Guido Serravalle se había saltado media cabeza, el disparo en la pequeña habitación de hotel había sido tan fuerte que Montalbano oía como una especie de trino de pájaro en los oídos. ¿Cómo era posible que nadie hubiera llamado todavía a la puerta para preguntar qué había ocurrido? El hotel Della Valle había sido construido a fines del siglo XIX, sus paredes eran gruesas y sólidas y puede que, a aquella hora, los forasteros hubieran salido todos a fotografiar los templos. Mejor así.
El comisario se dirigió al cuarto de baño, se secó lo mejor que pudo las manos pegajosas de sangre y cogió el teléfono.
—Soy el comisario Montalbano. En el parking del hotel hay un vehículo de servicio, díganle al agente que suba. Y envíenme enseguida al director.
El primero en llegar fue Gallo. En cuanto vio a su superior con sangre en el rostro y la ropa, se asustó.
—Dottore, dottore, ¿está herido?
—Tranquilízate, la sangre no es mía, es de aquel de allí.
—¿Quién es?
—El asesino de Michela Licalzi. Pero por ahora no le digas nada a nadie. Corre a Vigàta y dile a Augello que transmita una nota a Bolonia: tienen que mantener bajo estrecha vigilancia a un medio delincuente, sobre el cual ya deben de poseer información, se llama Eolo Portinari. Es su cómplice —añadió Montalbano, señalando al suicida—. Ah, oye. Después regresa enseguida aquí.
Gallo se apartó a un lado en la puerta para ceder el paso al director del hotel, un hombretón de dos metros de estatura y de anchura equivalente. Al ver el cuerpo con media cabeza y los destrozos de la habitación, exclamó «¿eh?», como si no hubiera comprendido una pregunta, cayó de rodillas en cámara lenta y después se desplomó al suelo, desmayado, boca abajo. La reacción del director había sido tan inmediata que Gallo aún no había tenido tiempo de retirarse. Ambos arrastraron al director al cuarto de baño, lo apoyaron en el borde de la bañera y, tomando la ducha de teléfono, Gallo abrió el grifo y le dirigió el chorro a la cabeza. El hombretón se recuperó casi enseguida.
—¡Qué suerte! ¡Qué suerte! —murmuró, secándose.
Al ver que Montalbano lo miraba con expresión inquisitiva, el director se lo explicó, confirmando la suposición del comisario:
—El grupo japonés está afuera.
Antes de que llegaran el juez Tommaseo, el doctor Pasquano, el nuevo jefe de la Brigada Móvil y los de la Científica, Montalbano se tuvo que cambiar de traje y de camisa, cediendo a la insistencia del director, que quiso prestarle su ropa. Las prendas del director le estaban tan grandes que, con las manos perdidas en el interior de las mangas y los pantalones arrugados como un acordeón sobre los zapatos, parecía el célebre enano Bagonghi. Y eso lo ponía de mucho peor humor que el hecho de tener que contarles a todos, empezando cada vez por el principio, los detalles del descubrimiento del homicida y de su suicidio. Entre preguntas y respuestas, entre observaciones y aclaraciones, entre los síes y los quizás, los peros y los sin embargo, sólo pudo regresar a la comisaría de Vigàta hacia las ocho y media de la noche.
—¿Te has encogido? —le preguntó Mimì al verlo.
Sólo por un pelo consiguió esquivar el tortazo de Montalbano, que le habría partido la nariz.
No fue necesario que dijera «¡todos!», pues todos se presentaron espontáneamente. El comisario les dio la satisfacción que se merecían: les explicó con pelos y señales el origen de sus sospechas sobre Serravalle hasta llegar a la trágica conclusión. El comentario más inteligente corrió a cargo de Mimì Augello.
—Menos mal que se ha pegado un tiro. Habría sido muy difícil meterlo en la cárcel sin una prueba concreta. Un buen abogado lo habría sacado enseguida.
—¡Pero se ha suicidado! —dijo Fazio.
—Y eso ¿qué quiere decir? —replicó Mimì—. Puede que en el caso del pobre Maurizio Di Blasi haya sido así. ¿Quién os dice a vosotros que no salió de la cueva con el zapato en la mano con la esperanza de que los otros, tal como efectivamente ocurrió, le dispararan confundiéndolo con un arma de fuego?
—Perdón, comisario, pero ¿por qué decía a gritos que quería que lo castigaran? —preguntó Germanà.
—Porque había presenciado el homicidio y no había logrado impedirlo —terminó diciendo Montalbano.
Mientras sus hombres abandonaban el despacho, recordó una cosa que, como no la hiciera enseguida, era capaz de olvidarse por completo de ella al día siguiente.
