—¿Estaba almorzando?
—No, no tengo ganas. Y, además, así, sola… Michela venía casi a diario a comer aquí. Raras veces almorzaba en el hotel.
—¿Puedo hacerle una proposición?
—Por ahora, pase.
—¿Quiere acompañarme a mi casa? Está a un paso, a la orilla del mar.
—Pero a lo mejor, su esposa, sin avisarle…
—Vivo solo.
Anna Tropeano no lo pensó ni un momento.
—Espéreme en el coche. En seguida lo alcanzo.
Fueron en silencio, Montalbano sin salir todavía de su asombro por haberle hecho aquella invitación y Anna indudablemente sorprendida por el hecho de haberla aceptado.
El sábado era el día que la asistenta Adelina dedicaba a una limpieza a fondo de la casa, y el comisario, al verlo todo tan resplandeciente y ordenado, se consoló. Cierto sábado había invitado a una pareja de amigos, pero aquel día Adelina no había ido. Resultó que, al final, la mujer del amigo, para poner la mesa, tuvo que retirar primero una montaña de medias sucias y calzoncillos para lavar.
Como si ya conociera la casa, Anna se encaminó directamente hacia la galería y se sentó en el banco para contemplar el mar cercano. Montalbano le colocó delante una mesita plegable y un cenicero. Después se dirigió a la cocina. Adelina le había dejado en el horno un buen trozo de merluza y, en la heladera, una salsita ya preparada de anchoas y vinagre para condimentarla.
Regresó a la galería. Anna estaba fumando y parecía más tranquila a cada minuto que pasaba.
—Qué bonito es esto.
—Oiga, ¿le apetece un poco de merluza al horno?
—No se ofenda, comisario, pero tengo el estómago cerrado. Vamos a hacer una cosa, mientras usted come, yo me tomo un vaso de vino.
En cuestión de media hora, el comisario se zampó la triple ración de merluza y Anna se bebió dos vasos de vino.
—Está buenísimo —dijo Anna, volviendo a llenarse el vaso.
—Lo hace… lo hacía mi padre. ¿Le apetece un café?
—No renuncio al café.
El comisario abrió una lata de Yaucono, preparó la cafetera y la puso sobre el quemador de la cocina de gas. Después regresó a la galería.
—Quíteme esta botella de delante. De lo contrario, me la beberé entera —dijo Anna.
Montalbano obedeció. El café ya estaba listo y lo sirvió. Anna lo bebió, saboreándolo a sorbitos.
—Es fuerte y exquisito. ¿Dónde lo compra?
—No lo compro. Un amigo me envía unos cuantos botes desde Puerto Rico.
Anna apartó a un lado la taza y encendió el vigésimo cigarrillo.
—¿Qué tiene que decirme?
—Hay novedades.
—¿Cuáles?
—Maurizio Di Blasi.
—¿Lo ve? Esta mañana no le he dicho el nombre porque estaba segura de que lo descubriría sin ninguna dificultad; en el pueblo todo el mundo se reía.
—¿Había perdido la cabeza?
—Algo más que eso. Michela se había convertido para él en una obsesión. No sé si le han dicho que Maurizio no era un chico como Dios manda. Rozaba el límite entre la normalidad y el desequilibrio mental. Mire, hay dos episodios que…
—Cuéntemelos.
—Una vez Michela y yo fuimos a comer a un restaurante. Poco después apareció Maurizio, nos saludó y se sentó a la mesa de al lado. Comió muy poco, sin apartar los ojos de Michela. De repente, empezó a babear y yo experimenté un acceso de náuseas. Le aseguro que babeaba y le salía un hilillo de saliva de la comisura de la boca. Tuvimos que irnos.
—¿Y el otro episodio?
—Yo había ido al chalet para ayudar a Michela. Al finalizar la jornada, ella se fue a duchar y bajó desnuda al salón. Hacía mucho calor. Le gustaba andar por la casa sin ropa. Se sentó en un sillón y nos pusimos a charlar. En determinado momento, oí una especie de gemido desde fuera. Me volví para mirar. Vi a Maurizio con la cara casi pegada al cristal. Antes de que yo pudiera decir algo, retrocedió unos pasos con la cintura doblada. Entonces comprendí que se estaba masturbando. —Hizo una pausa, contempló el mar y lanzó un suspiro—. Pobre chico —añadió en un susurro.
Por un instante, Montalbano se conmovió. La ancha pelvis. Aquella extraordinaria capacidad femenina de comprender profundamente y penetrar en los sentimientos, de ser simultáneamente madre y amante, hija y esposa. Apoyó la mano en la de Anna y ella no la apartó.
