Quince

—¿Qué pudo ser tan importante? —volvió a preguntarse el comisario tras haberse despedido de su amiga.

Si no era amor o sexo, y a juicio de Anna semejante hipótesis se tenía que descartar rotundamente, no quedaba más que el dinero. Durante la construcción del chalet, Michela debía de haber manejado dinero en cantidad. ¿Y si la clave estuviera allí? Pero enseguida le pareció una suposición muy frágil, un hilo de telaraña. Sin embargo, su deber era buscar de todos modos.

—¿Anna? Soy Salvo.

—¿El compromiso se ha ido al garete? ¿Puedes venir?

La voz de la muchacha denotaba ansia y alegría y el comisario no quiso que la empañara el timbre de la decepción.

—No está dicho que no lo consiga.

—A la hora que quieras.

—De acuerdo. Te quería preguntar una cosa. ¿Sabes si Michela tenía abierta una cuenta corriente en Vigàta?

—Sí, le resultaba más cómodo para efectuar los pagos. La tenía en la Banca Popolare. Pero no sé cuánto dinero había.

Demasiado tarde para acercarse al Banco. Había guardado en un cajón todos los papeles encontrados en la habitación del Jolly, seleccionó las decenas y decenas de facturas y el cuadernito con el resumen de los gastos y volvió a guardar la agenda y los restantes papeles en el cajón. Sería un trabajo muy largo, aburrido y absolutamente inútil en un noventa por ciento. Y, además, él con los números era una calamidad.

Examinó cuidadosamente todas las facturas. A pesar de lo poco que entendía de aquellas cosas, a primera vista las cantidades no le parecieron hinchadas artificialmente, pues los precios anotados coincidían con los del mercado e incluso en algunos casos eran ligeramente más bajos; por lo visto, Michela sabía contratar y ahorrar. Nada, un trabajo inútil, tal como ya había imaginado. De pronto y por casualidad observó una discrepancia entre el importe de la factura y la transcripción resumida que Michela había hecho en el cuadernito: en este, la factura se había aumentado en cinco millones de liras. ¿Cómo era posible que Michela, siempre tan ordenada y meticulosa, hubiera cometido un error tan evidente? Volvió a empezar por el principio, armándose de paciencia. Al final, llegó a la conclusión de que la diferencia entre el dinero realmente gastado y el indicado en el cuadernito era de ciento quince millones de liras.

Por consiguiente, el error se tenía que descartar, pero si no se trataba de un error, la cosa no tenía sentido, ya que habría significado que Michela se sisaba a sí misma. A no ser que…

—¿El doctor Licalzi? Soy el comisario Montalbano. Disculpe que lo llame a casa después del trabajo.

—Pues, sí. He tenido un día muy agitado.

—Quisiera saber una cosa acerca de las relaciones… me explicaré mejor: ¿ustedes tenían una cuenta conjunta?

—Comisario, ¿usted no había sido…?

—¿Apartado de la investigación? Sí, pero después todo ha vuelto a ser como antes.

—No, no teníamos una cuenta conjunta. Michela la suya y yo la mía.

—La señora no tenía ingresos propios, ¿verdad?

—No. Lo hacíamos de la siguiente manera: cada seis meses yo transfería una cierta cantidad de mi cuenta a la suya. En caso de que hubiera algún gasto extraordinario, ella me lo decía y yo tomaba las medidas pertinentes.

—Comprendo. ¿Ella le mostró alguna vez las facturas correspondientes al chalet?

—No, y por otra parte, el asunto no me interesaba. De todos modos, ella iba anotando los gastos en un cuadernito. De vez en cuando, quería que yo les echara un vistazo.

—Doctor, le agradezco que…

—¿Ya lo ha resuelto?

¿Qué era lo que tenía que resolver? Montalbano no supo qué contestar.

—El asunto del Twingo —le aclaró el médico.

—Ah, ya está arreglado.

Por teléfono era fácil decir mentiras. Se despidieron y quedaron citados para el viernes por la mañana en que se celebraría el funeral.

Ahora todo tenía más sentido. La señora sisaba en las cantidades que le pedía al marido para la construcción del chalet.

Una vez destruidas las facturas (Michela se habría encargado indudablemente de hacerlo si no hubiera muerto) sólo habrían podido dar fe de los gastos las cantidades anotadas en el cuadernito. De esta manera, ciento quince millones de liras habrían pasado a convertirse en dinero negro, del que la señora habría podido disponer a su antojo.

¿Pero por qué razón necesitaba aquel dinero? ¿Acaso la estaban sometiendo a chantaje? Y, en caso de que lo hicieran, ¿qué tenía que ocultar Michela Licalzi?

