III

Al día siguiente había escampado, pero la ciudad apareció cubierta de agua casi por completo. En el hotel le proporcionaron unas katiuscas muy anchas que le permitían vadear las calles, pero con las que andaba como un pato. Los turistas brincaban en fila india por unos tablones que se sostenían inestablemente sobre ladrillos; algunos acababan metiendo uno o los dos pies en el agua, entre gritos y risas. El suelo reflejaba los edificios y las personas y también un cielo lechoso que irradiaba una claridad homogénea y deslumbrante. Fábregas deambuló un par de horas con grandes dificultades. A mediodía se sentó en un café y al levantarse olvidó introducir de nuevo en la caña de las katiuscas el borde de los pantalones, que quedaron empapados apenas pisó la calle. Pero no por eso regresó al hotel: la perspectiva de pasar un día más privado de compañía se le hacía insoportable e inconscientemente recorría los lugares más frecuentados con la esperanza de reencontrar a Marcet. Sin embargo, en todo el día no dio con él ni con ninguna otra persona conocida. Si hubiese dispuesto de dinero en efectivo se habría ido de Venecia sin dilación. Pasó otra noche de insomnio y dio unas cabezadas ligeras al amanecer. Como en los últimos años se había vuelto algo aprensivo, estaba convencido de que iba a enfermar de resultas del remojón, pero aparte de un leve escozor en la garganta, no percibió síntoma alguno de resfriado. El recepcionista del hotel le preguntó si se sentía indispuesto.

—Duermo mal —dijo—. Debe de ser el clima.

—El hotel dispone de servicio médico para los señores clientes —dijo el recepcionista—. Tal vez le puedan prescribir al señor un somnífero suave.

Antes de decidir si debía tomar el ofrecimiento del recepcionista al pie de la letra o si sus palabras ocultaban algo turbio, respondió que ya no valía la pena hacer nada, porque de todos modos tenía que dar por terminada su estancia en Venecia.

—En realidad he venido a pedirle que me vaya preparando la nota —dijo al recepcionista.

—El señor ha tenido mala suerte con el tiempo —dijo el recepcionista mientras recorría un fichero con los dedos.

—Así es —dijo Fábregas—. Volveré dentro de una hora.

—Si el señor lo desea, diré que le hagan el equipaje —dijo el recepcionista—. Y no olvide ponerse las katiuscas si va a salir a la calle.

—Está bien —dijo Fábregas.

Antes de ir a recoger el dinero que debía haberle girado Riverola y como la irritación de garganta que había notado al despertar no remitía, entró en una farmacia. Allí, mientras esperaba ser despachado, le saludó una mujer a la que reconoció por el chubasquero negro. Otra coincidencia, pensó; primero Marcet y ahora esta mujer. Dos días antes, cuando habían sido presentados torpemente, la sensación de estar siendo inoportuno le había impedido fijarse en su apariencia; luego, a solas, la memoria había reconstruido aquella apariencia de manera falaz: la estatura aventajada le había hecho imaginarla de más edad; la prenda negra, de facciones más acusadas. En realidad era muy joven, de rasgos poco definidos, muy pálida de tez. Probablemente me equivoqué al juzgarla una profesional, pensó Fábregas mientras ambos intercambiaban frases triviales. O quizá no, se dijo; nunca se sabe.

Cuando salieron a la calle ninguno de los dos acertaba a despedirse. Por romper el silencio, Fábregas dijo que se dirigía a la estafeta, donde esperaba encontrar una remesa.

—¿Y conoce el camino? —preguntó la mujer mirándole a los ojos con una expresión que se le antojó enigmática.

Fábregas, a quien el portero del hotel había dado indicaciones detalladas para que pudiese llegar a su destino sin extraviarse, dijo que no. Ella se ofreció inmediatamente a acompañarle.

—No deseo desviarla de su camino ni hacerle perder tiempo —dijo él.

—No tengo nada que hacer —respondió ella.

