Antes de acudir al comedor pasó por el mostrador de recepción y dijo al empleado que le preparara nuevamente la cuenta y dispusiera que le hicieran el equipaje. El empleado de la recepción era el mismo que le había atendido dos días antes y se interesó discretamente por su estado. Fábregas le dijo que persistía el insomnio que le había aquejado las noches precedentes, pero que confiaba en mejorar pronto.
—Está visto que nuestro clima no sienta bien al señor —comentó el recepcionista.
Desde la mesa donde le sirvieron el desayuno sólo veía el cielo y una franja estrecha de agua. Podría estar en un barco, pensó con nostalgia. Creía que en los barcos sólo había que dejarse llevar y por eso siempre que se encontraba ante una encrucijada pensaba en los barcos con nostalgia. Tan pronto haya liquidado la cuenta y esté listo el equipaje me iré al aeropuerto y allí esperaré a que salga el primer avión, pensó. No volveré a pisar las calles de Venecia, se dijo. Pero de vuelta a la recepción, el recepcionista le entregó un mensaje que consistía en un número garrapateado al dorso de un trozo de papel impreso.
—Una señorita ha llamado preguntando por el señor —dijo el recepcionista—. Como el señor no estaba en su habitación, la señorita ha dejado este número y el encargo de que el señor la llame lo antes posible.
—¿No ha dejado dicho su nombre? —preguntó Fábregas.
El recepcionista llamó por un teléfono interior a la telefonista que había atendido la llamada, habló con ella un rato vivamente y colgó.
—El nombre era María Clara —dijo el recepcionista dirigiéndose de nuevo a Fábregas—. También dio el apellido, pero la telefonista no lo anotó en su momento y ahora lamenta haberlo olvidado.
—Está bien —dijo Fábregas—, hablaré con ella.
El recepcionista llamó otra vez a la telefonista y, transcurridos unos instantes, indicó a Fábregas que podía utilizar una de las cabinas telefónicas que había en el hall. Fábregas entró en una cabina tapizada de velludo granate y cerró la puerta. En una repisita había un teléfono que empezó a emitir un timbrazo débil y entrecortado. Fábregas descolgó el teléfono y dijo:
—¿María Clara?
—Ah, es usted —dijo ella. Al oír su voz, que reconoció al punto y sin dificultad, Fábregas sintió un vacío en el estómago y al mismo tiempo la necesidad de golpear con los puños las paredes tapizadas de la cabina, como si fuera un demente en estado de agitación—. Me dijeron que había salido.
—Estaba desayunando —dijo él. Luego se quedó sin saber qué añadir y se produjo un silencio en la línea telefónica. En estas cabinas no se puede respirar, pensó; así deben de ser los ataúdes por dentro.
—En vista del buen tiempo que está haciendo… —dijo ella de repente. Fábregas carraspeó, pero no dijo nada. Le era factible notar la confusión de ella—. La verdad es que, después de las cosas terribles que dijo el otro día acerca de la ciudad, me he creído en el deber de rehabilitarla a sus ojos.
—Por Dios, no hablemos de eso; sé muy bien que me comporté de un modo impertinente —balbuceó.
—No, no, llevaba usted mucha razón. Por eso espero que no tenga un compromiso para hoy —dijo ella—. Había pensado llevarle a visitar un lugar que muy pocos turistas conocen; algo alejado, en una isla…
—Estoy seguro de que me gustará muchísimo, pero no quisiera que se molestara usted tanto por mí —dijo Fábregas.
—No, no; ¿le parece bien si le paso a buscar por el hall del hotel dentro de media hora?
—Me parece muy bien —dijo él—. Estaré esperándola.
