VIII

María Clara empezó a relatar su historia diciendo que su apellido, por si él lo ignoraba todavía, era Dolabella. Este apellido, bastante común en aquella zona, la emparentaba, según había oído contar miles de veces a su familia, con Tommaso Dolabella, un pintor veneciano de principios del siglo XVII bastante reputado en su tiempo, pero casi olvidado en la actualidad, ensombrecida su fama por la de los grandes maestros venecianos: Tiziano, Tintoretto y Tiépolo. En el propio Palacio Ducal, sin ir más lejos, podía verse una obra de Tommaso Dolabella titulada El Dux y los procuradores adorando la Hostia. Todo esto, agregó de inmediato, no lo contaba para envanecerse tontamente de un antepasado célebre, sino porque de aquel pintor arrancaba precisamente la historia de su familia. En efecto, en un momento de su vida, Tommaso Dolabella, por razones que ella nunca llegó a conocer, emigró a Cracovia, a la sazón una ciudad floreciente. Allí murió el año 1650. Luego los avatares de la historia habían empujado a uno de sus descendientes a emigrar, como tantos polacos, a los Estados Unidos, donde sucesivas generaciones de Dolabellas habían de conseguir amasar una pequeña fortuna primero y perderla luego. Finalmente, el padre de María Clara, Charles Dolabella, deseoso de investigar su genealogía, había viajado a Venecia, se había enamorado de una veneciana, se había casado con ella y se había quedado a vivir allí definitivamente. De esta forma la estirpe de los Dolabella concluía un periplo de tres siglos regresando al punto de partida.

—Una historia romántica con un final feliz —dijo Fábregas.

—Sólo en el enunciado —dijo ella—. En realidad el matrimonio de mis padres no tuvo suerte.

—¿Qué entiende usted por no tener suerte? —preguntó él.

—Mi padre nunca se ha adaptado a la vida europea y mi madre siempre ha tenido mala salud.

—Ah —dijo él.

Como el padre no había querido dar por definitiva su instalación en Venecia y después de tantos años aún seguía soñando en regresar a los Estados Unidos, y como la madre jamás había permitido que se hablara siquiera de tal cosa, la vida de la familia se había caracterizado siempre por la provisionalidad.

—De pequeña siempre pensé que cualquier tarde, al volver del colegio, encontraría la casa entera desmantelada, el equipaje hecho y un barco a la puerta dispuesto para zarpar. El hecho de que esto no sucediera nunca no alteraba en nada mi convencimiento. Vivía con la sensación de tener un pie puesto a todas horas en el estribo, como suele decirse. De este modo nunca me preocupé por mis estudios ni me tomé la molestia de entablar unas amistades que creía efímeras.

—Lo comprendo —dijo Fábregas—, pero supongo que esta sensación acabó por desvanecerse andando el tiempo.

—Sí, claro —respondió ella—, pero para entonces ya era demasiado tarde. Cuando me vi ante la necesidad de decidir lo que había de hacer con mi vida, no supe qué camino tomar.

Nada en particular le interesaba verdaderamente; casi todo despertaba en ella un interés pasajero y superficial. Por fin decidió hacer lo que en su día había hecho su padre, pero en sentido inverso, es decir, trasladarse a los Estados Unidos, con la esperanza de encontrar allí algo que diera sentido a su vida. Por desgracia, esta idea, fácilmente realizable sobre el papel, resultó inviable en la práctica. Tantos años de ausencia habían disuelto los vínculos de familia y amistad que su padre pudiera haber tenido tiempo atrás en su país de origen. Ahora no contaba con nadie a quien poder confiar la custodia de su hija ni disponía de medios para costear los gastos de manutención en una institución docente. Probablemente el asunto habría podido resolverse por otros cauces, pero la familia Dolabella carecía de todo sentido práctico. Por último, como solución intermedia, María Clara fue enviada a Inglaterra, donde vivía una hermana de su padre, a la que nadie, salvo él, había visto nunca, pero que se ofreció sin vacilación a hacerse cargo de María Clara tan pronto como el padre de ésta rompió un silencio de décadas para insinuarle la idea. Era una mujer madura, viuda, solitaria y bastante rica. Aunque distaba mucho del proyecto original, María Clara había acogido esta oportunidad inesperada con auténtica alegría, porque para entonces sólo pensaba en escapar del medio familiar, que se le había hecho progresivamente asfixiante.

