Doce

—¿Qué desea? —le preguntó Pasquano apenas lo vio entrar en su estudio.

—Tengo que apelar a nuestra amistad —le advirtió Montalbano por adelantado.

—¿Amistad? ¿Nosotros dos somos amigos? ¿Salimos a cenar juntos? ¿Nos hacemos confidencias?

El doctor Pasquano era así y el comisario no se dejó impresionar por sus palabras. Lo único que necesitaba era encontrar la fórmula apropiada.

—Bueno, si no amistad, aprecio.

—Eso sí —reconoció Pasquano.

Había acertado. Ahora el camino sería más fácil.

—Doctor, ¿qué otras comprobaciones tiene que efectuar sobre Michela Licalzi? ¿Hay novedades?

—¿Qué novedades? Yo hice saber hace tiempo al juez y al jefe superior que, por mi parte, ya se podía entregar el cadáver al marido.

—Ah, ¿sí? Porque, verá, ha sido precisamente el marido el que me dijo que lo han llamado de Jefatura para comunicarle que el funeral sólo se podrá oficiar el viernes por la mañana.

—Cosas de ellos.

—Perdone que abuse de su paciencia, doctor. ¿Todo normal en el cuerpo de Maurizio Di Blasi?

—¿En qué sentido?

—Bueno, ¿cómo murió?

—Qué pregunta tan estúpida. Una ráfaga de ametralladora, por poco lo cortan por la mitad y lo convierten en un busto para colocarlo sobre una columna.

—¿El pie derecho?

El doctor Pasquano cerró los ojos, que eran muy pequeños.

—¿Por qué me pregunta precisamente por el pie derecho?

—Porque no creo que el izquierdo resulte interesante.

—Pues sí. Se había hecho daño, una torcedura o algo por el estilo, y no podía ponerse el zapato. Pero el daño se lo había hecho unos días antes de su muerte. Presentaba el rostro tumefacto a causa de un golpe.

Montalbano experimentó un sobresalto.

—¿Le habían pegado?

—No lo sé. O le propinaron un fuerte leñazo en la cara o se golpeó con algo. Pero no fueron los agentes. La contusión también se remontaba a algún tiempo atrás.

—¿Al momento en que se lastimó el pie?

—Más o menos, creo.

Montalbano se levantó y le tendió la mano.

—Le doy las gracias y ya no lo molesto más. Otra cosa, y termino. ¿A usted le avisaron enseguida?

El doctor Pasquano cerró con tal fuerza los ojos que pareció haberse quedado repentinamente dormido. Tardó un instante en contestar.

—¿Estas cosas usted las sueña por las noches? ¿Se las dicen las urracas? ¿Habla con los espíritus? No, al muchacho le dispararon a las seis de la mañana. Y me avisaron que fuera allí sobre las diez. Me dijeron que primero querían llevar a cabo el registro de la casa.

—Una última pregunta.

—Usted, con sus últimas preguntas, me va a llevar toda la noche.

—Tras haberle entregado el cadáver de Di Blasi, ¿alguien de la Móvil le pidió permiso para poder examinarlo a solas?

El doctor Pasquano se sorprendió.

—No. ¿Por qué habrían tenido que hacerlo?

Regresó a Retelibera, tenía que poner a Nicolò Zito al corriente de los acontecimientos. Estaba seguro de que el abogado Guttadauro ya se habría ido.

—¿Por qué has vuelto?

—Después te lo digo, Nicolò. ¿Qué tal anduvo con el abogado?

—He hecho lo que tú me has dicho. Le he aconsejado que fuera a hablar con el juez. Me ha contestado que lo pensaría. Pero después ha añadido una cosa muy curiosa que no tenía nada que ver. O que, por lo menos, eso parecía, vete tú a saber con esta gente. «¡Feliz usted que vive entre las imágenes! Hoy por hoy, lo que vale es la imagen, no la palabra». Eso ha dicho. ¿Qué significa?

—No lo sé. Oye, Nicolò, la granada la tienen.

—¡Dios mío! Entonces, ¡lo que ha dicho Guttadauro es falso!

—No, es cierto. Panzacchi es muy listo y se ha protegido con mucha habilidad. La Científica está examinando una granada que le ha entregado Panzacchi y en la cual figuran las huellas de Di Blasi.

—¡Virgen santa, la que hemos armado! ¡Panzacchi se ha curado en salud! ¿Y ahora qué le cuento yo a Tommaseo?

—Todo lo que habíamos acordado, pero procurando no mostrarte excesivamente escéptico acerca de la existencia de la bomba. ¿Entendido?

