Anna Tropeano se acababa de retirar cuando la puerta del despacho del comisario se abrió de par en par golpeando contra la pared y Catarella irrumpió en el despacho como una tromba.
—La próxima vez que entres de esta manera, te pego un tiro. Y tú sabes que hablo en serio —dijo con calma Montalbano.
Sin embargo, Catarella estaba demasiado alterado para preocuparse por eso.
—Dottori, le quería decir que me han llamado de la Jefatura de Montelusa. ¿Recuerda que le hablé de aquel concurso de informaticia? Empieza el lunes por la mañana y yo me tengo que presentar. ¿Cómo se las arreglarán sin mí en la centralita?
—Sobreviviremos, Catarè.
—¡Ah, dottori! ¡Usted me dijo que no lo molestara mientras hablaba con la señora y yo he obedecido! ¡Pero ha habido un diluvio de llamadas! Las he anotado todas en esta hojita.
—Dámela y vete.
En una hoja de cuaderno arrancada de cualquier manera figuraba escrito lo siguiente: «Han llamado Vizzallo Guito Sera falle Losconte su amigo Zito Rotonò Totano Ficuccio Cangialosi otra vez Sera falle de bolonia Cipollina Pinissi Cacomo».
Montalbano empezó a rascarse todo el cuerpo. Debía de ser una misteriosa forma de alergia, pero cada vez que tenía que leer un escrito de Catarella, sentía un prurito irresistible. Con mucha paciencia lo descifró: Vassallo; Guido Serravalle, el amante boloñés de Michela; Loconte, el de los tejidos para cortinas; su amigo Nicolò Zito; Rotonda, el mueblista; Todaro, el de las plantas y jardines; Riguccio el electricista; Cangelosi, el que había invitado a cenar a Michela; otra vez Serravalle. Cipollina, Pinissi y Càcono, admitiendo y no dando por sentado que así se llamaran, no sabía quiénes eran, pero cabía suponer que habían llamado por ser amigos o conocidos de la víctima.
—¿Da usted su permiso? —preguntó Fazio, asomando la cabeza.
—Pasa. ¿Me traes información sobre el ingeniero Di Blasi?
—Claro. ¿Por qué si no estaría aquí?
Era evidente que Fazio esperaba un elogio por la rapidez con la cual había reunido los datos.
—¿Ves cómo has podido hacerlo en una hora? —le dijo en cambio el comisario.
Fazio lo miró con semblante enfurruñado.
—¿Así me lo agradece?
—¿Por qué? ¿Acaso pretendes que te den las gracias por cumplir con tu deber?
—Señor comisario, permítame que se lo diga con el debido respeto. Esta mañana usted está muy antipático.
—Por cierto, ¿por qué no he tenido todavía el honor y el placer, es un decir, de ver en el despacho al subcomisario Augello?
—Ha salido con Germanà y Galluzzo por lo de la Fábrica de Cemento.
—¿Qué es esta historia?
—¿No sabe nada? Ayer treinta y cinco obreros de la fábrica de cemento recibieron la notificación del fondo de garantía salarial. Esta mañana han empezado a armar alboroto, gritar, arrojar piedras y cosas por el estilo. Y entonces el director se ha cabreado y nos ha llamado.
—¿Y por qué ha ido Mimì Augello?
—¡Pero si el director le ha pedido ayuda!
—¡Dios bendito! Lo he dicho y repetido mil veces. ¡No quiero que nadie de la comisaría se mezcle en estas cosas!
—¿Pero qué podía hacer el pobre dottore Augello?
—¡Desviar la llamada al Cuerpo de Carabineros, que esos tienen mucha experiencia en estas cosas! De todos modos, al señor director de la Fábrica de Cemento le buscarán otro puesto. Los que se quedan con el culo al aire son los obreros. ¿Y nosotros la emprendemos con ellos a garrotazos?
—Señor comisario, le pido nuevamente disculpas, pero usted es un comunista, un verdadero comunista. Un comunista completo.
—Fazio, tú estás obsesionado con esta historia del comunismo. Yo no soy comunista, ¿lo quieres entender, sí o no?
—De acuerdo, pero está claro que habla y razona como ellos.
—Vamos a dejarnos de política.
—Sí, señor. Bueno pues: Aurelio Di Blasi, hijo de los difuntos Giacomo y Maria Antonietta Carlentini, nacido en Vigàta el 3 de abril de 1937…
—Cuando empiezas así, me atacas los nervios. Pareces un funcionario del registro civil.
—¿No le gusta, señor comisario? ¿Quiere que se lo diga con acompañamiento de música? ¿Que se lo diga en rima?
