Once

Pasó toda la noche dando vueltas en la cama, pero no consiguió pegar un ojo. Se imaginaba la escena de Maurizio alcanzado por los disparos, arrojando el zapato contra sus perseguidores, gesto cómico y desesperado de un pobre diablo acorralado. «Castigadme», había gritado, y todos se habían apresurado a interpretar sus palabras de la forma más obvia y tranquilizadora; castigadme porque he violado y matado, castigadme por mi pecado. Pero ¿y si en aquel momento había querido decir otra cosa totalmente distinta? ¿Qué le había pasado por la cabeza? Castigadme porque soy diferente, castigadme porque he amado demasiado, castigadme por haber nacido. Se podía seguir hasta el infinito, pero el comisario se detuvo no sólo porque no le gustaba deslizarse hacia la filosofía barata y literaria, sino también porque había comprendido de repente que la única manera de exorcizar aquella imagen obsesiva y aquel grito no consistía en hacer preguntas genéricas sino en enfrentarse directamente con los hechos. Para hacerlo, no había más que un camino, uno solo. Y fue entonces cuando consiguió cerrar los ojos durante dos horas.

* * *

—Todos —le dijo a Mimì Augello, entrando en la comisaría.

Cinco minutos después estaban todos en el despacho delante de él.

—Poneos cómodos —dijo Montalbano—. Esto no es un acto oficial sino una reunión entre amigos.

Mimì y dos o tres hombres se sentaron, pero los demás permanecieron de pie. Grasso, el sustituto de Catarella, se apoyó en la jamba de la puerta, con una oreja pegada a la centralita.

—Ayer el subcomisario Augello me dijo algo que me dolió, después de haberse enterado de que Di Blasi había muerto acribillado a balazos. Me dijo más o menos lo siguiente: si tú te hubieras encargado de la investigación, a estas horas el muchacho aún estaría vivo. Le habría podido contestar que la investigación me la había quitado el jefe superior, por lo que yo no tenía la culpa de nada. Es formalmente cierto. Pero el subcomisario Augello tenía razón. Cuando me llamó el jefe superior para ordenarme que no siguiera investigando el homicidio Licalzi, cedí a la tentación del orgullo. No protesté, no me rebelé, le di a entender que se fuera a tomar por culo. Y de esta manera arriesgué la vida de un hombre. Porque está claro que ninguno de vosotros habría disparado contra un pobre desgraciado que no andaba bien de la cabeza.

Jamás lo habían oído hablar de aquella manera, por lo que se quedaron mirándolo boquiabiertos de asombro y conteniendo la respiración.

—Esta noche lo he estado pensando y he tomado una decisión. Vuelvo a encargarme de la investigación.

¿Quién fue el primero en aplaudir? Montalbano supo transformar la emoción en ironía.

—Ya os he dicho que sois unos cabrones, no me obliguéis a repetirlo.

»La investigación —añadió— ya está cerrada. Por consiguiente, si todos estáis de acuerdo, tendremos que actuar navegando bajo el agua y con sólo el periscopio fuera. Os tengo que hacer una advertencia: si se enteran en Montelusa, todos nosotros podríamos tener graves dificultades.

—¿Comisario Montalbano? Soy Emanuele Licalzi.

Montalbano recordó que la víspera Catarella le había dicho que había llamado el médico. Lo había olvidado.

—Le pido disculpas, pero anoche…

—No tiene importancia, por Dios. Además, desde anoche a hoy, las cosas han cambiado.

—¿En qué sentido?

—En el sentido de que, a última hora de la tarde de ayer me aseguraron que el miércoles por la mañana podría regresar a Bolonia con la pobre Michela. Esta mañana temprano me han llamado de Jefatura para decirme que necesitaban retrasarlo y que la ceremonia fúnebre sólo se podría oficiar el viernes. Por consiguiente, he decidido irme y regresar el jueves por la noche.

—Doctor, usted se habrá enterado sin duda de que la investigación…

—Sí, claro, pero yo no me refería a la investigación. ¿Recuerda que hablamos del coche, del Twingo? ¿Ya puedo hablar con alguien sobre la venta?

—Mire, doctor, vamos a hacer una cosa, yo mismo mandaré llevar el coche a un taller nuestro de confianza, nosotros fuimos los causantes de los daños y los tenemos que pagar nosotros. Si quiere, puedo encargarle a nuestro mecánico que busque a un comprador.

—Es usted una persona muy amable, comisario.

—Tengo una curiosidad: ¿qué hará con el chalet?

—También lo pondré a la venta.

—Soy Nicolò. Tal como queríamos demostrar.

—Explícate mejor.

—Hoy el juez Tommaseo me ha convocado para las cuatro de la tarde.

—¿Qué quiere de ti?

