Fábregas llevaba una semana en Venecia cuando se tropezó en plena calle con un hombre de negocios catalán, de apellido Marcet, a quien conocía superficialmente y a quien en otras circunstancias se habría limitado a saludar con un gesto. Ahora, sin embargo, su situación, el hecho de hallarse ambos lejos de Barcelona y lo casual del encuentro, hicieron que Fábregas extremara las muestras de cordialidad e incluso que propusiera a Marcet comer juntos, salvo que Marcet ya tuviera otros compromisos. Marcet, que, según dijo sin que viniera a cuento, acababa de llegar de Milán, a donde había ido con la intención de pasar un par de días y donde había sido retenido por complicaciones inesperadas, se mostró reacio a la idea. Aunque pasaba en su medio por ser hombre extrovertido y sandunguero, aquel encuentro lo había dejado cariacontecido: respondía a las preguntas de Fábregas con evasivas y miraba dubitativamente en todas direcciones. No veo razón para que me trate como si yo fuera un apestado, se dijo Fábregas al advertir finalmente la actitud desabrida del otro. Pero en aquel momento preciso, como si el azar hubiera querido aclarar su duda, se abrió una puerta muy pequeña, de madera oscura, en la que Fábregas no había reparado hasta entonces porque la ocultaban las sombras de un soportal, y de ella salió con paso ligero una mujer alta y delgada, cubierta por un chubasquero negro. Al verla, Marcet sonrió forzadamente. Ella se le colgó familiarmente del brazo y él hizo unas presentaciones apresuradas y confusas. Fábregas masculló una excusa y se fue.
De modo que por eso estaba tan huraño conmigo, iba pensando camino del hotel; sin duda una acompañante de alquiler, ¿y a mí qué más me da? ¡Bah!, ¡qué recato innecesario! ¡Como si yo no tuviera otras cosas en qué pensar!, se dijo. Y ciertamente las tenía, porque la vida era tan cara en Venecia que el dinero de que se había provisto al iniciar el viaje empezaba a escasear. Comió solo en el restaurante del hotel y a los postres se hizo traer un teléfono a la mesa, llamó a Riverola y le ordenó que le girase fondos a la mayor brevedad. Al oír su voz, Riverola se puso a gritar como un desaforado.
—¿Qué mosca te ha picado?, ¿por qué no contestaste al télex que te cursé a París?
Ahora llovía torrencialmente. Por la ventana veía una estatua ecuestre sobre un pedestal; la lluvia había oscurecido la estatua; la cabeza, la cola y los flancos del caballo chorreaban agua, Esta lluvia, que habitualmente le habría exasperado, parecía protegerle ahora de las reconvenciones que le llegaban a través de la línea telefónica. Entendía, sin embargo, que su presencia en Barcelona era necesaria, no sólo para llevar a cabo ciertas operaciones que la requerían, sino para disipar los rumores que había despertado su desaparición. Es preciso recobrar la confianza de clientes y acreedores, oyó decir a Riverola. Aquel tono conminatorio surtía en él un efecto contraproducente.
—No regresaré si no me envías el dinero —dijo tras un silencio cargado de reticencia—, porque no puedo saldar la cuenta del hotel con lo que me queda.
Riverola le preguntó en qué hotel se hospedaba, pero Fábregas se negó a revelar este dato.
—Gírame el dinero a la poste restante. Yo iré a retirarlo pasado mañana. Entonces regresaré.
—No lo arrojes todo por la borda —le dijo Riverola con más pesadumbre que severidad en la voz—. Tú puedes hacer lo que te apetezca con tu dinero, pero no olvides que la supervivencia de muchas familias depende de la empresa.
La lluvia siguió cayendo a raudales todo ese día y toda la noche. Fábregas la oía repicar en las persianas y no podía dormir. No sé qué me ocurre, pensaba; antes dormía como un bendito y ahora me desvela cualquier cosa. Mientras se revolvía en la cama no dejaba de reflexionar sobre lo que le había dicho Riverola. No había duda de que Riverola tenía toda la razón, pensaba.