Al salir de la cabina telefónica creyó que iba a sufrir un vahído por culpa del calor, pero se repuso en seguida; luego regresó al mostrador de recepción y allí dio aviso al encargado de que cancelaba nuevamente la partida y ordenó que deshicieran su equipaje si ya lo habían hecho como él había dispuesto con anterioridad. El recepcionista asintió a todo sin hacer ningún comentario, pero Fábregas creyó que le observaba con atención redoblada. ¡Y a mí qué!, pensó. Conteniendo a duras penas el nerviosismo, que le impulsaba a dar saltos y hacer cabriolas, mató más de una hora y media hojeando periódicos y revistas, consumiendo café y dando paseos cortos por el hall, cuyos límites no se atrevía a franquear. Finalmente apareció ella. Traía el cabello alborotado y jadeaba, como si acabara de recorrer una distancia considerable a la carrera, pero saltaba a la vista que su precipitación era ficticia y no tenía otro objeto que encubrir la tardanza.
—Venga, venga, démonos prisa o se nos echará el tiempo encima —le dijo en tono apremiante. Fábregas se dejó conducir sin replicar al embarcadero del hotel, donde les aguardaba una motora tripulada por un viejo lobo de mar. De sobra se veía que la motora no era usada habitualmente para el transporte de pasajeros; por carecer de todo, no tenía asientos, salvo una repisa estrecha que corría a ambos costados y en la que era difícil incluso mantener el equilibrio. Era una barca incómoda y algo desacoplada, pero pintada de colores alegres. El viejo lobo de mar vestía una cazadora marrón de corte moderno, muy descolorida y gastada, como si se hubiera servido de ella durante varias décadas. Ni les ayudó a embarcar ni hizo siquiera amago de saludar: mantenía la vista fija en el agua, el ceño fruncido y la expresión hosca. Era la imagen misma de la misantropía, pensó Fábregas.
Sin que mediaran órdenes, el viejo lobo de mar dirigió la motora hábilmente por los canales hasta salir a la laguna. Soplaba una brisa tibia y entre la bruma se veían los contornos de muchas islas.
—Ahora me doy cuenta por primera vez de que Venecia es realmente un archipiélago —comentó Fábregas.
Ella le explicó que Venecia debía su supervivencia a las aguas de aquella laguna, demasiado profundas para ser vadeadas por un ejército, pero no tanto que permitieran el paso de los barcos de guerra. Fábregas, que había leído esta explicación en varias guías y folletos, pensó que ella la recitaba de carrerilla, como si tuviera por costumbre pasear turistas. Sin embargo ella no volvió a decir nada más durante la media hora que duró la travesía, al término de la cual y tras haber rebasado un grupo de peñascos áridos que sobresalían del agua desordenadamente, atracaron en un embarcadero formado por troncos que el agua cubría en buena parte. Aquel embarcadero parecía tener varios siglos de antigüedad y Fábregas comentó que no comprendía cómo la madera resistía tan bien los efectos del agua. Ella le explicó que no era el agua lo que pudría la madera, sino el aire. Mientras decían estas cosas, iban subiendo una cuesta empinada hasta coronar un altozano desde el cual se podía divisar toda la isla. A los lados del camino crecían jaras y brezos y zumbaban enjambres de abejorros. Al volver la vista atrás, Fábregas advirtió que el viejo lobo de mar había puesto nuevamente en marcha la motora y se alejaba costeando hasta que una roca ocultó a sus ojos la barca y el tripulante. Los rayos del sol caían perpendicularmente sobre ellos.
—¿Dónde estamos? —preguntó.
Desde la loma que acababan de coronar, la isla parecía enteramente deshabitada; una vegetación tupida, oscura y baja lo cubría todo; aquí y allá sobresalía algún ciprés solitario.
—Estamos en la célebre isla de Ondi —dijo ella. Él hizo con la cabeza un gesto de reconocimiento, aunque nunca había oído mencionar aquel lugar—. Hasta hace poco aún la poblaban pescadores, pero hoy en día nadie pesca. Luego podrá ver en la vertiente opuesta el pueblo abandonado. También hay una antena de radio, que ya no se utiliza. Naturalmente —añadió con una sonrisa— no es esto lo que me propongo enseñarle. Pero antes de la visita, convendría que comiéramos algo, porque se ha hecho tarde.
—¿Y dónde comeremos? —dijo Fábregas—. La isla parece desierta.