—¡Qué caradura eres! ¡Pero cómo! ¿Me metes en estos líos y después te falta imaginación? Me acusará de haber ocultado a la policía unas valiosas declaraciones. Y, como se entere de que uno de los dos testigos no sé ni siquiera quién es, buena me espera, ese es capaz de meterme en la cárcel.

—Ya me dirás algo.

—¡Claro! Así, una vez a la semana me irás a ver y me llevarás naranjas y cigarrillos.

—Oye, Galluzzo, necesito hablar con tu cuñado, el periodista de Televigàta.

—Enseguida se lo digo, comisario.

Galluzzo estaba a punto de abandonar el despacho, pero la curiosidad fue más fuerte que él.

—Pero si es algo que yo también puedo saber…

—Gallù, no sólo puedes sino que tienes que saber. Necesito que tu cuñado colabore con nosotros en el asunto Licalzi. Dado que no podemos movernos a la luz del sol, tenemos que servirnos de la ayuda que nos pueden prestar las televisiones privadas, simulando actuar por iniciativa propia, ¿me explico?

—Perfectamente.

—¿Crees que tu cuñado estaría dispuesto a ayudarnos?

Galluzzo se echó a reír.

—Señor comisario, si usted le pide a ese que diga por la televisión que se ha descubierto que la Luna está hecha de ricota, lo dice. ¿Sabe que se muere de envidia?

—¿De quién?

—De Nicolò Zito, señor comisario. Dice que usted a Zito le tiene mucha consideración.

—Es cierto. Ayer por la tarde Zito me hizo un favor y lo he metido en un lío.

—¿Y ahora quiere hacer lo mismo con mi cuñado?

—Si él se ve con ánimos.

—Dígame lo que quiere y no habrá problemas.

—Entonces dile tú lo que tiene que hacer. Mira, toma esto. Es una fotografía de Michela Licalzi.

—¡Joder, qué guapa era!

—En la redacción tu cuñado debe de tener una fotografía de Maurizio Di Blasi, me pareció verla cuando dieron la noticia de su muerte. En el noticiario de la una y también en el de la noche tu cuñado tiene que mostrar las dos fotografías, la una al lado de la otra en el mismo encuadre. Tiene que decir que, puesto que hay un vacío de cinco horas entre las siete y media del miércoles por la tarde, cuando Michela se separó de una amiga suya, y poco después de la medianoche, cuando la vieron dirigirse en compañía de un hombre a su chalet, él quiere saber si alguien está en condiciones de proporcionar alguna información acerca de los movimientos de Michela Licalzi durante aquellas horas. Mejor todavía: si en aquellas horas alguien la vio, y dónde, en compañía de Maurizio. ¿Está claro?

—Clarísimo.

—Y tú, a partir de este momento, acamparás en Televigàta.

—¿Y eso qué quiere decir?

—Quiere decir que te quedarás allí como si fueras un redactor. En cuanto se presente alguien para facilitar alguna información, que te lo pasen y hablas con él. Y después me lo cuentas.

—¿Salvo? Soy Nicolò Zito. Me veo obligado a volverte a molestar.

—¿Alguna novedad? ¿Te han enviado a los carabineros?

Era evidente que Nicolò no estaba para bromas.

—¿Puedes venir inmediatamente a la redacción?

Montalbano se llevó una sorpresa al ver en el estudio de Nicolò al abogado Orazio Guttadauro, polémico penalista, defensor de todos los mafiosos de la provincia y también de fuera de la provincia.

—¡Dichosos los ojos, comisario Montalbano! —exclamó el abogado en cuanto lo vio entrar.

Nicolò parecía un poco cohibido.

El comisario miró con expresión inquisitiva al periodista: ¿por qué lo había llamado en presencia de Guttadauro? Zito le contestó con palabras.

—El abogado es el señor que llamó ayer, el que estaba cazando.

—Ah —dijo el comisario.

Con Guttadauro cuanto menos se hablara, mejor; no era un hombre con quien se pudiera compartir el pan.

—¡Las palabras que el ilustre periodista aquí presente —empezó diciendo el abogado con el mismo tono de voz que utilizaba en los tribunales— ha utilizado en la televisión para definirme me han hecho sentir un gusano!

—Dios bendito, ¿qué he dicho? —preguntó preocupado Nicolò.

—Usted ha utilizado exactamente estas expresiones: desconocido cazador y anónimo interlocutor.

—Sí, pero ¿que tiene eso de ofensivo? Se habla del «Soldado Desconocido»…

—«Del Anónimo veneciano» —terció Montalbano, que estaba empezando a divertirse.

—¿Cómo? ¿Cómo? —continuó el abogado casi como si no los hubiera oído—. ¿Orazio Guttadauro implícitamente acusado de cobardía? No lo he podido resistir y aquí estoy.