—¿Sabe que ha desaparecido?
—Sí, ya lo sé. La misma noche que Michela. Pero…
—¿Pero?
—Comisario, ¿puedo hablarle con sinceridad?
—¿Por qué, qué hemos estado haciendo hasta ahora? Hágame un favor, llámeme Salvo.
—Sólo si usted me llama Anna.
—De acuerdo.
—Pero se equivocan ustedes si creen que Maurizio pudo asesinar a Michela.
—Deme una buena razón.
—No se trata de una razón. Mire, la gente no habla de buen grado con ustedes, los de la policía. Pero si usted, Salvo, ordena realizar una encuesta, un sondeo de opinión tal como se suele decir, toda Vigàta le dirá que no considera a Maurizio un asesino.
—Anna, hay otra novedad que todavía no le he dicho.
Anna cerró los ojos. Había adivinado que lo que el comisario estaba a punto de decirle era difícil de decir y de escuchar.
—Estoy preparada.
—El forense doctor Pasquano ha llegado a ciertas conclusiones que ahora le voy a revelar.
Se las dijo sin mirarla a la cara, con los ojos clavados en el mar. No le ahorró ningún detalle.
Anna le escuchó sosteniéndose el rostro con las manos y con los codos apoyados en la mesita. Cuando el comisario terminó, se levantó intensamente pálida.
—Voy al baño.
—La acompaño.
—Lo encontraré yo sola.
Al poco rato, Montalbano la oyó vomitar. Consultó el reloj, faltaba todavía una hora para la llegada de Emanuele Licalzi. Y, en cualquier caso, el señor de Bolonia que arreglaba huesos podría esperar perfectamente.
Anna regresó con expresión decidida y volvió a sentarse al lado de Montalbano.
—Salvo, ¿qué significa para este doctor la palabra «consentimiento»?
—Lo mismo que para ti y para mí, estar de acuerdo.
—Pero, en determinados casos, puede parecer que una persona esté de acuerdo sólo porque no tiene la posibilidad de oponer resistencia.
—Muy cierto.
—Pues entonces, yo te pregunto: lo que el asesino le hizo a Michela, ¿no pudo ocurrir sin su consentimiento?
—Pero es que hay algunos detalles que…
—Déjalos. En primer lugar, ni siquiera sabemos si el asesino abusó de una mujer viva o de un cadáver. Y, además, tuvo mucho tiempo para arreglar las cosas de tal manera que la policía se confundiera.
Habían empezado a tutearse sin darse cuenta.
—Tú estás pensando en algo que no dices.
—No tengo ninguna dificultad —dijo Montalbano—. En el momento presente, todo está en contra de Maurizio. La última vez que lo vieron fue a las nueve de la noche delante del bar Italia. Estaba telefoneando a alguien.
—A mí —dijo Anna.
El comisario dio un brinco en el banco.
—¿Qué quería?
—Preguntarme por Michela. Le dije que nos habíamos separado poco después de las siete, que pasaría por el Jolly y después se iría a cenar a casa de los Vassallo.
—Y él, ¿qué dijo?
—Interrumpió la comunicación sin tan siquiera despedirse.
—Eso puede ser un punto en contra suya. Seguro que también llamó a los Vassallo. No la encuentra, pero adivina dónde puede estar y se reúne allí con ella.
—En el chalet.
—No. Al chalet llegaron poco después de medianoche.
Esta vez fue Anna la que se sobresaltó.
—Me lo ha dicho un testigo —añadió Montalbano.
—¿Reconoció a Maurizio?
—Estaba oscuro. Sólo vio a un hombre y a una mujer que bajaban del Twingo y se dirigían al chalet. Una vez dentro, Maurizio y Michela hacen el amor. En determinado momento, Maurizio, que, según lo que todos me dicen, es una especie de débil mental, sufre un arrebato.
—Jamás de los jamases Michela habría…
—¿Cómo reaccionaba tu amiga a la persecución de Maurizio?
—Le molestaba, algunas veces se compadecía profundamente de él y…
Anna se detuvo. Había comprendido la intención de Montalbano. De repente, su rostro perdió la tersura y se le dibujaron unas arrugas a ambos lados de la boca.
—Pero hay cosas que no encajan —prosiguió diciendo Montalbano, que sufría viéndola sufrir—. Por ejemplo, inmediatamente después de cometer el homicidio, ¿Maurizio habría sido capaz de organizar fríamente la falsa pista de los vestidos y el robo de la bolsa?
—¡Qué va!
