Trece

Dottore? Galluzzo está al teléfono. Quiere hablar personalmente con usted. ¿Qué hago, dottore? ¿Se lo paso?

Era sin la menor duda Catarella, que estaba trabajando en el turno de tarde, pero ¿por qué razón lo había llamado dos veces seguidas dottore y no dottori a la siciliana como de costumbre?

—Muy bien, pásamelo. Dime, Galluzzo.

—Comisario, ha llamado un hombre a Televigàta tras la aparición en pantalla de las fotografías emparejadas de la señora Licalzi y de Di Blasi, tal como usted quería. Este señor está completamente seguro de haber visto a la señora en compañía de un hombre sobre las once y media de la noche, pero el hombre no era Maurizio Di Blasi. Dice que estuvieron en su bar, situado poco antes de llegar a Montelusa.

—¿Está seguro de haberlos visto el miércoles por la noche?

—Segurísimo. Me ha explicado que el lunes y el martes no estuvo en el bar porque se encontraba ausente y que el bar cierra los jueves. Ha dejado su nombre y dirección. ¿Qué hago, vuelvo?

—No, quédate ahí hasta después del telediario de las ocho. Es posible que aparezca alguien más.

La puerta se abrió de golpe, la hoja golpeó contra la pared y el comisario experimentó un sobresalto.

—¿Da usted su permiso? —preguntó un sonriente Catarella.

No cabía duda de que Catarella tenía una relación problemática con las puertas. Ante la inocente expresión de su rostro, Montalbano reprimió el acceso de furia que lo había asaltado.

—Pasa, ¿qué ocurre?

—Acaban de entregar este paquete y esta carta para usted personalmente.

—¿Qué tal va el curso de informaticia?

—Bien, dottore. Pero se llama informática, dottore.

Montalbano contempló con asombro a su subordinado mientras este se retiraba. Le estaban corrompiendo a Catarella.

En el interior del sobre había unas pocas líneas escritas a máquina y sin firmar:

«ESTA ES SÓLO LA ÚLTIMA PARTE. ESPERO QUE SEA DE SU AGRADO. SI LE INTERESA EL VÍDEO ENTERO, LLÁMEME CUANDO QUIERA».

Montalbano palpó el paquete. Una cinta de vídeo.

Puesto que su automóvil lo tenían Fazio y Giallombardo, llamó a Gallo para que lo acompañara con el coche de servicio.

—¿Adónde vamos?

—A la redacción de Retelibera en Montelusa. Y no corras, por lo que más quieras, no hagamos la segunda edición del jueves pasado.

A Gallo se le ensombreció el rostro.

—¡Bueno, por una vez que me ocurre, usted empieza a dar la lata en cuanto sube al coche!

Efectuaron el recorrido en silencio.

—¿Lo espero? —preguntó Gallo cuando llegaron.

—Sí, no tardaré mucho.

Nicolò Zito lo hizo pasar a su despacho; estaba nervioso.

—¿Cómo ha ido con Tommaseo?

—¿Cómo quieres que haya ido? Me ha pegado una bronca descomunal, un rapapolvo de padre y muy señor mío. Quería que le facilitara los nombres de los testigos.

—Y tú, ¿qué has hecho?

—He invocado la Quinta Enmienda.

—Vamos, hombre, no hagas el idiota, aquí, en Italia, no la tenemos.

—¡Por suerte! Porque en los Estados Unidos a todos los que han invocado la Quinta Enmienda les han dado siempre por el culo.

—Dime cómo ha reaccionado al oír el nombre de Guttadauro; eso le tiene que haber hecho efecto.

—Se ha desconcertado y me ha parecido que estaba preocupado. En cualquier caso, me ha hecho una advertencia formal. La próxima vez me encierra en chirona sin contemplaciones.

—Esto es lo que me interesaba.

—¿Que me encerrara en chirona sin contemplaciones?

—No, cabrón. Que supiera que están mezclados en el asunto el abogado Guttadauro y aquellos a quienes este representa.

—¿Qué hará Tommaseo en tu opinión?

—Se lo dirá al jefe superior. Habrá comprendido que, a lo mejor, también está atrapado en la red y tratará de escabullirse. Oye, Nicolò, necesito ver esta cinta.

Se la ofreció, Nicolò la tomó y la introdujo en su vídeo. Apareció una panorámica de unos hombres en el campo cuyos rostros no se distinguían. Dos personas en bata blanca estaban colocando un cuerpo en una camilla. En sobreimpresión en la parte inferior se destacaba con toda claridad la inscripción MONDAY 14.4.97. El que estaba grabando la escena efectuó un zooming; ahora se veía a Panzacchi y al doctor Pasquano, conversando. El sonido no se oía. Ambos se estrecharon la mano y el médico desapareció del campo visual. La imagen se amplió hasta incluir a los seis agentes de la Brigada Móvil alrededor de su jefe. Panzacchi les dijo algo y todos desaparecieron del campo visual. Final del programa.

