—¡Una señora tan bella, elegante y exquisita! —dijo Claudio Pizzotta, el sexagenario y distinguido gerente del hotel Jolly de Montelusa—. ¿Le ha ocurrido algo?
—La verdad es que todavía no lo sabemos. Hemos recibido una llamada de su preocupado marido desde Bolonia.
—Claro. Que nosotros sepamos, la señora Licalzi salió del hotel el miércoles por la noche y, desde entonces, no hemos vuelto a verla.
—¿Y no les extrañó? Estamos a viernes por la noche, si no me equivoco.
—Sí, claro.
—¿Les avisó de que no regresaría?
—No. Pero verá, comisario, la señora suele alojarse en nuestro establecimiento desde hace dos años por lo menos. Hemos tenido tiempo más que suficiente para conocer sus ritmos de vida. Que no son, ¿cómo diría?, muy usuales. La señora Michela Licalzi es una mujer que no pasa inadvertida, ¿comprende? Y, además, yo siempre he tenido una preocupación especial.
—Ah, ¿sí? ¿Cuál?
—Bueno, la señora posee muchas joyas de gran valor. Collares, pulseras, pendientes, sortijas… Yo le he rogado repetidamente que las deposite en una de nuestras cajas fuertes, pero ella siempre se ha negado. Las guarda en una especie de bolsa, no utiliza bolsos. Siempre me ha dicho que estuviera tranquilo, que no dejaría las joyas en la habitación y las llevaría consigo. Pero yo temía que se las robaran por el procedimiento del tirón. Ella sonreía y no había manera.
—Se ha referido usted a los especiales ritmos de vida de la señora. ¿Podría explicarse un poco mejor?
—Naturalmente. A la señora le encanta trasnochar. Regresa a menudo con las primeras luces del alba.
—¿Sola?
—Siempre.
—¿Bebida? ¿Achispada?
—Jamás. Eso, por lo menos, me ha dicho el portero nocturno.
—¿Me quiere decir qué motivo tiene usted para hablar de la señora Licalzi con el portero de noche?
Claudio Pizzotta se ruborizó intensamente. Por lo visto, abrigaba la esperanza de mojarse la polla con la señora Michela.
—Usted comprenderá, comisario… Una mujer tan guapa y sola… Es muy natural que despierte cierta curiosidad.
—Siga. Hábleme de esos ritmos.
—La señora duerme hasta el mediodía y no quiere que se la moleste para nada. Cuando la despiertan, ordena que le sirvan el desayuno en la habitación y empieza a hacer y a recibir llamadas telefónicas.
—¿Muchas?
—Mire, tengo una lista inacabable de pasos telefónicos.
—¿Sabe a quién llamaba?
—Se podría saber. Pero sería un procedimiento muy largo. Basta marcar el cero para poder llamar incluso a Nueva Zelanda.
—¿Y las llamadas que se reciben?
—Bueno, ¿qué quiere que le diga? Una vez recibida la llamada, la telefonista la trasmite a la habitación. Sólo hay una posibilidad.
—¿Cuál?
—Que alguien llame diciendo quién es cuando la señora no está en el hotel. En ese caso, se le da al portero un impreso especial que él coloca en la casilla de las llaves.
—¿La señora almuerza en el hotel?
—Raras veces. Comprenderá que, cuando se hace un abundante desayuno tan tarde… Pero ha ocurrido algunas veces. El jefe de sala me comentó una vez el comportamiento de la señora en la mesa cuando almuerza.
—No le he entendido muy bien, perdone.
—El hotel está muy concurrido, hombres de negocios, políticos, empresarios. Y todos, quien más quien menos, acaban por intentarlo. Miraditas, sonrisas, invitaciones más o menos explícitas. Y lo bueno de la señora, según me ha dicho el jefe de sala, es que no se hace la estrecha sino que, por el contrario, devuelve las miradas y las sonrisas… Pero a la hora de la verdad, nada. Todos se quedan con un palmo de narices.
—¿A qué hora suele salir por la tarde?
—Hacia las cuatro. Y regresa muy entrada la noche.
—Debe de tener un amplio círculo de amistades entre Montelusa y Vigàta.
—Eso parece.
—¿Ha estado fuera más de una noche alguna otra vez?
—No creo. El portero me lo habría comentado.
Llegaron Gallo y Galluzzo, agitando en la mano la orden de registro.
—¿Cuál es la habitación de la señora Licalzi?
—La 118.
—Tengo una orden.
El gerente Pizzotta lo miró con semblante ofendido.
—¡Pero, señor comisario! ¡No era necesaria esta formalidad! Conque me lo hubiera pedido, yo… Lo acompaño.
—No, gracias —dijo secamente Montalbano.
El semblante del gerente Pizzotta pasó de ofendido a mortalmente ofendido.