—Esta mañana, en cuestión de antipatía, tú tampoco estás mal.
Sonó el teléfono.
—Aquí estaremos hasta la noche —dijo Fazio, lanzando un suspiro.
—Oiga, dottori, está al teléfono el señor Càcono que ya ha llamado antes. ¿Qué hago?
—Pásamelo.
—¿Comisario Montalbano? Soy Gillo Jàcono, tuve el placer de conocerlo en casa de la señora Vasile Cozzo, soy un ex alumno suyo.
A través del auricular y en segundo plano, Montalbano oyó una voz femenina, efectuando la última llamada para el vuelo con destino a Roma.
—Lo recuerdo muy bien, dígame.
—Estoy en el aeropuerto, dispongo de muy pocos segundos, disculpe la brevedad.
El comisario siempre estaba dispuesto a disculpar la brevedad en todas partes y de la manera que fuera.
—Llamo por lo de la señora asesinada.
—¿La conocía?
—No. Verá, el miércoles a eso de las doce de la noche salí de Montelusa hacia Vigàta en mi automóvil. Pero el motor empezó a hacer cosas raras y me vi obligado a circular muy despacio. Al llegar a la localidad de Tre Fontane me adelantó un Twingo de color oscuro que poco después se detuvo delante de un chalet. Bajaron un hombre y una mujer y se adentraron por un sendero. No vi nada más, pero estoy seguro de lo que vi.
—¿Cuándo regresa a Vigàta?
—El jueves que viene.
—Venga a verme. Gracias.
Montalbano se ausentó en el sentido de que su cuerpo permaneció sentado, pero su cabeza se fue a otro sitio.
—¿Qué hago, vuelvo dentro de un rato?
—No, no. Habla.
—Bueno pues, ¿dónde estaba? Ah, sí. Es ingeniero técnico de la construcción, pero no construye por su cuenta. Vive en Vigàta, via Laporta número 8, casado con Teresa Dalli Cardillo, ama de casa, pero acomodada. Propietario de un extenso terreno agrícola en Raffadali, provincia de Montelusa, con una granja que él ha acondicionado como vivienda. Tiene dos coches, un Mercedes y un Tempra. Dos hijos, un varón y una chica. La chica se llama Manuela, tiene treinta años y está casada en Holanda con un comerciante. Tienen dos hijos, Giuliano de tres años y Domenico de uno. Viven…
—¿A que te parto la cara? —dijo Montalbano.
—¿Por qué? ¿Qué he hecho? —preguntó con fingida ingenuidad Fazio—. ¿No me había dicho que quería saber todo todo?
Sonó el teléfono. Fazio se limitó a soltar un gemido y mirar al techo.
—¿Comisario? Soy Emanuele Licalzi. Llamo desde Roma. El avión de Bolonia ha salido con dos horas de retraso y he perdido el vuelo Roma-Palermo. Estaré ahí sobre las tres de la tarde.
—No se preocupe. Lo espero.
Montalbano miró a Fazio y Fazio lo miró a él.
—¿Te falta mucho todavía con este rollo?
—Termino enseguida. En cambio, el hijo se llama Maurizio.
Montalbano se incorporó en su asiento y paró las orejas.
—Tiene treinta y un años y es estudiante universitario.
—¿A los treinta y un años?
—Exactamente. Parece que es un poco duro de mollera. Vive con sus padres. Y eso es todo lo que hay.
—No, estoy seguro de que no es todo. Sigue.
—Bueno, se trata de simples rumores…
—No tengas reparo.
Era evidente que Fazio lo estaba pasando en grande y que, en aquella partida con su jefe, tenía en sus manos las mejores cartas.
—Bueno. El ingeniero Di Blasi es primo segundo del doctor Emanuele Licalzi. La señora Michela se convirtió en una visitante asidua de la casa y Maurizio perdió la cabeza por ella. En el pueblo, era todo un número. Cuando ella paseaba por Vigàta, él la seguía con la lengua fuera.
O sea que era el nombre de Maurizio el que Anna Tropeano no le había querido decir.
—Todas las personas con las que he hablado —añadió Fazio— me han dicho que es un pedazo de pan. Bueno y un poco tonto.
—Muy bien, te lo agradezco.
—Hay otra cosa —dijo Fazio, visiblemente a punto de soltar lo más gordo, tal como se suele hacer con los fuegos artificiales—. Parece que el muchacho desapareció el miércoles por la noche. No sé si me explico.
* * *
—¿Oiga, el doctor Pasquano? Soy Montalbano. ¿Tiene novedades para mí?
—Unas cuantas. Estaba a punto de llamarlo yo.
—Dígame todo.