A la mañana siguiente, cuando ya estaba a punto de subir al coche para dirigirse a su despacho, sonó el teléfono. Por un instante, estuvo tentado de no contestar; una llamada a aquella hora significaba con toda certeza algo de la comisaría, una lata, un engorro.

Pero después venció el poder que el teléfono ejerce sobre los hombres.

—¿Salvo?

Reconoció de inmediato la voz de Livia y sintió que las piernas se le aflojaban como si fueran de requesón.

—¡Livia! ¡Por fin! ¿Dónde estás?

—En Montelusa.

¿Qué estaba haciendo en Montelusa? ¿Cuándo había llegado?

—Voy a buscarte. ¿Estás en la estación?

—No. Si me esperas, dentro de media hora como máximo estoy en Marinella.

—Te espero.

¿Qué ocurría? ¿Qué demonios estaba ocurriendo? Llamó a la comisaría.

—No me paséis ninguna llamada a casa.

En media hora, se bebió cuatro tazas de café. Volvió a poner la cafetera sobre el fuego. Después oyó el ruido de un automóvil que se acercaba y se detenía. Debía de ser el taxi de Livia. Abrió la puerta. No era un taxi sino el coche de Mimì Augello. Livia bajó, el vehículo describió una curva y se alejó.

Montalbano empezó a comprender.

Desaliñada, despeinada, con ojeras y los ojos hinchados por el llanto. Pero por encima de todo, ¿cómo se las había arreglado para convertirse en un ser tan menudo y tan frágil? Un gorrión desplumado. Montalbano se sintió invadido por la ternura y la emoción.

—Ven —le dijo. Tomándola de la mano, la guio hacia la casa y la hizo sentar en el comedor. La vio estremecerse—. ¿Tienes frío?

—Sí.

Se dirigió al dormitorio, tomó una de sus chaquetas y se la puso sobre los hombros.

—¿Te apetece un café?

—Sí.

Lo acababa de hacer y se lo sirvió hirviendo. Livia se lo bebió como si fuera un café frío.

Ahora estaban sentados en el banco de la galería. Livia había insistido en salir. El día era tan apacible que parecía de fantasía, no soplaba viento y las olas eran muy suaves. Livia contempló largo rato el mar en silencio y después apoyó la cabeza en el hombro de Salvo y rompió a llorar sin sollozos. Las lágrimas rodaban por su rostro y caían sobre la mesita. Montalbano tomó su mano y ella se la cedió, exánime. El comisario necesitaba desesperadamente encender un cigarrillo, pero no lo hizo.

* * *

—He ido a ver a François —dijo de repente Livia.

—Ya me he dado cuenta.

—No quise avisar a Franca. Tomé un avión y un taxi y les caí encima de golpe. Apenas me vio, François se arrojó en mis brazos. Se alegró mucho de verme. Y yo me alegré de abrazarlo y me puse furiosa con Franca y con su marido y, sobre todo, contigo. Me convencí de que todo era tal como yo sospechaba: tú y ellos se habían puesto de acuerdo para arrebatármelo. Y empecé a insultarlos y a despotricar contra ellos. De repente, mientras ellos intentaban calmarme, me di cuenta de que François ya no estaba a mi lado. Sospeché que lo habían escondido y encerrado bajo llave en un cuarto, y me puse a gritar. Tanto grité que acudieron todos, los niños de Franca, Aldo y los tres trabajadores. Se preguntaron los unos a los otros y nadie había visto a François. Preocupados, salieron de la casa llamándolo. Yo me quedé sola, llorando. De pronto, oí una voz: «Livia, estoy aquí». Era él. Se había escondido en algún lugar de la casa mientras los demás lo buscaban fuera. ¿Ves cómo es? Listo y tremendamente inteligente.

Rompió de nuevo a llorar. Llevaba demasiado tiempo conteniendo las lágrimas.

—Descansa. Échate un momento. Lo demás me lo contarás después —dijo Montalbano, que no podía soportar el dolor de Livia y a duras penas conseguía reprimir el impulso de abrazarla, sabiendo que habría sido un gesto en vano.

—Tengo que irme —dijo Livia—. El avión sale de Palermo a las dos de la tarde.

—Te acompaño.

—No, ya me he puesto de acuerdo con Mimì. Dentro de una hora pasará a recogerme.

«En cuanto Mimì se presente en el despacho», pensó el comisario, «le pongo el culo como un tomate».

—Él me ha convencido de que viniera a verte, yo me quería ir ayer.

¿Ahora resultaría que, encima, tendría que darle las gracias a Mimì?

—¿No querías verme?