—Voy por la llave —dijo en tono circunspecto.
Regresó poco después con la llave y un montoncito de hojas, todas ellas notas de llamadas recibidas.
—Aquí tiene —dijo, entregando, cualquiera sabe por qué, la llave a Fazio y las hojas a Gallo. Inclinó bruscamente la cabeza a la alemana ante Montalbano, dio media vuelta y se retiró tan tieso como un muñeco de madera.
La habitación 118 estaba impregnada de imperecedero Chanel n° 5 y, sobre la banqueta del equipaje, se destacaban dos maletas y una bolsa de la marca Vuitton. Montalbano abrió el armario: cinco vestidos de gran clase y tres pares de vaqueros artísticamente gastados; en la parte destinada a los zapatos, cinco pares de tacón muy alto marca Magli y tres pares de zapatos deportivos planos. Las blusas, todas ellas también muy caras, estaban dobladas con sumo cuidado; la ropa interior, clasificada según el color en su correspondiente cajón, se componía tan sólo de finísimas bragas.
—Aquí dentro no hay nada —dijo Fazio, que entre tanto había registrado las dos maletas y la bolsa.
Gallo y Galluzzo, que habían dado vuelta la cama y el colchón, sacudieron negativamente la cabeza y empezaron a ponerlo todo de nuevo en su sitio, impresionados por el orden que reinaba en la habitación.
Encima del pequeño escritorio había cartas, anotaciones, una agenda y un montón de notificaciones de llamadas mucho más alto que el que el director le había entregado a Gallo.
—Estas cosas nos las llevamos —le dijo el comisario a Fazio—. Echa también un vistazo a los cajones y toma todos los papeles.
Fazio se sacó del bolsillo un sobre de plástico que siempre llevaba consigo y empezó a llenarlo.
Montalbano entró en el cuarto de baño. Todo reluciente y perfectamente en orden. Sobre la repisa, un lápiz de labios Idole, una base de maquillaje Shiseido, un frasco tamaño extragrande de Chanel n° 5 y así sucesivamente. Un albornoz de color rosa, mucho más suave y cara que la del chalet, estaba cuidadosamente colgado.
Regresó al dormitorio y tocó el timbre para llamar a la gobernanta. Poco después llamaron a la puerta y Montalbano dijo que pasaran. Se abrió la puerta y apareció una seca cuarentona que, al ver a los cuatro hombres, se tensó, palideció y preguntó con un hilo de voz:
—¿Son ustedes policías?
Al comisario le entró la risa. ¿Cuántos siglos de cacicadas policiales habían sido necesarios para afinar en una mujer siciliana una capacidad tan fulmínea de identificación de un policía?
—Sí, lo somos —contestó sonriendo.
La camarera enrojeció y bajó la mirada.
—Pido disculpas.
—¿Usted conoce a la señora Licalzi?
—¿Por qué, qué le ha pasado?
—Desde hace varios días no se tienen noticias suyas. La estamos buscando.
—¿Y, para buscarla, se están llevando sus papeles?
No se podía infravalorar a aquella mujer. Montalbano decidió revelarle algo.
—Tememos que le haya ocurrido algún percance.
—Yo le decía siempre que tuviera cuidado —dijo la camarera—, ¡salía siempre de paseo con quinientos millones de liras en la cartera!
—¿Iba por ahí con tanto dinero encima? —preguntó asombrado Montalbano.
—Yo no hablaba de dinero sino de las joyas que tiene. ¡Y con la vida que lleva! Vuelve tarde, se levanta tarde…
—Eso ya lo sabemos. ¿Usted la conoce bien?
—Claro. Desde la primera vez que vino aquí con su marido.
—¿Me podría decir algo acerca de su carácter?
—Pues verá, no era nada exigente. Sólo tenía una manía: el orden. Cuando le arreglábamos la habitación, comprobaba que volviéramos a dejar todo en su sitio. Las camareras del turno de la mañana se encomendaban al Señor antes de empezar a trabajar en la 118.
—Una última pregunta: ¿sus compañeras del turno de la mañana le habían comentado alguna vez que la señora recibía de noche a algún hombre en la habitación?
—Nunca. Y en estas cosas tenemos buena vista.
Durante el regreso a Vigàta una pregunta persiguió a Montalbano: si la señora era una maniática del orden, ¿cómo era posible que el cuarto de baño del chalet de Tre Fontane estuviera desordenado hasta el extremo de que el albornoz se hubiera arrojado al suelo de cualquier manera?
Durante la cena (unas merluzas muy frescas, hervidas con dos hojas de laurel y condimentadas con sal, pimienta y aceite de Pantelleria en el mismo momento de servir, y un plato de suaves ternillas que deleitaban el estómago y los intestinos), el comisario le contó a la señora Vasile Cozzo los acontecimientos de la jornada.