Para ir de Montelusa a Vigàta había también un camino abandonado que al comisario le encantaba. Lo tomó y, al llegar a la altura de un puentecito que cruzaba un torrente que desde hacía varios siglos ya no era tal sino tan sólo una hondonada llena de piedras y guijarros, bajó y se dirigió hacia un chaparral, en cuyo centro se levantaba un gigantesco olivo silvestre de esos torcidos y retorcidos que se arrastran por el terreno como serpientes antes de elevarse hacia el cielo. Se sentó en una rama, encendió un cigarrillo y se puso a pensar en los acontecimientos de la mañana.

—Mimì, entra, cierra la puerta y siéntate. Tienes que facilitarme unas informaciones.

—Listo.

—Si yo decomiso un arma de fuego, qué sé yo, un revólver, una ametralladora, ¿qué hago?

—Por regla general, la entregas a la persona que tienes más cerca.

—¿Esta mañana nos hemos despertado en plan de guasa?

—¿Quieres saber las disposiciones a este respecto? Las armas decomisadas se tienen que entregar de inmediato al correspondiente despacho de la Jefatura de Montelusa, donde se toma nota y posteriormente se guardan bajo llave en un pequeño depósito situado al otro lado de los despachos de la Científica, en el caso concreto de Montelusa. ¿Es suficiente?

—Sí. Mimì, voy a atreverme a hacer una reconstrucción. Si digo alguna tontería, interrúmpeme. Bueno, Panzacchi y sus hombres registran la vivienda rural del ingeniero Di Blasi. Observan que la puerta principal está cerrada con un grueso candado.

—¿Cómo lo sabes?

—Mimì, no te aproveches del permiso que te he dado. Un candado no es una tontería. Lo sé y sanseacabó. Pero creen que puede ser una simulación, que el ingeniero, tras haber proporcionado víveres a su hijo, lo encerró dentro para que pareciera que la casa estaba deshabitada. Su propósito era sacarlo de allí cuando pasara el alboroto, el follón del momento. De repente, uno de los hombres ve que Maurizio se está dirigiendo a su escondrijo. Rodean la cueva, Maurizio sale con un objeto de gran tamaño en la mano, un agente más nervioso que los demás cree que es un arma de fuego, dispara y lo mata. Cuando se dan cuenta de que el pobrecito sostenía en su mano el zapato derecho que no se podía poner porque se había lastimado el pie…

—¿Cómo lo sabes?

—Mimì, como sigas así, no te cuento la historia. Cuando se dan cuenta de que era un zapato, comprenden que están metidos en la mierda hasta el cuello. La brillante operación de Ernesto Panzacchi y de su cochina media docena de hombres corre el riesgo de acabar oliendo muy mal. Piensa que te piensa, la única solución es afirmar que Maurizio iba realmente armado. Muy bien. Pero ¿con qué? Aquí al jefe de la Móvil se le ocurre una ingeniosa salida: una granada de mano.

—¿Por qué no una pistola, que es más fácil?

—Tú no estás a la altura de Panzacchi, Mimì, resígnate. El jefe de la Móvil sabe que el ingeniero Di Blasi no tiene permiso de licencia de armas ni ha declarado estar en posesión de ningún arma. Sin embargo, un recuerdo de la guerra, a fuerza de verlo cada día, ya no se considera un arma. O se guarda en el desván y se olvida.

—¿Puedo hablar? En los años cuarenta el ingeniero Di Blasi debía de tener unos cinco años y la guerra la hacía con una pistola de juguete.

—¿Y su padre, Mimì? ¿Su tío? ¿Su primo? ¿Su abuelo? ¿Su tío abuelo? ¿Su…?

—Bueno, bueno.

—El problema consiste en encontrar una granada de mano que sea un vestigio bélico.

—En el depósito de Jefatura —dijo tranquilamente Mimì Augello.

—Exactamente. Y todo concuerda, pues al doctor Pasquano lo llaman cuatro horas después de la muerte de Maurizio.

—¿Cómo lo sabes? Bueno, perdona.

—¿Tú conoces al responsable de ese pequeño depósito?

—Sí, Y tú también. Nenè Lofàro. Durante algún tiempo prestó servicio aquí, con nosotros.

—¿Lofàro? Sí, lo recuerdo muy bien y no es una persona a la que alguien le pueda decir: dame la llave que tengo que sacar una granada de mano.

—Hay que saber cómo fueron las cosas.

—Ve a enterarte tú en Montelusa. Yo no puedo ir, me tienen vigilado.

—De acuerdo. Ya que estamos, Salvo, ¿podría tomarme el día libre mañana?

—¿Tienes alguna puta entre manos?

—No es una puta sino una amiga.

—Pero ¿no puedes estar con ella por la noche, cuando termines aquí?

—Sé que se va mañana por la tarde.

—¿Es una extranjera? Muy bien pues, felicidades. Pero primero tienes que aclarar esta historia de la granada de mano.

—Tranquilo. Hoy mismo después de comer me voy a Jefatura.