—Trata de comprender, Salvo. Necesito estar sola, ordenar las ideas, llegar a ciertas conclusiones. Para mí ha sido tremendo.

El comisario sintió curiosidad por saber.

—Pues entonces, dime qué ocurrió después.

—En cuanto lo vi entrar en la habitación, me acerqué instintivamente a él. Se asustó.

Montalbano se imaginó la escena que él mismo había vivido unos días atrás.

—Me miró directamente a los ojos y me dijo:

»—Yo te quiero mucho, pero no quiero dejar esta casa ni a mis hermanos.

»Me quedé inmóvil, como petrificada. Él añadió:

»—Si me llevas contigo, me escaparé y no me volverás a ver.

»Después salió de la casa gritando: “Estoy aquí, estoy aquí”.

»Experimenté una sensación de vértigo y, de pronto, me vi tumbada en una cama con Franca a mi lado. ¡Dios mío, qué crueles saben ser a veces los niños!

Y lo que nosotros le queríamos hacer a él, ¿no te parece una crueldad?, se preguntó Montalbano.

—Me sentía muy débil, traté de levantarme, pero me volví a desmayar. Franca no quiso que me fuera, avisó a un médico y no se apartó de mi lado. He dormido en su casa. ¡Es un decir! Me he pasado toda la noche sentada en una silla junto a la ventana. Por la mañana ha llegado Mimì. Lo había llamado su hermana. Mimì ha sido más que un hermano. Se las arregló para que yo no volviera a ver a François, me acompañó afuera y me hizo recorrer media Sicilia. Después me ha convencido de que viniera aquí, aunque sólo fuera por una hora.

»—Vosotros dos tenéis que hablar y daros explicaciones —me ha dicho.

»Anoche llegamos a Montelusa y me acompañó al hotel Della Valle. Esta mañana fue a recogerme para acompañarme aquí. Mi maleta está en su coche.

—No creo que haya mucho que explicar —dijo Montalbano.

La explicación sólo habría sido posible si Livia, tras haber reconocido que se había equivocado, hubiera tenido una palabra, sólo una, de comprensión hacia sus sentimientos. ¿O acaso creía que él, Salvo, no había sentido nada al ver que había perdido a François para siempre? Livia no dejaba ninguna puerta abierta, estaba encerrada en su dolor, sólo veía su egoísta desesperación. ¿Y él? Hasta que no se demostrara lo contrario, ¿acaso no formaban una pareja fundada en el amor e incluso en el sexo, pero sobre todo en una relación de comprensión recíproca que a veces había rozado los límites de la complicidad? Una palabra de más en aquellos momentos habría podido provocar una ruptura irremediable. Montalbano se tragó el resentimiento.

—¿Qué piensas hacer? —preguntó.

—¿En… lo del niño?

Ya no conseguía pronunciar el nombre de François.

—Sí.

—No me opondré.

Se levantó de golpe, echó a correr hacia el mar, gimiendo muy quedo como un animal herido de muerte. Después ya no pudo más y se desplomó boca abajo sobre la arena. Montalbano la tomó en brazos, la llevó a la casa, la tendió en la cama y, con una toalla húmeda, le limpió suavemente la arena del rostro.

Cuando oyó el claxon de Mimì Augello, ayudó a Livia a levantarse y le alisó el vestido. Ella se lo permitió, manteniendo una actitud totalmente pasiva. La rodeó por la cintura y la acompañó fuera. Mimì no bajó del coche, sabía que no era prudente acercarse demasiado a su jefe, habría podido morderlo. Mantenía los ojos fijos hacia adelante para no cruzarlos con los del comisario. Un momento antes de subir al vehículo, Livia volvió ligeramente la cabeza y besó a Montalbano en la mejilla. El comisario entró en la casa, se dirigió al cuarto de baño y, vestido tal como estaba, se metió bajo la ducha y abrió el grifo al máximo. Después se tragó dos pastillas de un somnífero que no tomaba jamás, las regó con un vaso de whisky y se arrojó sobre la cama, a la espera del mazazo que lo iba a dejar inevitablemente fuera de combate.

Se despertó a las cinco de la tarde, le dolía un poco la cabeza y experimentaba una sensación de náusea.

—¿Está Augello? —preguntó al entrar en la comisaría.

Mimì entró en el despacho de Montalbano y cerró prudentemente la puerta a su espalda. Su aspecto era de resignación.

—Pero si vas a ponerte a gritar tal como tienes por costumbre —dijo—, quizá será mejor que salgamos del despacho.

El comisario se levantó de su sillón, se acercó a él hasta encontrarse cara a cara y le rodeó el cuello con su brazo.