—¡Coño! —exclamó en voz baja Zito.

—Hazme una copia.

—Aquí no puedo hacerla, tengo que ir a dirección.

—Bueno, pero ten cuidado: que nadie lo vea.

Sacó del cajón de Nicolò una hoja de papel y un sobre sin membrete y se sentó ante la máquina de escribir.

«HE MIRADO LA MUESTRA. NO INTERESA. HAGA CON ELLA LO QUE QUIERA. PERO LE ACONSEJO SU DESTRUCCIÓN O UN USO MUY RESERVADO».

No firmó y no escribió la dirección que había averiguado a través de la guía telefónica.

Regresó Zito y le entregó dos cintas.

—Esta es la original y esta es la copia. No ha salido muy bien, ¿sabes?, hacer una copia de una copia…

—No es para participar en el festival de Venecia. Dame un sobre grande acolchado.

Se guardó la copia en el bolsillo e introdujo la carta y la cinta original en el sobre acolchado. En este tampoco anotó la dirección.

Gallo estaba leyendo La Gazzetta dello Sport en el interior del vehículo.

—¿Sabes dónde queda via Xerri? En el número 18 está el despacho del abogado Guttadauro. Déjale este sobre y vuelve a recogerme.

Fazio y Giallombardo regresaron a la comisaría pasadas las nueve.

—¡Ah, comisario, ha sido una comedia y también una tragedia! —dijo Fazio.

—¿Qué ha dicho?

—Primero habló, pero después no —dijo Giallombardo.

—Cuando le mostramos el estuche —continuó Fazio—, no entendió lo que ocurría. Dijo: ¿qué es eso, una broma? ¿Es una broma? Cuando Giallombardo le explicó que habían encontrado el estuche en Raffadali, se le empezó a alterar la cara y se le puso cada vez más amarilla.

—Después, al ver las armas —intervino Giallombardo, que también quería interpretar su papel—, se desmayó y temimos que sufriera un ataque dentro del coche.

—Temblaba como si tuviera paludismo. Después se incorporó de golpe, me pasó por encima y escapó corriendo —dijo Fazio.

—Corría como una liebre herida, moviéndose en zigzag —terminó diciendo Giallombardo.

—¿Y ahora qué? —preguntó Fazio.

—Hemos disparado y ahora esperamos el eco. Gracias por todo.

—Nos hemos limitado a cumplir con nuestro deber —replicó secamente Fazio. Después preguntó—: ¿Dónde ponemos el estuche? ¿En la caja fuerte?

—Sí —contestó Montalbano.

En su despacho Fazio tenía una caja fuerte de considerable tamaño. No servía para guardar documentos sino drogas y armas decomisadas antes de su traslado a Montelusa.

El cansancio lo sorprendió a traición, los cuarenta y seis lo esperaban a la vuelta de la esquina. Le dijo a Catarella que se iba a casa y que no tuviera reparo en pasarle las posibles llamadas. Más allá del puente se detuvo, bajó y se acercó al chalecito de Anna. ¿Y si ella estuviera con alguien? Lo probó.

Anna le salió al encuentro.

—Pasa, pasa.

—¿Hay alguien?

—No, nadie.

Lo hizo sentar en el sofá frente al televisor, bajó el volumen, se retiró y regresó con dos vasos, uno de whisky para el comisario y uno de vino blanco para ella.

—¿Has comido?

—No —contestó Anna.

—¿Es que tú no comes nunca?

—Ya lo he hecho al mediodía.

Anna se sentó a su lado.

—No te me acerques demasiado que apesto —dijo Montalbano.

—¿Has tenido una tarde movida?

—Bastante.

Anna extendió un brazo sobre el respaldo, Montalbano echó la cabeza hacia atrás y apoyó la nuca en él. Cerró los ojos. Por suerte, había posado el vaso sobre la mesita auxiliar, pues, de repente, se quedó tan profundamente dormido como si hubieran echado opio en el whisky. Se despertó media hora más tarde con un sobresalto, miró sorprendido a su alrededor, comprendió y se sintió avergonzado.

—Te pido perdón.

—Menos mal que te has despertado, se me había dormido el brazo.

El comisario se levantó.

—Tengo que irme.

—Te acompaño.

Junto a la puerta y con la mayor naturalidad, Anna posó suavemente los labios en los de Montalbano.