Le apetecía estar un poco con Anna, pero, tras pasar el puente, se fue directamente a casa.

En el buzón de la correspondencia encontró un sobre de gran tamaño que el cartero había doblado por la mitad para que entrara. No indicaba el remitente. Le había entrado apetito y abrió el frigorífico: pulpitos a la luciana y una salsa muy sencilla de tomate fresco. Por lo visto, su asistenta Adelina no había tenido tiempo o ganas de guisar. Mientras esperaba a que hirviera el agua de los espaguetis, abrió el sobre. Dentro había un catálogo en color de la Euroservice: vídeos porno para todos los gustos individuales o especiales. Lo rompió y lo arrojó al cubo de la basura. Comió y se dirigió al cuarto de baño. Entró y salió corriendo con los pantalones desabrochados como en una película de Jaimito. ¿Cómo era posible que no se le hubiera ocurrido antes? ¿Había sido necesario que recibiera el catálogo de vídeos porno? Buscó el número en la guía de Montelusa.

—¿El abogado Guttadauro? Soy el comisario Montalbano. ¿Estaba comiendo? ¿Sí? Le ruego me disculpe.

—Dígame, comisario.

—Un amigo, ya sabe usted cómo son estas cosas, hablando de esto y lo otro, me ha dicho que usted tiene una preciosa colección de vídeos filmados por usted mismo cuando sale a cazar.

Una pausa muy larga. El cerebro del abogado debía de estar trabajando vertiginosamente.

—Es cierto.

—¿Estaría dispuesto a mostrarme alguno?

—Mire, yo soy muy celoso de mis cosas. Pero nos podríamos poner de acuerdo.

—Eso era lo que yo quería oírle decir.

Se despidieron como buenos amigos. Comprendía muy bien cómo habían ido las cosas. Los amigos de Guttadauro, seguramente más de uno, presencian casualmente la muerte de Maurizio. Después, al ver a un agente alejarse a toda velocidad en un automóvil, se dan cuenta de que Panzacchi se ha inventado un sistema para salvar la cara y la carrera. Uno de los amigos va rápidamente en busca de un vídeo. Y regresa a tiempo para grabar la escena de los agentes que marcan las huellas digitales del muerto en la granada. Ahora los amigos de Guttadauro también están en posesión de una granada, aunque de otra clase, y le piden a este que entre en escena. Una situación muy fea y peligrosa, de la que era necesario salir a toda costa.

—¿El ingeniero Di Blasi? Soy el comisario Montalbano. Necesito hablar urgentemente con usted.

—¿Por qué?

—Porque abrigo serias dudas sobre la culpabilidad de su hijo.

—Por desgracia, ahora él ya no está aquí.

—Sí, tiene usted razón, ingeniero. Pero por su memoria.

—Haga usted lo que quiera.

En tono resignado, como un muerto que hablara y respirara.

—Dentro de media hora como máximo, estoy en su casa.

Le extrañó que Anna le abriera la puerta.

—Habla en voz baja. Al fin, la señora está descansando.

—¿Qué haces tú aquí?

—Tú me pediste que interviniera. Después no tuve el valor de dejarla sola.

—¿Cómo sola? ¿No han llamado ni siquiera a una enfermera?

—Sí, claro. Pero ella me quiere a mí. Anda, pasa.

El salón estaba todavía más oscuro que la vez que el comisario había sido recibido por la señora. Montalbano experimentó una punzada en el corazón al ver a Aurelio Di Blasi desplomado de través en el sillón. Mantenía los ojos cerrados, pero se había percatado de la presencia del comisario porque habló.

—¿Qué desea? —preguntó con aquella horrible voz de muerto.

Montalbano se lo explicó. Se pasó media hora seguida hablando mientras el ingeniero se incorporaba poco a poco, abría los ojos, lo miraba y lo escuchaba con interés. Comprendió que estaba ganando la partida.

—¿Las llaves de la casa las tienen los de la Móvil?

—Sí —contestó el ingeniero con una voz distinta, más fuerte—. Pero yo había mandado hacer un tercer juego. Maurizio las guardaba en el cajón de su mesita de noche. Voy por ellas.

No consiguió levantarse del sillón y el comisario tuvo que ayudarlo.

Entró corriendo en la comisaría.

—Fazio, Gallo, Giallombardo, venid conmigo.

—¿Cogemos el vehículo de servicio?

—No, utilizaremos el mío. ¿Ha regresado Mimì Augello?

No había regresado. Se alejó a toda velocidad, Fazio jamás lo había visto correr tanto. El agente se preocupó, pues no confiaba demasiado en las dotes de conductor de Montalbano.

—¿Quiere que conduzca yo? —preguntó Gallo, que evidentemente abrigaba la misma inquietud que Fazio.

—No me toquéis los cojones. Disponemos de muy poco tiempo.