—Me parece comprender —dijo la señora Clementina— que la verdadera pregunta es esta: ¿por qué el asesino se llevó los vestidos, las bragas, los zapatos y la bolsa de la pobrecilla?
—Ya —dijo Montalbano sin añadir nada más.
No quería interrumpir el funcionamiento del cerebro de la señora que, con sólo abrir la boca, ya había centrado el problema.
—Yo de estas cosas puedo hablar por lo que veo en la televisión —añadió la anciana.
—¿No lee libros de misterio?
—Raras veces. Y, además, ¿qué significa libro de misterio? ¿Qué significa novela policial?
—Bueno, existe toda una literatura que…
—Claro. Pero a mí no me gustan las etiquetas. ¿Quiere que le cuente una bonita historia de misterio? Bueno pues, un hombre, después de muchas arriesgadas aventuras, se convierte en el amo de una ciudad. Pero, poco a poco, sus súbditos empiezan a enfermar de una extraña dolencia, una especie de peste. Entonces este señor se pone a investigar para averiguar la causa del mal. Investiga que te investiga, descubre que la raíz del mal es precisamente él y entonces se castiga.
—Edipo —dijo Montalbano casi hablando para sus adentros.
—¿No le parece un bonito relato policial? Volvamos a nuestro tema. ¿Por qué un asesino se lleva los vestidos de la víctima? La primera respuesta es: para que no la identifiquen.
—No es nuestro caso —dijo el comisario.
—Exacto. Pero yo creo que, razonando de esta manera, estamos siguiendo el camino que quiere el homicida.
—No la entiendo.
—Me explicaré mejor. El que se lo ha llevado todo quiere hacernos creer que todas las cosas que se ha llevado revisten la misma importancia para él. Y nos induce a considerarlas un todo único. Pero no es así.
—Ya —repitió Montalbano, cada vez más asombrado y cada vez más temeroso de romper con algún comentario inoportuno el hilo de aquel razonamiento.
—Por de pronto, la bolsa sola cuesta quinientos millones de liras por las joyas que contiene. Lo cual quiere decir que, para un ladrón común, el hecho de haber robado la bolsa supone haber dado un buen golpe. ¿De acuerdo?
—De acuerdo.
—¿Pero qué interés tiene un ladrón común en llevarse todos los vestidos? Ninguno. Por consiguiente, si se llevó los vestidos, las bragas y los zapatos, tenemos que pensar que no se trata de un ladrón común. Sin embargo, se trata de un ladrón común que, actuando de esta manera, pretende inducirnos a creer que no es común sino de otro tipo. ¿Por qué? Es posible que lo haya hecho para enredar las cartas; él quería robar la bolsa, que valía lo que valía, pero, puesto que cometió un homicidio, intenta enmascarar su verdadero objetivo.
—Exacto —dijo Montalbano sin que le preguntaran.
—Sigamos adelante. Es posible que el ladrón del chalet se haya llevado otras cosas de valor que no sabemos.
—¿Puedo hacer una llamada? —preguntó el comisario, a quien se le acababa de ocurrir una idea inesperada.
Llamó al Jolly de Montelusa y pidió hablar con el gerente Claudio Pizzotta.
—¡Ah, señor comisario! ¡Qué atrocidad! ¡Terrible! Acabamos de enterarnos ahora mismo a través de Retelibera de que la pobre señora Licalzi…
Nicolò Zito había dado a conocer la noticia y él se había olvidado de encender el televisor para ver cómo había comentado los hechos el periodista.
—Televigàta también ha ofrecido un reportaje —añadió entre la sincera complacencia y la falsa aflicción el gerente Pizzotta.
Galluzzo había cumplido con su deber para con el cuñado.
—¿Qué tengo qué hacer, señor comisario? —preguntó angustiado el gerente.
—No le entiendo.
—Con estos periodistas. Me están acosando. Quieren una entrevista. Se han enterado de que la pobre señora Licalzi se alojaba en nuestro establecimiento…
¿A través de quién se podían haber enterado sino del propio director? Montalbano se imaginó a Pizzotta convocando por teléfono a los periodistas para explicarles las revelaciones que él les podría hacer acerca de la asesinada, joven, bella y, sobre todo, hallada desnuda…
—Haga lo que coño le parezca. Dígame, ¿la señora Michela lucía habitualmente alguna de las joyas que poseía? ¿Tenía reloj?
—Pues claro que las lucía, pero con discreción. De lo contrario, ¿para qué se las llevaba desde Bolonia a Vigàta? En cuanto al reloj, siempre lucía un Piaget estupendo, más plano que un papel.
Dio las gracias, colgó y le comunicó a la señora Clementina lo que acababa de averiguar. La señora reflexionó un instante.
—Ahora tenemos que establecer si se trata de un ladrón convertido en asesino por necesidad o de un asesino que quiere simular ser un ladrón.