—¿Verdaderamente nada? —preguntó Fábregas.

Ella le contó, como si la pregunta hubiera sido formulada sin asomo de malicia, que, aunque era veneciana de nacimiento, acababa de regresar a Venecia después de una larga ausencia: ahora estaba sin trabajo y apenas tenía amigos.

En la estafeta había cola y Fábregas temió que ella, considerando cumplido su deber de cortesía, lo abandonase allí. Por más que se devanaba los sesos no encontraba ningún pretexto para retenerla, pero ella permaneció a su lado con naturalidad. Si es una profesional, pensó Fábregas, le interesará saber cuánto dinero voy a retirar. Mientras guardaban cola siguieron charlando ajenos a la gente que los rodeaba. La estafeta era un local rectangular, pequeño y bajo de techo; las paredes estaban cubiertas de manchas oscuras. Fábregas se lamentó del clima de Venecia, de los precios astronómicos y del gentío que lo invadía todo. Ella defendía su ciudad natal sin enfadarse: le dijo que el turismo multitudinario no era algo exclusivo de Venecia; había estado recientemente en Londres e iba a Roma con cierta regularidad y en todos esos lugares había visto el mismo fenómeno repetido.

—Hoy todo el mundo viaja —dijo encogiéndose de hombros.

Reconoció que el tiempo había sido malo en los últimos días, pero todo parecía indicar que las nubes estaban por irse: pronto luciría el sol y él podría ver el cielo incomparable de Venecia, añadió.

—En cuanto a las inundaciones —agregó señalando las katiuscas de él y los chanclos negros que llevaba ella—, son cosa habitual. Pronto se acostumbrará usted a ellas.

Fábregas no pudo menos de estremecerse al oír esta frase. Quiso decir: dentro de unas horas me voy de Venecia; pero no tuvo valor. Al llegar su turno, ella se alejó discretamente de la ventanilla. Ella no sabe hasta qué punto la he ofendido con mis sospechas, pensó Fábregas. Una vez satisfechos todos los requisitos, lo que resultó un proceso largo y complicado, la buscó por el local y no la vio. Se ha ido, pensó. Pero ella le aguardaba en la calle, acodada en el parapeto de un puente. Parecía abstraída viendo discurrir el agua, pero apenas Fábregas se hubo aproximado, volvió la cara hacia él con una sonrisa.

—Creí que lo habían metido preso —dijo.

—Poco ha faltado —dijo Fábregas mostrándole un pagaré—. Y aún tengo que ir al banco para que me lo abonen.

Al salir del banco sintió el bulto que formaban los fajos de liras en los bolsillos del pantalón y pensó: hay algo obsceno en todo esto; pero ella no pareció advertirlo.

—Venga —le dijo ella cuando ambos se reunieron en el centro de la placita donde le había estado esperando—, ya que estamos aquí, quiero enseñarle una iglesia que tiene unas pinturas de cierto interés. No queda lejos y no figura en las guías normales, de modo que no nos encontraremos con esas muchedumbres que tanto le irritan.

Caminaron un trecho sin decir nada y llegaron ante una puerta cerrada a cal y canto. Rodearon el edificio y encontraron las demás puertas igualmente cerradas. Por fin una anciana, que les había venido observando desde un portal cercano, les dijo que la iglesia no abriría hasta la hora del rezo vespertino. Por la mañana sí estaba abierta al público, les dijo, entre las nueve y las doce aproximadamente. Fábregas le preguntó si acudían muchos turistas a visitar la iglesia a lo que la anciana respondió que sí.

—Sobre todo japoneses —añadió.

Vestía de luto riguroso, pero llevaba una botas de agua de un color verde subido, casi fosforescente. Fábregas a duras penas podía contener la risa.

—No debería usted ser tan burlón —le reconvino ella cuando se hubieron alejado—. Los venecianos tienen mucho amor propio. Y las venecianas, más aún.

—Pero usted no se incluye en este grupo, por lo que veo —dijo Fábregas.

