

Sobre una loma había una construcción en ruinas que a Fábregas le pareció una fortaleza antigua, pero que era en realidad la ermita a la que se dirigían. Los muros eran altos y macizos y estaban cubiertos de hiedra. Los sillares que componían estos muros eran de tal grosor que Fábregas no podía dejar de preguntarse cómo era posible que se hubieran derrumbado en tantas partes: sólo un temblor de tierra o un cañón de gran calibre podían haber sido la causa de tantos boquetes, pensó. Unos matorrales enmarañados cegaban el acceso a la puerta de la ermita, de cuyas jambas paradójicamente aún colgaban las bisagras. Cuando entraron en la ermita por uno de los boquetes del muro, pudo ver que el techo había desaparecido, pero que aún permanecían en pie los dos arcos románicos que lo habían sustentado en su día: ahora por entre los arcos se veían pasar unas nubes largas, estrechas y deshilachadas por los bordes. En las paredes interiores se podían distinguir restos de pintura y entre la hierba que cubría el suelo asomaban losas rectangulares cubiertas de inscripciones en latín y de relieves borrosos. Fábregas iba sorteando los obstáculos en seguimiento de María Clara, de cuyos labios esperaba oír alguna explicación. Ella, sin embargo, parecía no advertir su presencia. Finalmente se detuvo en el centro de la nave, cogió un palo del suelo y con él empezó a remover y separar las hierbas hasta dejar al descubierto una lápida en cuyo centro un bajorrelieve que el tiempo había desgastado hasta dejarlo apenas reconocible representaba un yelmo rematado por un penacho. Fábregas se reunió con ella, examinó la lápida y aguardó a que ella dijese algo, pero cuando parecía disponerse a hacerlo un ratón de campo salió corriendo de las matas que ella había removido y pasó zigzagueando entre los pies de María Clara, que dio un brinco involuntariamente.

—Vaya —dijo de inmediato—, me parece que sin querer he perturbado la paz de este inquilino.

—Me temo que ha perturbado usted algo más que su paz —dijo Fábregas poniéndose en cuclillas y señalando el lugar de donde había salido precipitadamente el ratón—. Mire lo que hay aquí.

Ella se agachó y miró hacia donde él señalaba. Allí había cinco ratoncitos recién nacidos, a los que su madre, atemorizada, acababa de abandonar.

—Ni siquiera tienen los ojos abiertos —dijo él tomando uno de los ratoncitos con dos dedos y colocándoselo en la palma de la mano. El ratoncito no era mayor que el dedo pulgar de él y tenía la piel rosada, sin pelo y surcada de pliegues. Fábregas acercó la mano a los ojos de María Clara para que ella pudiera examinarlo mejor. El cuerpo del ratoncito se agitaba como si jadease o como si los latidos del corazón le repercutieran en todo el cuerpo—. Han nacido hace unas horas, posiblemente mientras nosotros comíamos. Vea cómo busca todavía el calor de la madre.

—¿Usted cree que ese ratón que acaba de salir huyendo era en realidad la madre de esta camada? —preguntó ella mirando fijamente el ratón que sostenía Fábregas, pero sin decidirse a tocarlo.

—De eso no hay duda —dijo él depositando de nuevo el ratoncito junto a sus hermanos.

—Yo creía que los animales defendían a sus crías —dijo ella.

—Sólo cuando la defensa tiene algún propósito —dijo Fábregas—. En este caso la madre sabía de sobra que no podía plantarnos cara, de modo que ha salido huyendo. A lo mejor trataba de atraer sobre sí nuestra atención y evitar de esta manera que descubriéramos el escondrijo de sus crías. Pero también es posible que sólo tratara de ponerse a salvo. A veces eso es lo único que se puede hacer por las personas que dependen de uno, ¿no le parece?

María Clara se quedó reflexionando, como si aquellas palabras fueran en realidad una alegoría de otra situación o escondieran un significado importante. Luego miró a Fábregas con la esperanza de ver en los ojos de éste una expresión que le permitiera descifrar aquella incógnita, pero él no la miraba. Con unas ramas secas estaba ocultando los ratoncitos.

—¿Qué hace? —le preguntó.

—Su madre volverá cuando crea que ha pasado el peligro —dijo él—. Seguramente está escondida por aquí cerca, espiándonos y esperando que nos vayamos.

—En tal caso, ¿no sería mejor dejar los ratoncitos en lugar visible, en vez de ocultarlos como está usted haciendo?

—No —dijo él—. Si los dejáramos a la vista no tardaría en caer sobre ellos algún ave rapaz. Y de todas formas la madre los localizará por el olfato o por el oído. ¿No oye como chillan?

María Clara inclinó la cabeza y pudo percibir un chillido muy agudo y muy tenue.

—¡Pobrecitos, deben de estar muertos de hambre! —exclamó—. Vayámonos cuanto antes y dejemos que su madre regrese.

Se puso de pie y sacudió del borde de la falda las briznas adheridas a la tela. Fábregas se incorporó luego y ambos se alejaron de aquel lugar y se apostaron junto a una piedra que en su día debió de haber sido el soporte del altar. Ella confiaba en ver desde allí la rata cuando ésta acudiese nuevamente junto a sus crías, pero él le dijo que no cabía esperar tal cosa.

—No asomará el hocico hasta que no se cerciore de que nos hemos ido —le dijo—. Antes la hemos pillado desprevenida; ya no permitirá que la sorprendamos por segunda vez.

Salieron al campo por otro boquete del muro. Este boquete era tan ancho que entre las dos partes del muro que aún permanecían en pie había echado raíces una higuera.

—¿Usted cree que estarán a salvo? —dijo María Clara mirando por última vez en dirección al punto donde habían dejado ocultos los ratoncitos.

—Nadie está a salvo —dijo él—, pero en este caso particular creo que podemos contar con la intercesión de ese santo pajarero al que usted tanto admira.

—Ya veo que se ha enfadado conmigo porque antes le he reprochado su ignorancia y su incredulidad —respondió ella mirándole primero a los ojos fijamente y luego al cielo—. Venga: falta poco para la puesta de sol y eso es algo que merece ser visto.