—Me habría ido al último confín del mundo —dijo ella—. Por eso cuando el otro día trató usted de exponer las razones que le habían impulsado a dejar Barcelona, las comprendí de inmediato.

Esta afirmación irritó a Fábregas: ofendía su vanidad que le dijeran que su caso se asemejaba tanto a otro. ¿Será posible que el resultado de toda una vida sea solamente esto: un caso idéntico en todo a muchos otros, desprovisto de individualidad?, pensó. Sí, sin duda los seres humanos estamos predestinados a disolvernos en una sola masa homogénea, un verdadero magma del que sólo está llamado a destacar uno entre decenas de millones, se dijo; e involuntariamente recordó las imágenes de aquellos santos, cuya mera existencia era dudosa, pero cuyas proezas, fruto de la imaginación popular, figuraban ahora eternizadas en las iglesias y los museos. ¡Qué arbitrario es todo!, se dijo una vez más.

Mientras pensaba estas cosas iba escuchando distraídamente el relato de María Clara. Previsiblemente, la estancia de ésta en Inglaterra no había colmado ni de lejos sus expectativas. Aparte de mantenerse alejada de su familia durante un tiempo, poco provecho había sacado de aquellos dos años de permanencia allí: tampoco en esa ocasión había visto realizado su deseo de echar raíces en algún lugar o de encontrar un ambiente en el que, según sus propias palabras, pudiera sentirse integrada de veras. A conseguir esto último no había contribuido en nada su tía, una mujer excéntrica que, no obstante gozar de una posición desahogada, prefería vivir en una roulotte, en pleno campo y en medio de grandes incomodidades y estrecheces. Durante aquellos años María Clara y su tía habían mantenido contactos esporádicos. Ésta, que poseía en Londres unos apartamentos minúsculos y no muy confortables, cuyos alquileres acrecían sus rentas, había cedido a su sobrina uno de aquellos apartamentos, a la sazón vacante, le había asignado un subsidio semanal, que el banco hacía llegar a sus manos puntualmente, y se había desentendido de ella, salvo cuando se decidía a abandonar su refugio e ir a la ciudad, lo que sucedía raras veces. En estas ocasiones pernoctaba en un hotel de ínfima categoría e invitaba a María Clara a cenar en un restaurante chino apestoso, lúgubre e increíblemente barato. Ahora ella recordaba estas cenas con asco e irritación. En el curso de la cena era interrogada por su tía acerca de su salud y de sus progresos en el uso del idioma inglés. Luego, sin haber prestado la menor atención a las respuestas recibidas, la tía solía contarle de manera fragmentaria y confusa alguna anécdota remota en la que habían participado juntamente ella y el padre de María Clara. En estos relatos María Clara no había detectado nunca nostalgia ni afecto; más bien parecían historias desenterradas con desgana, hilvanadas toscamente y referidas sin otro objeto que el de salvar un silencio incómodo. Esto, la fragilidad de la memoria de su tía, que se quebraba de continuo, la insustancialidad de las propias historias y el hecho de que su tía se empeñase en hablar con María Clara en italiano, idioma del que apenas tenía nociones rudimentarias, hacían estas anécdotas sumamente aburridas y exasperantes. No obstante, María Clara no podía dejar de sentir por su tía una mezcla de respeto y piedad. Era una mujer diminuta, flaca y ridícula, con el rostro cubierto de una capa de pomada y colorete oscura y cuarteada que le daba al cutis aspecto de hojaldre viejo. Vestía desaliñadamente y desprendía un olor ofensivo, no tanto a suciedad como a decadencia. Esta falta de higiene y el poco cuidado que ponía en su salud y en su apariencia daban a entender que no sentía por sí misma ni interés ni ternura. La tía llevaba siempre consigo un perro, lo que no se desdecía, como a primera vista habría podido parecer, de su estoicismo ostensible. Este perro, ladrador y muy desabrido de carácter, era un pequinés de color gris, de pelo desigual, polvoriento y apelmazado, enjuto, desgarbado y asimétrico; a juzgar por su aspecto parecía que acababa de ser arrollado por un camión. Tampoco por él manifestaba la tía ningún cariño: cargaba con él como quien carga con un paquete liviano pero molesto; sin embargo nunca lo dejaba en el suelo ni se desprendía de él, ni siquiera para comer. En estas ocasiones, sostenía el perro con la mano y el antebrazo derechos y comía con una cuchara que manejaba con la mano izquierda, pues era zurda. Mientras su dueña comía, el perro miraba la comida con avidez y emitía un ronquido asmático. Una baba espesa y negra le colgaba del belfo. A veces la tía, aburrida de su propia perorata, parecía perderse en sus propias cábalas y dejaba vagar la vista por el aire viciado del restaurante. Entonces el perro estiraba el cuello como si fuera un avestruz y hundía las fauces en el plato. Si tenía ocasión, también daba lametazos a la cuchara. Cuando la tía salía de su ensimismamiento, el perro recobraba su habitual circunspección y ella, que no se había percatado de lo ocurrido, o se había percatado, pero no era persona remilgada, seguía comiendo del mismo plato y con la misma cuchara. María Clara tenía que hacer un esfuerzo arduo para no exteriorizar su repugnancia ante esta escena. Por lo demás, aquellos alimentos, devorados con tanta ansiedad, sentaban indefectiblemente mal al perro, el cual, a los pocos minutos de haberlos ingerido, expelía unos pedos repelentes, que invadían en un instante todo el local, a pesar de provenir de un animal tan pequeño, y en una velada particularmente aciaga había llegado incluso a escagarruciarse sobre el mantel, sin que su tía diese a entender que tal cosa le producía disgusto o preocupación. Ante los hechos consumados, se había limitado a sacar del bolsillo de la chaqueta un pañuelo, a todas luces veterano de varios resfriados sin que por ello hubieran pasado por él el agua ni el jabón, y a posarlo con gesto indiferente sobre la parte afectada del mantel, mientras seguía comiendo y hablando, como si lo sucedido fuera cosa de todos los días y lugares. En otras ocasiones, cuando el perro guardaba la compostura y no se producían percances como los descritos, María Clara trataba discretamente de romper la rutina establecida tácitamente para este tipo de encuentros y llevar la conversación a otros terrenos. Estos intentos, sin embargo, casi nunca daban resultado, porque su tía no escuchaba lo que ella le decía o porque lo escuchaba, pero lo entendía equivocadamente.