—Lo parece, pero no lo está —dijo ella.
Caminaron largo rato por un sendero pedregoso. La isla era más extensa de lo que Fábregas había calculado a partir del panorama divisado desde el altozano: a medida que avanzaban iba percibiendo zonas que hasta entonces habían ocultado a sus ojos las irregularidades del terreno. Tampoco ahora hablaban: ella abría la marcha y él la seguía sin apartar la mirada de ella. La ligereza con que ella se movía por aquel terreno accidentado le producía estupor; le costaba concebir que aquel cuerpo pudiera servir para trepar cuestas y salvar obstáculos. Finalmente, cuando ya empezaba a faltarles el resuello, el camino se volvió llano y al cabo de muy poco iniciaron el descenso: ahora veía la ribera opuesta de la isla y allí, tal como ella le había anunciado, una agrupación de casas blancas, algunas de las cuales carecían de techumbre. Pese a su abandono evidente, la blancura de los muros resultaba deslumbrante al sol del mediodía. Fábregas se puso la mano a modo de visera y se quedó inmóvil, contemplando aquella visión desolada.
—Venga —dijo ella.
Bajaron hacia el pueblo y antes de llegar a él tomaron una desviación que los condujo a una rada. Allí había una casa idéntica a las que acababan de ver, pero sin duda habitada, porque salía humo de la chimenea y unas sábanas se oreaban al sol en el patio. En el agua se balanceaba una lancha amarrada a una boya diminuta de color naranja. Cuando estaban muy cerca de la casa, vieron salir de ella a una mujer en bata y delantal, que llevaba un estropajo en una mano y un rollo de papel de cocina en la otra. La mujer se puso a gritar y a conminarles por gestos a que no siguieran avanzando. Fábregas se detuvo en seco, por instinto, como si hubiese salido a su encuentro un perro guardián, pero luego, viendo que María Clara no se dejaba intimidar por los aspavientos y amonestaciones de la mujer, apretó el paso y ambos entraron codo con codo en el patio. Para entonces la mujer ya debía de haber identificado a María Clara, porque había depuesto su actitud, aunque no variado la expresión huraña del semblante. Debía de frisar los cuarenta años y tenía el pelo negro, las facciones regulares y la dentadura blanquísima y algo protuberante. Cuando miraba de frente no se notaba nada inusual en sus ojos, pero cuando trataba de mirar de soslayo, una de las pupilas se quedaba quieta mientras la otra se desplazaba hacia la sien; entonces se advertía que era tuerta o estrábica. Antes de intercambiar saludos con los recién llegados les dijo que el restaurante todavía no estaba abierto, que precisamente en esos días lo estaban poniendo a punto para la temporada estival que se iniciaría en breve. Al decir esto levantaba las manos y mostraba el estropajo y el papel. Fuera de temporada, les dijo, el restaurante permanecía cerrado y ella, su marido, su madre y sus hijos, vivían en Mestre. Era evidente que estas explicaciones iban dirigidas a Fábregas, puesto que la mujer y María Clara parecían conocerse de antiguo. Sin duda ha traído aquí a otras personas, pensó él. La mujer siguió diciendo que, a pesar de lo que acababa de contarles y si estaban dispuestos a conformarse con algo sencillo, les servirían de comer. Fábregas y María Clara pasaron a otro patio, cubierto por un toldo de cañas, que daba a la rada. De la casa salió un hombre bajo y musculoso acarreando una mesa de madera, que colocó ruidosamente en el centro del patio. Luego saludó a María Clara con efusividad y ella le presentó a Fábregas, cuya mano estrujó y zarandeó. Dijo ser yugoslavo y llevar muchos años en Venecia, dedicado al negocio de la hostelería. En realidad el negocio consistía únicamente en aquel restaurante, que explotaba con su familia durante tres o cuatro meses al año.
—Los millonarios que vienen en sus yates se matan por comer lo que les sirvo —dijo con una mezcla de orgullo e ironía.