—Que descanses, Salvo.

Se dio una ducha muy larga, se cambió la ropa interior y exterior y llamó a Livia. El teléfono sonó un buen rato hasta que la comunicación se interrumpió automáticamente. ¿Qué estaba haciendo aquella santa mujer? ¿Revolcándose en el dolor por lo que estaba ocurriendo con François? Ya era demasiado tarde para llamar a su amiga en busca de noticias. Se sentó en la galería y, al poco rato, tomó la decisión de que, como no localizara a Livia en el transcurso de las cuarenta y ocho horas siguientes, lo mandaba todo y a todos al cuerno, tomaba un avión con destino a Génova y se quedaría con ella por lo menos un día.

El timbre del teléfono lo indujo a abandonar corriendo la galería en la certeza de que era Livia la que finalmente lo llamaba.

—¿Oiga? ¿Hablo con el comisario Montalbano?

La voz ya la conocía, pero no recordaba a quién pertenecía.

—Sí. ¿Quién habla?

—Soy Ernesto Panzacchi.

El eco ya había llegado a su destino.

—Dime.

¿Se hablaban de tú o de usted? En aquel momento, no tenía importancia.

—Quisiera hablar contigo. Personalmente. ¿Voy a tu casa?

No lo entusiasmaba ver a Panzacchi en su casa.

—Voy yo a la tuya. ¿Dónde vives?

—En el hotel Pirandello.

—Voy enseguida.

La habitación de hotel de Panzacchi era tan espaciosa como un salón. Contenía, aparte de la cama de matrimonio y un armario, dos butacas, una mesa grande con un televisor y un vídeo encima, y un mueble bar.

—Mi familia aún no ha podido hacer el traslado.

«Menos mal que se ahorra la molestia de trasladarse y volverse a trasladar», pensó el comisario.

—Perdona, tengo que ir a mear.

—Tranquilo, que no hay nadie en el cuarto de baño.

—Pero es que yo tengo que ir a mear de verdad.

De una serpiente como Panzacchi no se podía uno fiar ni un pelo. Cuando regresó del cuarto de baño, Panzacchi lo invitó a sentarse en una butaca. El jefe de la Móvil era un hombre rechoncho, pero elegante, de ojos muy claros y poblados bigotes a lo Gengis Kan.

—¿Qué te sirvo?

—Nada.

—¿Vamos directamente al grano? —preguntó Panzacchi.

—Como tú quieras.

—Bueno pues, esta tarde ha venido a verme un agente, un tal Culicchia, no sé si lo conoces.

—Personalmente no, pero sí de nombre.

—Estaba literalmente aterrorizado. Al parecer, dos hombres de tu comisaría lo han amenazado.

—¿Eso te ha dicho?

—Es lo que me ha parecido entender.

—Pues has entendido mal.

—Entonces, dime tú.

—Mira, ya es muy tarde y estoy cansado. He ido a la casa de Raffadali de los Di Blasi, he buscado y me ha costado muy poco encontrar un estuche con una granada de mano y una pistola en su interior. Ahora guardo ambas cosas en la caja fuerte.

—¡Por Dios bendito! ¡Tú no estabas autorizado a hacerlo! —dijo Panzacchi, levantándose.

—Te equivocas de camino —le dijo tranquilamente Montalbano.

—¡Estás ocultando unas pruebas!

—Te he dicho que te equivocas de camino. Si empezamos con las autorizaciones y el orden jerárquico, me levanto, me voy y te dejo en la mierda. Porque en la mierda ya estás metido.

Panzacchi titubeó un instante, sopesó los pros y los contras y se sentó. Lo había intentado y había perdido el primer asalto.

—Hasta me tendrías que dar las gracias —añadió el comisario.

—¿Por qué?

—Por haber hecho desaparecer el estuche de la casa. Tenía que servir para demostrar que Maurizio Di Blasi había sacado la granada de allí, ¿no es cierto? Sólo que los de la Científica no habrían encontrado en ella las huellas digitales de Di Blasi, ni siquiera pagándolas a precio de oro. ¿Y cómo habrías explicado tú este hecho? ¿Diciendo que Maurizio llevaba guantes? ¡Ya puedes imaginarte las carcajadas!

Panzacchi guardó silencio sin apartar sus ojos claros de los del comisario.

—¿Quieres que siga adelante? La culpa inicial, mejor dicho, tus culpas me importan un carajo, el error inicial lo cometiste al perseguir a Maurizio Di Blasi sin tener la certeza de que este fuera culpable. Pero tú querías llevar a cabo una «brillante» operación a toda costa. Después ocurrió lo que ocurrió y tú debiste de lanzar un suspiro de alivio. Fingiendo salvar a un agente tuyo que confundió un zapato con un arma de fuego, fraguaste la historia de la granada de mano y, para hacerla más verosímil, fuiste a colocar el estuche en la casa de los Di Blasi.

