Dos

Llegó al despacho a las ocho y media, descansado y dulcificado.

—¿Sabes que el jefe superior es un noble? —fue lo primero que le dijo Mimì Augello al verlo.

—¿Es un juicio moral o un hecho heráldico?

—Heráldico.

—Ya lo había comprendido por el guión entre los dos apellidos. Y tú, ¿qué has hecho, Mimì? ¿Lo has llamado conde, barón, marqués? ¿Lo has adulado como Dios manda?

—¡Vamos, Salvo, qué manía la tuya!

—¿La mía? Fazio me ha dicho que meneabas el rabo mientras hablabas por teléfono con el jefe y que después has salido como una exhalación para ir a verlo.

—Mira, el jefe superior me ha dicho textualmente: «Si el comisario Montalbano no está localizable, venga usted inmediatamente». ¿Qué querías que hiciera? ¿Contestarle que no podía porque, en caso contrario, mi superior se cabrearía?

—¿Qué quería?

—No estaba sólo yo. Se encontraba presente media provincia. Nos ha comunicado su intención de renovar y poner al día las cosas. Ha dicho que el que no esté en condiciones de seguirlo en esta aceleración, mejor que se vaya al desguace. Ha dicho literalmente «desguace». Todos hemos comprendido que se refería a ti y a Sandro Turri de Calascibetta.

—Explícame mejor cómo lo han comprendido.

—Porque, cuando dijo «desguace», miró un buen rato primero a Turri y después a mí.

—¿Y no es posible que se refiriera precisamente a ti?

—Vamos, Salvo, todos sabemos lo mal que le caes.

—¿Qué quería el señor príncipe?

—Decirnos que dentro de unos días llegarán unos supermodernos ordenadores y que las habrá en todas las comisarías. Nos ha pedido a cada uno el nombre del agente más experto en informática. Y yo se lo he dado.

—¿Pero estás loco? Aquí nadie sabe nada de esas cosas. ¿Qué nombre le has dado?

—Catarella —contestó muy serio e impasible Mimì Augello.

Un acto de saboteador nato. Montalbano se levantó de un salto y corrió a abrazar a su subcomisario.

—Lo sé todo sobre el chalet que le interesa —dijo Fazio, sentándose en la silla delante del escritorio del comisario—. He hablado con el secretario del Ayuntamiento, que conoce la vida y milagros de todos los habitantes de Vigàta.

—Dime.

—Bueno pues, el terreno en el que se levanta la casa pertenecía al doctor Rosario Licalzi.

—¿Doctor en qué?

—Doctor de verdad, médico. Murió hace unos quince años y se lo dejó en herencia a su hijo mayor Emanuele, también médico.

—¿Vive en Vigàta?

—No, señor. Vive y trabaja en Bolonia. Hace dos años este Emanuele Licalzi se casó con una chica de allí. Vinieron a Sicilia en viaje de luna de miel. La mujer vio el terreno y, desde ese momento, se le metió en la cabeza construir un chalet. Y eso es lo que hicieron.

—¿Sabes dónde están en este momento los Licalzi?

—El marido está en Bolonia y a ella se la vio hace tres días en el pueblo buscando cosas para amueblar el chalet. Tiene un Twingo verde botella.

—El que Gallo embistió.

—Ya. El secretario me ha dicho que no puede pasar inadvertida. Por lo visto, es guapísima.

—No entiendo por qué razón la señora no ha llamado todavía —declaró Montalbano que, cuando se lo proponía, sabía actuar como un consumado actor.

—Yo tengo una teoría —dijo Fazio—. El secretario me ha dicho que la señora es, ¿cómo diría?, muy aficionada a las amistades.

—¿Femeninas?

—Y masculinas —subrayó Fazio con intención—. Puede que la señora sea huésped de alguna familia que, a lo mejor, vino a recogerla con su coche. Sólo cuando regrese se dará cuenta de los daños que ha sufrido el vehículo.

—Es posible —concluyó Montalbano, siguiendo con su teatro.

* * *

En cuanto Fazio se retiró, el comisario llamó a la señora Clementina Vasile Cozzo.

—Mi querida señora, ¿cómo está?

—¡Comisario! ¡Qué agradable sorpresa! Voy tirando, a Dios gracias.

—¿Podría pasar a saludarla un momentito?

—Usted es bien recibido en cualquier momento.