—Yo sólo soy medio veneciana —replicó ella con aquel encogimiento de hombros que Fábregas empezaba a reconocer, pero cuyo significado aún no había logrado desentrañar—. Algún día le contaré mi historia, pero ahora, ¿qué le apetece hacer?

—No lo sé. Sin embargo, aunque todavía es un poco pronto, creo que ya podríamos ir a comer, si no queremos encontrar todos los restaurantes de la ciudad abarrotados —dijo Fábregas.

—Bueno —dijo ella.

La clientela del figón al que le condujo ella, que se había adjudicado tácitamente el papel de guía, parecía compuesta exclusivamente por gente del barrio, lo que agradó mucho a Fábregas. También le satisfizo la calidad de la comida y su precio, muy inferior a lo habitual.

—Qué diferente se vuelve todo cuando se sale de los circuitos turísticos —comentó.

—Eso es bien verdad —dijo ella—, pero, si tanto le disgusta hacer turismo, ¿por qué vino a Venecia?

Fábregas empezó a enumerar someramente algunos de los motivos que a su juicio le habían inducido a emprender aquel viaje, pero a medida que hablaba se iba dando cuenta de que aquellos razonamientos eran pura palabrería. Poco a poco su relato fue adquiriendo un sesgo distinto y finalmente se sorprendió hablando con gran locuacidad de sí mismo, del fracaso de su vida sentimental y de la pérdida consiguiente de su hijo, un tema al que jamás hacía referencia y sobre el cual procuraba no pensar mucho. A decir verdad, se había consolado de aquella pérdida diciéndose que se trataba de una situación transitoria que el tiempo acabaría arreglando. De niño él mismo había tenido muy poco contacto con su padre. Recordaba haber estado continuamente pegado a las faldas de su madre durante la infancia. Luego, sin saber cómo y de un modo gradual, se había ido separando de su madre, de la que dependía cada vez menos, y estableciendo una relación más intensa con su padre, con quien empezaba a compartir algunos intereses y a quien finalmente había de quedar en cierto modo adscrito cuando entró a formar parte de la empresa familiar. Naturalmente, no se le escapaba el hecho de que entre ambas situaciones, la pasada y la presente, las similitudes eran sólo superficiales: no sólo las costumbres familiares vigentes en su infancia habían cambiado radicalmente en la actualidad, sino que, sin que se hubiera dado entre ellos una armonía perfecta, sus padres siempre habían permanecido unidos. No obstante, aquella referencia vaga le servía de consuelo.

—No puedo quejarme de cómo me han ido la cosas, francamente, y no me quejo —dijo a modo de conclusión—, pero tampoco puedo evitar que de un tiempo a esta parte me asalte de cuando en cuando una melancolía invencible. En estas ocasiones, la realidad me resulta mucho más irreal que los sueños.

Ella escuchaba con atención, como si compartiera plenamente aquella visión pesimista de la vida. Esto que estoy diciendo no puede ser más rimbombante, pensó Fábregas.

—Me temo que la estoy aburriendo con mis lamentaciones —dijo.

—No, de ningún modo —dijo ella. Y viendo que Fábregas guardaba un silencio pudoroso, añadió—: siga hablando.

—Ya he dicho todo lo que tenía que decir, y quizá más —dijo él finalmente recobrando el tono desenfadado que había tenido la conversación durante la comida.

—Pero aún no ha contestado a la pregunta —dijo ella.

—¿Qué pregunta?

—Por qué vino a Venecia.

—Ah, eso está contestado en seguida —dijo Fábregas—. Una mañana me vi en el espejo y mi propia mirada me sorprendió. Comprendí que la vida cotidiana se había vuelto insoportable para mí, hice las maletas y aquí estoy, dándole la lata a usted, que no tiene culpa de nada.

Cuando el camarero trajo la nota ella sacó del bolso una carterita de piel. Fábregas hizo un ademán autoritario.

—No faltaría más —dijo.