Al margen de estas cosas, la estancia de María Clara en Londres no había sido útil ni placentera. Londres le había parecido una ciudad poco acogedora, en general rica en promesas, pero poco dadivosa con el forastero carente de relaciones o fortuna. No había hecho amistades sólidas y los días allí se le habían hecho eternos; había buscado algún trabajo eventual, más por combatir la soledad y el tedio que por apremios de dinero, pero tampoco en eso había tenido suerte. El clima era riguroso y el apartamento en que vivía estaba tan mal acondicionado que a veces dejaba transcurrir el día entero sin salir de la cama, y hasta diez días seguidos sin darse un baño.

—Vamos, vamos —dijo Fábregas de pronto—, me cuesta creer que en dos años no consiguiera entablar ningún tipo de relación personalmente remuneradora.

La torpe formulación de este comentario, que en realidad pretendía ser gentil, el tono en que fue hecho o algo en la expresión de Fábregas, hizo que María Clara enrojeciera. Se hizo un silencio engorroso que solventó Fábregas pidiendo la cuenta a voces. Estaba irritado, pero no conseguía vislumbrar las causas de esta irritación, cuya injusticia, en cambio, se le hacía patente. Miró a María Clara de soslayo y se enterneció. Debo decirle algo tranquilizador, pensó; algo como: disculpe la indiscreción de mi comentario estúpido; o: por supuesto, no me debe ninguna explicación en lo que atañe a sus actos; pero no es esto lo que ella espera de mí, sino esta frase: haga usted lo que haga, a mí me parecerá siempre bien. Pero para decir tal cosa haría falta una magnanimidad que yo no poseo, se dijo. Acababa de pensar esto cuando ella levantó la mirada que hasta entonces había tenido clavada en el mantel y la dirigió hacia el horizonte. Entonces él vio que sus ojos eran grises y muy claros y que por esta causa cambiaban continuamente de color, según lo que se reflejara en ellos; ahora eran de un azul plomizo, como el agua de la laguna. Le sonrió y alargó la mano para coger la de ella, como si con este gesto y esta sonrisa quisiera decir: tenga paciencia, no soy tan riguroso ni tan inflexible como usted me juzga, pero por ahora no me es posible hacer más. Sin embargo, se detuvo sin concluir el gesto y su sonrisa se desvaneció sin que ella hubiera tenido tiempo de advertirla.