—Todo eso no son más que palabras. Si se lo cuentas al jefe superior, seguro que no te cree. Tú estás haciendo correr estas habladurías para ensuciarme, para vengarte del hecho de que te apartaran de la investigación y me la encomendaran a mí.

—Y lo de Culicchia, ¿cómo lo arreglas?

—Mañana por la mañana pasará a la Móvil conmigo. Pago el precio que ha pedido.

—¿Y si yo le entrego las armas al juez Tommaseo?

—Culicchia dirá que fuiste tú el que le pidió las llaves del depósito el otro día. Está dispuesto a jurarlo. Trata de comprenderlo: tiene que defenderse. Y yo le he aconsejado lo que tiene que hacer.

—Entonces, ¿he perdido la partida?

—Eso parece.

—¿Funciona este vídeo?

—Sí.

—¿Quieres poner esta cinta?

Se la había sacado del bolsillo y se la ofreció. Panzacchi obedeció sin hacer preguntas. Aparecieron las imágenes, el jefe de la Móvil las contempló hasta el final, rebobinó la cinta, extrajo el casete y se lo devolvió a Montalbano. Se sentó y encendió medio puro toscano.

—Esto es sólo la última parte, la cinta entera la guardo yo en la misma caja fuerte junto con las armas —mintió Montalbano.

—¿Cómo lo hiciste?

—No fui yo quien lo grabó. En las proximidades había dos personas que lo vieron y lo documentaron. Unos amigos del abogado Guttadauro a quien tú conoces muy bien.

—Eso es una mala jugada inesperada.

—Mucho peor de lo que te imaginas. Te encuentras atrapado entre ellos y mi persona.

—Perdona, sus motivos los comprendo muy bien, pero los tuyos no los tengo tan claros, si no actúas por venganza.

—Pues ahora procura comprenderme tú a mí: yo no puedo permitir de ninguna manera que el jefe de la Brigada Móvil de Montelusa se convierta en rehén de la mafia y en objeto de chantaje.

—Mira, Montalbano, yo quise proteger de verdad la buena fama de mis hombres. ¿Te imaginas lo que habría ocurrido si la prensa se hubiera enterado de que habíamos matado a un hombre que se defendía con un zapato?

—¿Y por eso metiste en el lío al ingeniero Di Blasi, que no tenía nada que ver con la historia?

—Con la historia, no, pero con mi plan, sí. Y, en cuanto a los posibles chantajes, me sé defender.

—Lo creo. Resistirás porque tienes bien cubiertas las espaldas, pero ¿cuánto tiempo resistirán los restantes seis que serán sometidos diariamente a presión? Bastará con que ceda uno de ellos para que todo aflore a la superficie. Voy a plantearte otra hipótesis muy probable: cansados de tus negativas, aquellos tipos son capaces de tomar la cinta y proyectarla públicamente o enviarla a un canal de televisión privada que dará una primicia informativa aun a riesgo de que alguien acabe en la cárcel. Y, en este último caso, puede que caiga incluso el jefe superior.

—¿Qué tengo que hacer?

Por un instante, Montalbano lo admiró: Panzacchi era un jugador despiadado y sin escrúpulos, pero cuando perdía, sabía perder.

—Tienes que advertirles, descargar el arma que sostienen en la mano. —No pudo evitar la tentación de decir una maldad de la que se arrepintió—. Esto no es un zapato. Habla de ello esta misma noche con el jefe superior. Buscad juntos una solución. Pero mucho cuidado, si antes de mañana al mediodía no os habéis movido, me muevo yo a mi manera.

* * *

«Me muevo yo a mi manera», una bonita frase, vagamente amenazadora. Pero ¿qué significaba en concreto? Si, por casualidad, el jefe de la Móvil consiguiera poner de su parte al jefe superior y este, a su vez, hiciera lo propio con el juez Tommaseo, él estaría jodido. ¿Pero cabía pensar que en Montelusa todos se hubieran vuelto deshonestos de golpe? Una cosa es la antipatía que pueda suscitar una persona y otra muy distinta su carácter y su integridad.

Llegó a Marinella lleno de dudas y de preguntas. ¿Había hecho bien, hablándole de aquella manera a Panzacchi? ¿Comprendería el jefe superior que no actuaba movido por el afán de vengarse? Marcó el número de Livia. Como de costumbre, no contestó nadie. Se acostó, pero tardó dos horas en cerrar los ojos.