—La víctima no había cenado. O, por lo menos, muy poca cosa, un sándwich. Tenía un cuerpo espléndido, por dentro y por fuera. Muy sana, un mecanismo perfecto. No había bebido ni consumido estupefacientes. La muerte fue por asfixia.
—¿Nada más? —preguntó Montalbano, decepcionado.
—No. Está claro que mantuvo relaciones sexuales.
—¿La violaron?
—No creo. Tuvo una relación vaginal muy fuerte, ¿cómo diría?, intensa. Pero no hay restos de líquido seminal. Después tuvo una relación anal, también muy fuerte y sin líquido seminal.
—¿Pero cómo puede decir que no la violaron?
—Muy fácil. Para preparar la penetración anal, se utilizó una crema suavizante, puede que una de esas cremas hidratantes que las mujeres suelen tener en el cuarto de baño. ¿Ha oído usted hablar alguna vez de un violador que procura no causar dolor a su víctima? No, créame, la señora consintió. Y ahora lo dejo, le facilitaré cuanto antes otros detalles.
El comisario tenía una memoria fotográfica excepcional. Cerró los ojos, se sujetó la cabeza con las manos y se concentró. Poco después vio con toda nitidez el tarrito de crema hidratante con la tapa al lado, el último a la derecha en la repisa del desordenado cuarto de baño del chalet.
* * *
En la via Laporta número 8 la placa del portero eléctrico decía simplemente «Ing. Aurelio Di Blasi» y nada más. Tocó el timbre y contestó una vez femenina.
—¿Quién es?
Mejor no ponerla en guardia, pues en aquella casa debían de estar en ascuas.
—¿Está el ingeniero?
—No, pero regresará enseguida. ¿Quién es?
—Soy un amigo de Maurizio. ¿Me puede abrir?
Por un instante se sintió una mierda de hombre, pero era su trabajo.
—El último piso —dijo la voz femenina.
Le abrió la puerta del ascensor una mujer de sesenta y tantos años, despeinada y con expresión alterada.
—¿Es usted amigo de Maurizio? —preguntó ansiosamente.
—Sí y no —contestó Montalbano, sintiendo que la mierda le llegaba hasta el cuello.
—Pase.
Lo acompañó a un espacioso salón amueblado con gusto exquisito, le indicó un sillón y ella se acomodó en una silla y empezó a balancearse hacia adelante y hacia atrás, muda y desesperada. Las persianas estaban cerradas y a través de los listones se filtraba un poco de luz, por lo que Montalbano tuvo la sensación de haber acudido a una casa para dar el pésame. Pensó que, a lo mejor, había un muerto invisible llamado Maurizio. Sobre una mesita se veían unas diez fotografías todas del mismo rostro, pero en la semipenumbra no se distinguían los rasgos. El comisario respiró hondo como cuando uno se prepara para practicar una inmersión sin tubo de aire. En realidad, estaba a punto de arrojarse al abismo de dolor de los pensamientos de la señora Di Blasi.
—¿Ha tenido alguna noticia de su hijo?
Resultaba más que evidente que la situación era la que le había descrito Fazio.
—No. Todos lo estamos buscando por todas partes. Mi marido, sus amigos… Todos.
La mujer rompió a llorar muy quedo. Las lágrimas le bajaban por las mejillas y le caían sobre el regazo.
—¿Llevaba mucho dinero?
—Aproximadamente medio millón de liras con toda seguridad. Y, además, tenía la tarjeta, ¿cómo se llama?, Bancomat.
—Voy a buscarle un vaso de agua —dijo Montalbano, levantándose.
—No se moleste, voy yo —dijo la mujer, levantándose a su vez y abandonando la habitación.
Montalbano cogió de golpe una de las fotografías, le echó un rápido vistazo, un muchacho de rostro caballuno y ojos inexpresivos, y se la guardó en el bolsillo. Al parecer, el ingeniero Di Blasi las tenía preparadas para repartirlas. La señora regresó, pero en lugar de sentarse permaneció de pie en la puerta. Estaba empezando a sospechar algo.
—Usted es mucho mayor que mi hijo. ¿Cómo me ha dicho que se llamaba?
—En realidad, Maurizio es amigo de mi hermano menor Giuseppe.
Había elegido uno de los nombres más comunes de Sicilia, pero la señora ya estaba pensando en otra cosa, se sentó y reanudó su balanceo hacia adelante y hacia atrás.
—¿O sea que están sin noticias suyas desde el miércoles por la noche?
—Nada de nada. Por la noche no regresó. Jamás lo había hecho. Es un muchacho muy bueno e inocente, si alguien le dice que los perros vuelan, se lo cree. Por la mañana mi marido se preocupó y empezó a llamar a la gente. Un amigo suyo, Pasquale Corso, lo había visto pasar en dirección al bar Italia. Debían de ser las nueve de la noche.