—Pero ¿por qué ha venido a hablar con nosotros? Su deber era ir a ver al doctor Panzacchi a Montelusa y decirle…

—¿Están ustedes de broma, muchachos? ¡Panzacchi se encontraba a veinte metros de mí y ha contado una historia completamente distinta! ¡Si hubiera que elegir entre él y yo, le creerían a él! ¿Sabe cuántos clientes míos, personas de absoluta integridad, se han visto implicados y acusados por la palabra mentirosa de un policía o un carabinero? ¡Centenares!

—Oiga, abogado, pero ¿en qué difiere su versión de los hechos de la del doctor Panzacchi? —preguntó Zito sin poder reprimir por más tiempo su curiosidad.

—En un detalle, mi eximio amigo.

—¿Cuál?

—Que el muchacho Di Blasi iba desarmado.

—¡No es posible! No lo creo. ¿Quiere decir que los de la Móvil dispararon a sangre fría por el simple placer de matar a un hombre?

—Yo he dicho simplemente que Di Blasi iba desarmado, pero ellos creyeron que iba armado porque sostenía un objeto en la mano. Ha sido un tremendo error.

—¿Qué sostenía en la mano?

La voz de Zito había adquirido un timbre estridente.

—Uno de sus zapatos, amigo mío.

Mientras el periodista se hundía en su asiento, el abogado añadió:

—He considerado mi deber dar a conocer este hecho a la opinión pública. Creo que mi supremo deber cívico…

Aquí Montalbano comprendió el juego que Guttadauro tenía entre manos. No era un homicidio de la mafia y, por consiguiente, con su declaración no perjudicaba a ninguno de sus clientes, se ganaba la fama de ciudadano ejemplar y, al mismo tiempo, ponía a la policía a parir.

—Lo había visto justo la víspera —dijo el abogado.

—¿A quién? —preguntaron a coro Zito y Montalbano, perdidos en sus propios pensamientos.

—Al muchacho Di Blasi, ¿a quién si no? Es una buena zona de caza. Lo vi de lejos, no llevaba los prismáticos. Cojeaba. Después entró en la gruta, se sentó al sol y se puso a comer.

—Un momento —dijo Zito—. Si he entendido bien, ¿usted afirma que el joven estaba escondido allí y no en su casa? ¡La tenía a dos pasos!

—¿Qué quiere que le diga, mi querido Zito? La antevíspera pasé por delante de la casa de los Di Blasi y vi que el portal estaba cerrado con un cerrojo tan grande como un baúl. Estoy seguro de que el chico jamás se ocultó en su casa, tal vez para no comprometer a la familia.

Montalbano comprendió dos cosas: el abogado estaba dispuesto a desmentir al jefe de la Móvil incluso acerca del escondrijo del muchacho, con lo cual la acusación contra su padre el ingeniero caería, con grave perjuicio para Panzacchi. En cuanto a la segunda de las dos cosas que había comprendido, primero necesitaba una confirmación.

—Tengo una curiosidad, abogado.

—Estoy a sus órdenes, comisario.

—Usted sale mucho de caza, ¿no acude nunca a los tribunales?

Guttadauro le dirigió una sonrisa y Montalbano se la devolvió. Ambos se habían comprendido muy bien. Lo más probable era que el abogado jamás hubiera ido de caza en toda su vida. Los que habían presenciado la escena y lo habían enviado a él debían de ser amigos de aquellos que Guttadauro calificaba de clientes suyos: la finalidad era provocar un escándalo en la Jefatura Superior de Policía de Montelusa. Tendría que actuar con sutileza, no le gustaba tenerlos por aliados.

—¿Te ha dicho el abogado que me llamaras? —le preguntó el comisario a Nicolò.

—Sí.

Por consiguiente, lo sabían todo. Sabían que había sufrido una injusticia, lo creían decidido a vengarse y estaban dispuestos a utilizarlo.

—Abogado, usted se habrá enterado sin duda de que yo no soy el titular de la investigación que, por otra parte, ya puede considerarse cerrada.

—Sí, pero…

—No hay ningún pero, abogado. Si usted quiere cumplir de verdad con su deber de ciudadano, acuda al juez Tommaseo y expóngale su versión de los hechos. Buenos días.

Montalbano dio media vuelta y se retiró. Nicolò corrió tras él y lo agarró por el brazo.

—¡Tú lo sabías! ¡Tú ya sabías la historia del zapato! ¡Por eso me dijiste que le preguntara a Panzacchi cuál había sido el arma!

—Sí, Nicolò, lo sabía. Pero te aconsejo que no la utilices en tu telediario. No existe ninguna prueba de que las cosas hayan ocurrido tal como las cuenta Guttadauro, aunque es muy probable que esta sea la verdad. Ándate con cuidado.

—¡Pero si tú mismo me dices que es la verdad!