—Pues yo no creo, por instinto, en esta historia del ladrón.
—Hace mal en fiarse del instinto.
—Pero, señora Clementina, Michela Licalzi estaba desnuda, acababa de salir de la ducha, un ladrón habría oído el ruido y esperado un poco para entrar en la casa.
—¿Y quién le dice a usted que el ladrón no estaba ya en la casa cuando entró la señora? Ella entra y el ladrón se esconde. Cuando la señora se sitúa bajo la ducha, el ladrón piensa que es el momento más apropiado, sale de su escondrijo, saquea lo que tiene que saquear, pero es sorprendido por la señora. Y entonces reacciona tal como ya sabemos. Puede que ni siquiera tuviera la intención de matarla.
—Pero ¿cómo habría entrado este ladrón?
—Tal como ha entrado usted, señor comisario.
Tocado y hundido, Montalbano no replicó.
—Pasemos a los vestidos —añadió la señora Clementina—. Una cosa es que se los haya llevado para hacer teatro y otra muy distinta que el asesino necesitara hacerlos desaparecer. ¿Qué tenían de tan importante?
—La posibilidad de que representaran un peligro para él y sirvieran para identificarlo —dijo el comisario.
—Sí, dice usted bien, comisario. Pero es evidente que no constituían un peligro cuando la señora se los puso. Debieron de constituirlo después. ¿Cómo?
—A lo mejor, se mancharon —conjeturó Montalbano en tono dubitativo—. Quizá con la sangre del propio homicida. A pesar de que…
—¿A pesar de que…?
—A pesar de que no había sangre en el dormitorio. Había un poco en la sábana, la que había salido de la boca de la señora Michela. Pero puede que fueran manchas de otro tipo. De vómito, por poner un ejemplo.
—O de esperma, por poner otro —dijo la señora Vasile Cozzo, ruborizándose.
Era muy temprano para regresar a Marinella y Montalbano decidió pasar por la comisaría para ver si había alguna novedad.
—¡Ah, dottori! ¡Ah, dottori! —exclamó Catarella en cuanto lo vio—. ¿Está usted aquí? ¡Han llamado por lo menos diez personas! ¡Todas querían hablar personalmente con usted! ¡Yo, como no sabía que iba usted a venir, les he dicho a todas que llamen mañana por la mañana! ¿He hecho bien o mal, dottori?
—Has hecho bien, Catarè, no te preocupes. ¿Sabes qué querían?
—Todas eran personas que decían conocer personalmente a la señora asesinada.
Encima del escritorio de su despacho, Fazio le había dejado el sobre de plástico con los papeles requisados en la habitación 118. A su lado se encontraban las notificaciones de llamadas telefónicas que el director Pizzotta había entregado a Gallo. El comisario se sentó, sacó la agenda del sobre y la hojeó. Michela Licalzi la tenía tan ordenada como su habitación de hotel: citas, llamadas telefónicas pendientes, lugares adonde ir, todo estaba anotado con claridad y precisión.
El doctor Pasquano había dicho, y en eso Montalbano estaba de acuerdo, que la mujer había sido asesinada durante la noche entre el miércoles y el jueves. Por consiguiente, buscó de inmediato la página del miércoles, el último día de la vida de Michela Licalzi. Las 16:00, llamar a Rotondo, mueblista; 16:30, llamar a Emanuele; 17:00 aprox., Todaro, plantas y jardín; 18:00, Anna; 20:00, cena con los Vassallo.
Pero la señora había contraído otros compromisos para el jueves, el viernes y el sábado, ignorando que alguien le impediría cumplirlos. El jueves por la tarde se habría tenido que reunir con Anna e ir con ella a Loconte (entre paréntesis: cortinas) para finalizar la velada cenando con Maurizio. El viernes tenía que ver a Riguccio, el electricista, reunirse de nuevo con Anna e ir a cenar a casa de los señores Cangialosi. En la página del sábado sólo figuraba anotado lo siguiente: 16:30, vuelo desde Punta Ràisi con destino a Bolonia.
Montalbano dejó a un lado la agenda y sacó otros papeles del sobre. Nada interesante, sólo facturas y recibos para Hacienda: todo el dinero gastado en la construcción y la decoración del chalet estaba minuciosamente documentado. En un cuaderno cuadriculado, la señora Michela había anotado en una columna todos los gastos y parecía preparada para una inspección fiscal. Había un talonario de cheques de la Banca Popolare de Bolonia en el que sólo quedaban las matrices. Montalbano encontró también una tarjeta de embarque Bolonia-Roma-Palermo de seis días atrás y un billete de regreso Palermo-Roma-Bolonia para el sábado a las 16:30.
Ni una sombra de carta personal o de nota privada. Decidió proseguir el trabajo en casa.