—¿Llevaba un móvil?
—Sí, pero ¿usted quién es?
—Bueno —dijo el comisario, levantándose—. Ya no la molesto más.
Se encaminó a toda velocidad hacia la puerta principal, la abrió y se volvió.
—¿Cuándo fue la última vez que estuvo aquí Michela Licalzi?
La mujer se ruborizó intensamente.
—¡No pronuncie el nombre de esta puta! —exclamó.
Y cerró violentamente la puerta a su espalda.
El bar Italia estaba casi al lado de la comisaría; y todos, incluido Montalbano, eran como de la casa. El propietario estaba sentado en la caja. Era un hombre de torva mirada que contrastaba con su innata bondad. Se llamaba Gelsomino Patti.
—¿Qué le mando servir, comisario?
—Nada, Gelsomi. Necesito una información. ¿Conoces a Maurizio Di Blasi?
—¿Lo han encontrado?
—Todavía no.
—El padre, pobrecito, ha pasado por aquí por lo menos diez veces, preguntando si hay novedades. ¿Pero qué novedades puede haber? Si regresa, se irá a su casa, no vendrá a sentarse al bar.
—Oye, Pasquale Corso…
—Comisario, el padre también me dijo a mí que Maurizio había venido aquí sobre las nueve. El caso es que se detuvo en la calle, justo aquí delante y yo lo vi muy bien desde la caja. Estaba a punto de entrar, pero se detuvo, sacó el móvil, marcó un número y empezó a hablar. Poco después ya no lo vi. Pero aquí el miércoles por la noche no entró, eso seguro. ¿Qué interés tendría yo en decir una cosa en lugar de otra?
—Gracias, Gelsomi. Hasta otra.
—Dottori! Ha llamado desde Montelusa el doctor Latte.
—Lattes, Catarè, con ese final.
—Dottori, qué más da una ese más o menos. Dice que usted lo llame enseguida. Después ha llamado Guito Serafalle. Me ha dejado un número de Bolonia. Lo tengo escrito en este trozo de papel.
Ya era la hora del almuerzo, pero tenía tiempo para hacer una llamada.
—¿Diga? ¿Con quién hablo?
—Soy el comisario Montalbano. Llamo desde Vigàta. ¿Es usted el señor Guido Serravalle?
—Sí. Comisario, he estado tratando de localizarlo esta mañana porque, al llamar al Jolly para hablar con Michela, me he enterado…
Una voz cálida, madura, de cantante melódico.
—¿Es usted pariente suyo?
Siempre le había dado buen resultado la táctica de fingir ignorar, en el curso de una investigación, las relaciones entre las personas implicadas.
—No. En realidad, yo…
—¿Amigo?
—Sí, amigo.
—¿Hasta qué extremo?
—No le entiendo, perdone.
—Amigo hasta qué extremo.
Guido Serravalle titubeó. Montalbano acudió en su ayuda.
—¿Íntimo?
—Bueno, sí.
—Dígame pues.
Otro titubeo. Estaba claro que las maneras del comisario lo desconcertaban.
—Verá, quería decirle… ponerme a su disposición. Tengo en Bolonia un comercio de antigüedades que puedo cerrar cuando quiera. Si usted me necesita, tomo un vuelo y me planto aquí abajo. Quería… estaba muy unido a Michela.
—Comprendo. Si lo necesito, lo mandaré llamar.
Colgó el teléfono. No soportaba a las personas que hacían llamadas inútiles. ¿Qué podía decirle Guido Serravalle que él no supiera?
Se dirigió a pie a la trattoria San Calogero, donde siempre servían un pescado muy fresco. En determinado momento, se detuvo y soltó una maldición. Había olvidado que la trattoria estaba cerrada desde hacía seis días por las obras de modernización de la cocina. Dio media vuelta, tomó su coche y se dirigió a Marinella. Apenas cruzó el puente, contempló la casa en la que ahora sabía que vivía Anna Tropeano. La tentación fue más fuerte que él, se acercó al cordón, se detuvo y bajó.
Era un chalet de dos pisos muy bien cuidado, con un jardincito alrededor. Se aproximó a la verja y apretó el botón del portero eléctrico.
—¿Quién es?
—Soy el comisario Montalbano. ¿La molesto?
—No, pase.
La verja se abrió al mismo tiempo que la puerta del chalet. Anna se había cambiado de vestido y había recuperado el color.
—¿Sabe una cosa, comisario? Estaba segura de que hoy volvería a verlo.