—Gallo, ven aquí. Mira, tienes que bajar a nuestro garaje, toma todos los papeles que hay dentro del Twingo y tráemelos. Habla con nuestro mecánico y dile que nos haga un presupuesto para su reparación. Después, si él quiere encargarse de venderlo de segunda mano, que lo haga.
—Dottore, ¿me puede prestar atención sólo un minuto?
—Entra, Catarè.
Catarella, colorado como un tomate, parecía turbado y contento.
—¿Qué te ocurre? Habla.
—Me han dado las notas de la primera semana, dottore. El cursillo de informática es de lunes a viernes. Se las quería enseñar.
Era una hoja de papel doblada por la mitad. Le habían puesto «sobresaliente» en todo y, bajo el epígrafe de «Observaciones», figuraba escrito lo siguiente: «es el primero de su curso».
—¡Bravo, Catarella! ¡Eres la bandera de nuestra comisaría!
Poco faltó para que a Catarella se le saltaran las lágrimas.
—¿Cuántos son?
Catarella empezó a contar con los dedos:
—Amato, Amoroso, Basile, Bennato, Bonura, Catarella, Cimino, Farinella, Filippone, Lo Dato, Scimeca y Zicari. Somos doce, dottore. Si hubiera tenido a mano el ordenador, la cuenta me habría resultado más fácil.
El comisario se sujetó la cabeza con las manos.
¿Tendría futuro la humanidad?
Gallo regresó de su visita al Twingo.
—He hablado con el mecánico. Acepta encargarse de la venta. En la guantera he encontrado el permiso de circulación y un mapa de carreteras.
Depositó todo sobre el escritorio del comisario, pero no se retiró. Se sentía más incómodo que Catarella.
—¿Qué te pasa?
Sin contestar, Gallo le ofreció un pequeño rectángulo de papel.
—Lo he encontrado debajo del asiento del copiloto.
Era una tarjeta de embarque para el vuelo Roma-Palermo, el que aterrizaba en el aeropuerto de Punta Ràisi a las diez de la noche. El día indicado en la matriz era el miércoles de la semana anterior y el nombre del pasajero era G. Spina. ¿Por qué, se preguntó Montalbano, el que utiliza un nombre falso casi siempre mantiene las iniciales del auténtico? Guido Serravalle había perdido la tarjeta de embarque en el automóvil de Michela. Tras cometer el homicidio, no había tenido tiempo de buscarla y creía tenerla todavía en el bolsillo. De ahí que, al hablar de ella, hubiera negado su existencia e incluso aludido a la posibilidad de que el nombre del pasajero no fuera el auténtico. Pero ahora, con la matriz en la mano, se habría podido averiguar, aunque con mucha dificultad, el nombre de la persona que había viajado verdaderamente en aquel avión. Sólo entonces se dio cuenta de que Gallo se encontraba todavía de pie delante de su escritorio con la cara muy seria. Este dijo como si le faltara la voz:
—Si hubiéramos mirado antes dentro del coche…
Ya. Si hubieran registrado el Twingo al día siguiente del descubrimiento del cadáver, la investigación habría seguido el camino adecuado, Maurizio Di Blasi aún estaría vivo y el verdadero asesino se encontraría en la cárcel. Si…
Todo había sido desde el principio una confusión tras otra. Maurizio había sido confundido con un asesino, el zapato había sido confundido con un arma de fuego, un violín había sido confundido con otro y este con un tercero, Serravalle quería que lo confundieran con Spina… Tras dejar atrás el puente, detuvo el vehículo, pero no bajó. Había luz en casa de Anna, adivinaba que ella estaba esperándolo. Encendió un cigarrillo, pero al llegar a la mitad lo arrojó por la ventanilla, volvió a ponerse en marcha y se fue.
No convenía añadir otra confusión a la lista.
Entró en su casa, se quitó la ropa que lo convertía en el enano Bagonghi, abrió el frigorífico, tomó unas diez aceitunas y se cortó una tajada de queso caciocavallo.
Fue a sentarse en la galería. La noche era luminosa y el movimiento del oleaje era muy lento. No quiso perder ni un minuto más. Se levantó y marcó el número.
—¿Livia? Soy yo. Te quiero.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Livia, alarmada.
A lo largo de todo el tiempo que llevaban juntos, Montalbano le había dicho que la quería sólo en los momentos difíciles y decididamente peligrosos.
—Nada. Mañana por la mañana tengo cosas que hacer, tengo que escribir un largo informe para el jefe superior. Si no surge ningún imprevisto, por la tarde tomo un avión y me planto allí.
—Te espero —dijo Livia.