—Intenta comprenderlo, Nicolò. Estoy dispuesto a apostar a que el abogado ni siquiera sabe dónde está la cueva en la que se escondía Maurizio. Él es una simple marioneta de la mafia. Sus amigos se han enterado de algo y han decidido que les convenía aprovecharlo. Han arrojado al mar una red en la esperanza de atrapar a Panzacchi, al jefe superior y al juez Tommaseo. Menudo terremoto. Pero para recoger la red es necesario que en la barca haya un hombre muy fuerte, es decir, yo, cegado según ellos por la sed de venganza. ¿Entiendes la cosa?

—Sí. ¿Cómo tengo que actuar con el abogado?

—Repítele lo mismo que yo he dicho. Que vaya al juez. Verás cómo se niega. En cambio, serás tú el que le repita palabra por palabra a Tommaseo lo que ha dicho Guttadauro. Si no es tonto, y no lo es, el juez comprenderá que él también corre peligro.

—Pero él no tuvo nada que ver con la muerte de Di Blasi.

—Pero firmó las acusaciones contra su padre, el ingeniero. Y los otros están dispuestos a declarar que Maurizio jamás se ocultó en su casa de Raffadali. Si quiere salvar el pellejo, Tommaseo tiene que desarmar a Guttadauro y a sus amigos.

—¿Pero cómo?

—¿Y yo qué sé?

Puesto que estaba en Montelusa, decidió ir a la Jefatura, confiando en no tropezar con Panzacchi. Bajó corriendo al sótano donde estaba ubicada la Policía Científica y entró directamente en el despacho del jefe.

—Buenos días, Arquà.

—Buenos días —contestó el otro más frío que un iceberg—. ¿En qué puedo servirle?

—Pasaba por aquí y me ha asaltado una curiosidad.

—Estoy muy ocupado.

—No me cabe la menor duda, pero sólo le robaré un minuto. Quisiera que me facilitara un poco de información sobre la granada de mano que Di Blasi trató de arrojar contra los agentes.

Arquà no movió ni un solo músculo.

¿Cómo era posible que tuviera tanto control?

—Vamos, compañero, sea amable. Me bastan sólo tres datos: color, medida, marca.

Arquà lo miró con un asombro aparentemente sincero. Sus ojos se preguntaron con toda claridad si Montalbano se había vuelto loco.

—¿Pero qué demonios está diciendo?

—Le echaré una mano. ¿Negro? ¿Marrón? ¿Cuarenta y tres? ¿Cuarenta y cuatro? ¿Mocasín? ¿Superga? ¿Varese?

—Cálmese —dijo Arquà sin que ello fuera necesario, ateniéndose a la norma, según la cual a los locos hay que tranquilizarlos—. Acompáñeme.

Montalbano lo siguió y ambos entraron en una habitación donde tres hombres en bata blanca trabajaban junto a una mesa de gran tamaño en forma de media luna.

—Caruana —le dijo Arquà a uno de los tres—, enséñale la granada al compañero Montalbano. —Mientras el hombre abría un armario metálico, Arquà añadió—: La verá desmontada, pero cuando nos la trajeron aquí, estaba peligrosamente activa. —Tomó la bolsita de celofán que le entregó Caruana y se la mostró al comisario—. Una vieja OTO de las que utilizaba nuestro ejército en la década de los años 40.

Montalbano no conseguía hablar y contemplaba la granada desmontada con la misma expresión del propietario de un jarrón Ming recién caído al suelo.

—¿Han tomado las huellas digitales?

—Muchas estaban confusas, pero dos del joven Di Blasi se distinguían con toda claridad, las del pulgar y el índice de la mano derecha.

Arquà depositó la bolsita sobre la mesa, apoyó una mano en el hombro del comisario y lo empujó hacia el pasillo.

—Tiene que perdonarme, la culpa es enteramente mía. Jamás habría imaginado que el jefe superior lo apartaría de la investigación.

Atribuía lo que él consideraba una momentánea ofuscación de las facultades mentales de Montalbano al shock provocado por su destitución. En el fondo, Arquà era un buen muchacho.

No cabía duda de que el jefe de la Científica había sido sincero, pensó Montalbano mientras se dirigía en su coche hacia Vigàta, era imposible que fuera un actor tan extraordinario. ¿Pero cómo se puede arrojar una granada de mano, sujetándola tan sólo entre el índice y el pulgar? Lo mejor que te puede ocurrir, arrojándola de esa manera, es que te rompa las pelotas. Arquà habría tenido que encontrar también la huella de buena parte de la palma de la mano derecha. Siendo así, ¿en qué lugar habían llevado a cabo los de la Móvil la tarea de tomar dos dedos de Maurizio ya cadáver y comprimirlos con fuerza contra la granada? En cuanto formuló la pregunta, invirtió el sentido de la marcha de su vehículo y regresó a Montelusa.