Desde Vigàta a Raffadali tardó unos veinte minutos. Salió del pueblo y enfiló por una carretera rural. El ingeniero le había explicado muy bien cómo llegar a la casa. Todos la reconocieron por haberla visto en la prensa y la televisión.

—Vamos a entrar, tengo las llaves —dijo Montalbano—. Efectuaremos un registro a fondo. Aún nos quedan unas cuantas horas de luz, tenemos que aprovecharlas. Lo que buscamos, tenemos que encontrarlo antes de que se haga de noche porque no podemos encender ninguna lámpara eléctrica, se podría ver la luz desde fuera. ¿Está claro?

—Clarísimo —contestó Fazio—, ¿pero qué hemos venido a buscar?

El comisario se lo dijo y añadió:

—Espero que mi idea sea equivocada, lo espero con toda sinceridad.

—Pero dejaremos huellas porque no tenemos guantes —dijo Giallombardo, preocupado.

—Que se vayan al carajo los guantes.

Pero, por desgracia, no se había equivocado. Al cabo de una hora de búsqueda, oyó que lo llamaba la voz triunfal de Gallo, que estaba registrando la cocina. Acudieron todos corriendo. Gallo estaba bajando de una silla con un estuche de piel en la mano.

—Estaba en este aparador.

El comisario lo abrió: dentro había una granada de mano idéntica a la que él había visto en la sede de la Científica, y una pistola que debía de ser como las en otro tiempo reglamentarias de los oficiales alemanes.

—¿De dónde venís? ¿Qué hay en ese estuche? —preguntó Mimì, que era tan curioso como un gato.

—Y tú, ¿qué me dices?

—Lofàro se ha tomado un mes de licencia por enfermedad. Desde hace quince días lo sustituye un tal Culicchia.

—Yo lo conozco bien —terció Giallombardo.

—¿Y qué clase de tipo es?

—Uno al que no le gusta permanecer sentado detrás de una mesita, llevando los registros. Daría el alma para poder regresar al servicio de calle, quiere hacer carrera.

—El alma ya la ha dado —dijo Montalbano.

—¿Puedo saber qué hay aquí dentro? —volvió a preguntar Mimì, cada vez más intrigado.

—Confites, Mimì. Y ahora prestad atención. ¿A qué hora sale del trabajo Culicchia? Me parece que a las ocho.

—Así es —dijo Fazio, confirmando lo dicho por su jefe.

—Tú, Fazio, y tú, Giallombardo, cuando Culicchia salga de Jefatura, lo convencéis de que suba a mi automóvil. No le deis a entender nada. En cuanto se siente entre vosotros dos, le mostráis el estuche. Él jamás lo ha visto y por eso os preguntará qué significa eso.

—Pero ¿se puede saber qué hay dentro? —volvió a preguntar Augello, pero nadie le contestó.

—¿Porque no lo conoce?

La pregunta la había formulado Gallo.

—¿Pero será posible que no sepáis discurrir? Maurizio Di Blasi era un retrasado mental y una persona decente, está claro que no tenía amigos que pudieran proporcionarle armas a tambor batiente. El único lugar donde puede haber encontrado la granada de mano es su casa de campo. Pero tiene que haber una prueba de que la ha sacado de allí. Y entonces Panzacchi, que es un hombre muy astuto, le ordena a su agente que vaya a Montelusa y tome dos granadas de mano y una pistola del período de la guerra. Una de ellas dice que Maurizio la sostenía en la mano y la otra, junto con la pistola, la lleva consigo, se agencia un estuche, regresa sigilosamente a la casa de Raffadali y lo esconde todo en un lugar que es donde mira primero cualquiera que esté buscando algo.

—¡Eso es lo que hay en el estuche! —exclamó Mimì, golpeándose la frente con la palma de la mano.

—En resumen, el muy cretino de Panzacchi ha creado una situación extremadamente verosímil. Y, si alguien le pregunta que cómo es posible que las restantes armas no se encontraran durante el primer registro, podrá decir que su tarea quedó interrumpida por la aparición de Maurizio mientras se ocultaba en la cueva.

—¡Qué hijo de puta! —dijo Fazio indignado—. ¡No sólo mata al chaval, —aunque no haya disparado personalmente, él es el jefe y la responsabilidad es suya—, sino que, encima, trata de comprometer a un pobre viejo para protegerse!

—Volvamos a lo que tenéis que hacer. Procurad cocinar a fuego lento a este Culicchia. Decidle que el estuche se ha encontrado en la casa de Raffadali. Después enseñadle la granada y la pistola. A continuación, preguntadle como por simple curiosidad si todas las armas decomisadas se anotan en el registro. Y finalmente lo hacéis bajar del coche, llevando con vosotros las armas y el estuche.

—¿Nada más?

—Nada más, Fazio. La siguiente jugada le toca a él.