—Y lo que sirve, ¿lo pesca usted mismo? —preguntó Fábregas.
—No, qué va. Lo compro en el mercado —dijo el yugoslavo—, pero ellos no lo saben. Si lo preguntan, les digo la verdad; si no, les dejo que piensen lo que quieran. No sé qué se creen. Mire, ahora la rada está desierta, ¿ve? —añadió señalando el agua—; sólo aquella barquita, que es la nuestra. Bueno, pues si vuelven ustedes dentro de quince días verán los yates haciendo cola para entrar en la rada. Hasta cuarenta palos he llegado yo a contar en un solo día del mes de julio. Lo que le digo: para darles de comer a todos me haría falta una flota pesquera.
Mientras hablaban la mujer había servido la mesa. En lugar de mantel y servilletas les puso varias hojas del papel de cocina que llevaba en la mano poco antes, cuando salió a su encuentro. Los platos eran de una loza basta y desportillada. Fábregas insistió en sentarse de espaldas al agua, a pesar de las protestas de María Clara, que quería cederle el lugar preferente, de cara al mar. Por último Fábregas ganó la batalla pretextando que le molestaba el centelleo del sol en el agua. Ahora el rostro de él quedaba a oscuras y su silueta, nimbada por la claridad de la rada; en cambio, el rostro de ella recibía los puntos y rayas de sol que dejaba filtrar el entramado de cañas. Como la vez anterior, en el curso de la comida sólo intercambiaron frases breves y triviales, pero al llegar al postre, Fábregas, viendo que María Clara parecía absorta y presa de la melancolía, le dijo:
—El otro día hablé más de la cuenta; es justo que hoy sea usted quien me cuente su vida. Le recuerdo que me prometió hacerlo.
—Ah —respondió ella—. Mi vida no tiene mucho interés.
—No le pido una historia pormenorizada. Dígame sólo lo que la tiene tan preocupada en este mismo instante —dijo él.
Ella le miró fijamente unos segundos, con desconfianza, pero luego, como si hubiera venido de repente en su ayuda una idea tranquilizadora, esbozó una sonrisa.
—Casi prefiero darle cuenta de mi vida —dijo; y acto seguido, tras una pausa destinada aparentemente a poner en orden los datos que se disponía a proporcionarle, empezó su relato confirmando lo que le había dicho en su encuentro anterior, esto es, que era veneciana sólo en parte, no obstante la idea que él parecía haberse formado al respecto.
—¿Y cómo sabe usted qué idea me he formado respecto de esto o de cualquier otra cosa? —dijo él.
—Ay, vaya, ¡pero si desde el primer momento me ha venido tratando como si yo fuera el símbolo viviente de esta ciudad! —replicó ella—. A veces pienso que incluso me considera responsable de todos los contratiempos que le han sucedido desde que llegó.
Fábregas buscó una respuesta ingeniosa a esta acusación, pero comprendió en seguida que tal cosa desviaría el diálogo hacia otros derroteros y prefirió aceptarla con afable humildad.
—Me confieso culpable, pero le prohíbo hablar de mí hasta que haya terminado de disipar este velo de misterio que la envuelve —dijo.
Ella se rió por primera vez en el transcurso de aquel día.
—¿Misterio?… ¡pobre de mí! —exclamó visiblemente halagada.
Mientras hablaban se habían ido acercando a la mesa tres gaviotas de gran tamaño; su falta de recelo ante la presencia humana rayaba en la altanería. María Clara les arrojó los restos del pescado que habían comido. Al instante acudieron unos mirlos, que se posaron a una distancia prudencial, a la espera de que las gaviotas sufrieran una distracción. Pero las gaviotas acabaron con todo parsimoniosamente y permanecieron luego a la expectativa.
—¿Ve lo que ha hecho? —dijo Fábregas—. Ahora ya no nos las quitaremos de encima en todo el día.
—¿De veras quiere que le cuente mi vida? —dijo ella.
—Si vuelvo a interrumpirla, le dejo que imponga el castigo que usted elija —dijo él.