—Eres un verdadero amigo, Mimì. Pero te aconsejo que salgas de inmediato de esta oficina. Si lo pienso un poco, soy capaz de emprenderla a puntapiés contigo.

Dottore? Llama la señora Clementina Vasile Cozzo. ¿Se la paso?

—¿Quién eres tú?

Era imposible que fuera Catarella.

—¿Cómo que quién soy? Yo.

—Y tú, ¿cómo coño te llamas?

—¡Soy Catarella, dottori! ¡Yo personalmente en persona!

¡Menos mal! La fulmínea búsqueda de identidad había resucitado al antiguo Catarella, no a aquel que el ordenador estaba inexorablemente transformando.

—¡Comisario! ¿Qué ha ocurrido? ¿Estamos enojados?

—Puede creerme, señora, he tenido unos días…

—Perdonado, perdonado. ¿Podría pasar por mi casa? Tengo algo que enseñarle.

—¿Ahora?

—Ahora.

La señora Clementina lo hizo pasar al comedor y apagó el televisor.

—Eche un vistazo a eso. Es el programa del concierto de mañana que el maestro Cataldo Barbera me ha hecho llegar hace poco.

Montalbano tomó la hoja arrancada de un cuaderno cuadriculado que la señora le ofrecía. ¿Para eso lo había llamado con tanto apremio?

El texto escrito a lápiz decía: «Viernes, 09:30. Concierto en memoria de Michela Licalzi».

Montalbano experimentó un sobresalto.

—Por eso le he pedido que viniera —dijo la señora Vasile Cozzo, leyéndole la pregunta en los ojos.

El comisario volvió a estudiar la hoja.

«Programa: G. Tartini, Variaciones sobre un tema de Corelli; J. S. Bach, Largo; G. B. Viotti, del Concierto 24 en mi menor».

Le devolvió la hoja a la señora.

—Usted, señora, ¿sabía que ambos se conocían?

—Jamás lo supe. Y me pregunto cómo debieron de hacerlo, puesto que el maestro no sale nunca de casa. En cuanto leí la hojita, pensé que podría interesarle.

—Iré ahora mismo al piso de arriba y hablaré con él.

—Perderá el tiempo, no querrá recibirlo. Son las seis y media, a esta hora ya está en la cama.

—¿Qué hace, mira la televisión?

—No tiene televisor y no lee los periódicos. Se duerme y se despierta hacia las dos de la madrugada. Yo le pregunté a la asistenta si sabía por qué razón el maestro seguía unos horarios tan raros. Me contestó que no lo entendía. Pero yo, a fuerza de pensarlo, he llegado a una explicación verosímil.

—¿Cuál?

—Creo que, obrando de esta manera, el maestro borra un período de tiempo concreto, anula y se salta las horas en las que solía dar conciertos. Si se las pasa durmiendo, no las recuerda.

—Comprendo. Pero yo no puedo dejar de hablar con él acerca de esta cuestión.

—Inténtelo mañana por la mañana, después del concierto.

Se oyó un portazo en el piso de arriba.

—¿Lo ve? —dijo la señora Vasile Cozzo—, es la asistenta que se va a casa.

El comisario hizo ademán de dirigirse a la puerta.

—Tenga en cuenta, comisario, que, más que una asistenta, es una especie de ama de llaves —le advirtió la señora Clementina.

Montalbano abrió la puerta. Una mujer de sesenta y tantos años, vestida con mucha seriedad, que estaba bajando los últimos peldaños del tramo de escalera lo saludó con una inclinación de la cabeza.

—Señora, soy el comisario…

—Lo conozco.

—Usted se va a su casa y no quiero hacerle perder el tiempo. ¿El maestro y la señora Licalzi se conocían?

—Sí. Desde hacía unos dos meses. La señora quiso presentarse por su cuenta al maestro, el cual se alegró muchísimo, pues le gustan las mujeres guapas. Se pusieron a conversar animadamente, yo les serví café, se lo tomaron y después se encerraron en el estudio del que no sale ningún ruido.

—¿Está insonorizado?

—Sí, señor. De esta manera, no molesta a los vecinos.

—¿La señora regresó otras veces?

—No, estando yo.

—Y usted, ¿cuándo está?

—¿No lo ve? Me voy por la tarde.

—Tengo una curiosidad. Si el maestro no tiene televisor y no lee los periódicos, ¿cómo se enteró del homicidio?

—Se lo he dicho yo por casualidad esta tarde. En la calle he visto el anuncio de la ceremonia de mañana.

—Y el maestro, ¿cómo ha reaccionado?

—Muy mal. Me ha pedido las píldoras para el corazón y se ha puesto muy pálido. ¡El susto que me he llevado! ¿Alguna otra cosa?