—El verdadero problema no son las modalidades del homicidio sino averiguar dónde estuvo y qué hizo Michela entre el momento en que tú te separaste de ella y el momento en que la vio el testigo. Casi cinco horas, lo cual no es poco. Y ahora vámonos porque está a punto de llegar el doctor Emanuele Licalzi.
Mientras subían al coche, Montalbano soltó la tinta como un calamar.
—No estoy tan seguro acerca de la unanimidad de las respuestas a tu encuesta sobre la inocencia de Maurizio. Habría uno por lo menos que tendría graves dudas.
—¿Quién?
—Su padre, el ingeniero Di Blasi. En caso contrario, nos habría pedido que buscáramos a su hijo.
—Es lógico que piense en todas las posibilidades. Ah, acabo de acordarme de una cosa. Cuando Maurizio me llamó para preguntarme por Michela, yo le dije que la llamara directamente al móvil. Me contestó que ya lo había intentado, pero que el aparato estaba apagado.
En la puerta de la comisaría estuvo casi a punto de chocar con Galluzzo, que estaba saliendo.
—¿Habéis regresado de la heroica hazaña?
Fazio debía de haberle contado la bronca de la mañana.
—Sí, señor —contestó Galluzzo, azorado.
—¿Está en su despacho el subcomisario Augello?
—No, señor.
El azoramiento se hizo más evidente.
—¿Adónde ha ido? ¿A emprenderla a latigazos con otros huelguistas?
—Está en el hospital.
—¿Qué ha sido? ¿Qué ha pasado? —preguntó preocupado Montalbano.
—Una pedrada en la cabeza. Le han dado tres puntos. Pero quieren tenerlo en observación. Me han dicho que vuelva hacia las ocho de esta noche. Si todo va bien, lo acompañaré a su casa.
La sarta de tacos del comisario quedó interrumpida por Catarella.
—¡Ah, dottori, dottori! En primer lugar llamó dos veces el doctor Latte con ese final. Dice que usted tiene que llamarlo personalmente enseguida. Después hay otras llamadas que he anotado en este papelito.
—Límpiate el culo con él.
El doctor Emanuele Licalzi era un sexagenario de baja estatura, con gafas de montura de oro y vestido todo de gris. Parecía recién salido de la tintorería, el peluquero y la manicura: impecable.
—¿Cómo ha venido hasta aquí?
—¿Desde el aeropuerto quiere decir? He alquilado un coche, he tardado casi tres horas.
—¿Ya ha pasado por el hotel?
—No. Tengo la maleta en el coche. Iré después.
¿Cómo era posible que su traje no tuviera ni una sola arruga?
—¿Le parece que vayamos al chalet? Hablaremos durante el trayecto y así usted ganará tiempo.
—Como usted diga, comisario.
Tomaron el vehículo de alquiler del médico.
—¿La ha matado uno de sus amantes?
No se iba por las ramas Emanuele Licalzi.
—No estamos en condiciones de afirmarlo. Pero es seguro que tuvo repetidas relaciones sexuales.
El médico no se inmutó y siguió conduciendo tranquilamente como si la muerta no fuera su mujer.
—¿Qué lo induce a pensar que tenía un amante aquí?
—El hecho de que tuviera uno en Bolonia.
—Ah.
—Sí, Michela me dijo su nombre, Serravalle me parece, un anticuario.
—Bastante insólito.
—Me lo decía todo, comisario. Me tenía mucha confianza.
—Y usted, a su vez, ¿se lo decía todo a ella?
—Por supuesto que sí.
—Un matrimonio ejemplar —comentó con ironía el comisario.
A veces Montalbano se sentía irremediablemente desbordado por los nuevos estilos de vida, era un tradicionalista, para él un matrimonio abierto significaba un marido y una mujer que se ponían mutuamente los cuernos y, encima, tenían la desfachatez de contarse el uno al otro lo que hacían encima o debajo de la sábana.
—No ejemplar sino de conveniencia —lo corrigió imperturbable el doctor Licalzi.
—¿Para Michela? ¿Para usted?
—Para los dos.
—¿Puede explicarse mejor?
—Pues claro.
Y giró a la derecha.
—¿Adónde va? —preguntó el comisario—. Desde aquí no se puede ir a Tre Fontane.
—Perdone —dijo el médico, iniciando una complicada maniobra para retroceder—. Es que hace más de dos años y medio que no vengo por aquí, desde que me casé. De la construcción del chalet se encargó Michela, yo sólo lo había visto en fotografía. A propósito de fotografías, en la maleta llevo unas cuantas de Michela, puede que le sean útiles.
—¿Sabe una cosa? La mujer asesinada podría no ser su esposa.
—¿Está usted de broma?
—No. Nadie la ha identificado oficialmente y nadie de los que la han visto muerta la conocía de antes. Cuando terminemos aquí, hablaré con el forense por la cuestión de la identificación. ¿Cuánto tiempo piensa quedarse?
—Dos o tres días como máximo. Me llevaré a Michela a Bolonia.
—Doctor, le voy a hacer una pregunta y después ya no volveré a insistir en el tema. ¿Dónde estuvo y qué hizo usted el miércoles por la noche?
—¿El miércoles? Estuve operando hasta muy entrada la noche en el hospital.
—Me estaba hablando de su matrimonio.
—Ah, sí. Conocí a Michela hace tres años. Había acompañado a su hermano, que ahora vive en Nueva York, al hospital debido a una complicada fractura del pie derecho. Me gustó enseguida, era muy guapa, pero lo que más me atrajo fue su carácter. Siempre estaba dispuesta a ver el lado positivo de las cosas. Perdió a sus dos progenitores antes de los quince años y había sido acogida por un tío suyo que un día, para no variar, la violó. En resumen, buscaba desesperadamente trabajo. Durante varios años había sido la amante de un industrial que acabó librándose de ella con una suma que le sirvió para ir tirando. Michela habría podido tener todos los hombres que hubiera querido, pero el hecho de ser una mantenida la humillaba.
—¿Le pidió usted que fuera su amante y Michela se negó?
Por primera vez, en el impasible rostro de Emanuele Licalzi se dibujó un amago de sonrisa.
—Está usted completamente equivocado, comisario. Ah, por cierto, Michela me dijo que había comprado aquí un Twingo verde botella para sus desplazamientos. ¿Adónde ha ido a parar el coche?
—Sufrió un accidente.
—Michela conducía muy mal.
—En este caso, la señora no tuvo la culpa. El vehículo fue embestido cuando estaba debidamente estacionado delante del sendero de acceso al chalet.
—¿Y usted cómo lo sabe?
—Fuimos nosotros, los de la policía. Pero aún no sabíamos…
—Qué historia tan curiosa.
—Se la contaré en otra ocasión. Fue precisamente este accidente el que nos permitió descubrir el cadáver.
—¿Le parece que podré recuperar el coche?
—No creo que haya ningún impedimento.
—Se lo podría ceder a algún comerciante de coches de segunda mano de Vigàta, ¿no cree?
Montalbano no contestó, le importaba un carajo el destino del coche verde botella.
—El chalet es el de la izquierda, ¿verdad? Me parece reconocerlo por la fotografía.
—Es aquel.
El doctor Licalzi efectuó una elegante maniobra, se detuvo delante del sendero, bajó y empezó a contemplar el edificio con la distante curiosidad de un turista de paso.
—Muy bonito. ¿Qué hemos venido a hacer?
—Ni yo mismo lo sé —contestó Montalbano en tono malhumorado.
El doctor Licalzi tenía el don de atacarle los nervios. Decidió darle un buen zurriagazo.
—¿Sabe una cosa? Algunos creen que el que mató a su mujer tras haberla violado fue Maurizio Di Blasi, el hijo de su primo el ingeniero.
—¿De veras? No lo conozco, cuando vine aquí hace dos años y medio estaba estudiando en Palermo. Me dicen que es un pobre idiota.
Montalbano se lo había buscado.
—¿Le parece que entremos?
—Espere, no quisiera olvidarme.
El médico abrió el maletero del coche, tomó la elegante maleta que había dentro y sacó un sobre de gran tamaño.
—Las fotografías de Michela.
Montalbano se las guardó en el bolsillo. Simultáneamente el doctor Licalzi se sacó del bolsillo un manojo de llaves.
—¿Son las del chalet? —preguntó Montalbano.
—Sí. Sabía en qué lugar de nuestra casa las guardaba Michela. Son los duplicados.
«Ahora empiezo a los puntapiés con él», pensó el comisario.
—No ha terminado de contarme por qué su matrimonio era de conveniencia tanto para usted como para la señora.
—Bueno, a Michela le interesaba porque yo era un hombre rico, aunque le llevara treinta años, y a mí me interesaba para acallar los rumores que me habrían podido perjudicar en un momento en que me disponía a dar un gran salto en mi carrera. Empezaron a decir que me había vuelto homosexual, pues hacía diez años que no me veían con ninguna mujer.
—¿Y era cierto que no iba usted con mujeres?
—¿Y de qué me habría servido, comisario? A los cincuenta años me quedé impotente. Con carácter irreversible.