La señora Clementina Vasile Cozzo era una anciana paralítica, una ex maestra de escuela primaria extremadamente inteligente y dotada de una natural y decorosa dignidad. El comisario la había conocido en el transcurso de unas complicadas investigaciones tres meses atrás y había quedado filialmente unido a ella. Montalbano no se lo confesaba abiertamente a sí mismo, pero aquella era la mujer que habría querido tener por madre, pues había perdido la suya siendo muy chico y sólo conservaba de ella el recuerdo de una dorada luminiscencia.

—¿Mamá era rubia? —le había preguntado una vez a su padre en un intento de comprender por qué el recuerdo de su madre consistía sólo en una borrosa luminosidad.

—Trigo bajo el sol —fue la seca respuesta de su padre.

Montalbano había adquirido la costumbre de ir a ver a la señora Clementina por lo menos una vez a la semana, le hablaba de alguna investigación que tenía entre manos, y la mujer, agradeciéndole la visita que interrumpía la monotonía de sus jornadas, lo invitaba a comer. Pina, la asistenta, era un personaje arisco que, por si fuera poco, no le tenía la menor simpatía a Montalbano, pero preparaba unos platos de exquisita y cautivadora simplicidad.

La señora Clementina, elegantemente vestida y con un pequeño chal de seda indio sobre los hombros, lo recibió en el salón.

—Hoy tenemos concierto —le dijo en un susurro—, pero ya está a punto de terminar.

Cuatro años atrás la señora Clementina había averiguado a través de la asistenta Pina, que a su vez se había enterado por medio de Jolanda, el ama de llaves del maestro Cataldo Barbera, que el ilustre violinista que vivía en el apartamento situado justo encima del suyo, estaba teniendo serias dificultades con los impuestos. Entonces ella se lo había dicho a su hijo, que trabajaba en la delegación de Hacienda de Montelusa, y el problema, que esencialmente se debía a un equívoco, se había resuelto. Diez días más tarde el ama de llaves Jolanda le había entregado una nota: «Distinguida señora, para corresponder aunque sólo sea en parte, cada viernes por la mañana, desde las nueve y media hasta las diez y media, tocaré para usted. Suyo afectísimo, Cataldo Barbera».

Y, de esta manera, todos los viernes por la mañana la señora se vestía de punta en blanco para rendir a su vez homenaje al maestro y se sentaba en una especie de cuartito-salón, donde el sonido de la música le llegaba mejor. Y el maestro, a las nueve y media en punto, iniciaba su concierto de violín.

En Vigàta todos sabían de la existencia del maestro Cataldo Barbera, pero muy pocos lo habían visto personalmente. Hijo de un ferroviario, el futuro maestro había visto la luz en Vigàta sesenta y cinco años atrás, pero había abandonado el pueblo antes de cumplir los diez años debido al traslado de su padre a Catania. Los vigateses se habían enterado de su carrera por la prensa: tras haber estudiado violín, Cataldo Barbera no había tardado en convertirse en un violinista de fama internacional. Pero de una forma inexplicable, una vez alcanzado el punto culminante de la notoriedad, se había retirado a Vigàta, donde compró un apartamento en el que vivía voluntariamente recluido.

—¿Qué está tocando? —preguntó Montalbano.

La señora Clementina le pasó una hoja de papel cuadriculado. La víspera del concierto el maestro solía enviarle el programa escrito a lápiz. Las piezas de aquel día eran la Danza Española de Sarasate y el Scherzo-Tarantela op. 16 de Wieniawski. Al finalizar el concierto, la señora Vasile Cozzo enchufó el teléfono, marcó un número, apoyó el auricular en la repisa y empezó a aplaudir. Montalbano se unió a ella de todo corazón: no entendía nada de música, pero estaba seguro de que Cataldo Barbera era un gran artista.

—Señora —empezó diciendo el comisario—, mi visita es interesada, necesito que me haga un favor.

A continuación le contó todo lo ocurrido la víspera, el accidente, su equivocación de funeral, la clandestina visita nocturna a la casita y el descubrimiento del cadáver. Al final del relato, el comisario titubeó, pues no sabía cómo formular la petición.

La señora Clementina, que se había divertido y emocionado progresivamente a medida que avanzaba el relato, lo animó:

—Adelante, comisario, no tenga reparo. ¿Qué desea de mí?

—Quisiera que efectuara una llamada anónima —contestó Montalbano de carrerilla.

* * *

Hacía diez minutos que había regresado al despacho cuando Catarella le pasó una llamada del doctor Lattes, jefe de gabinete de la Jefatura de policía.

—Mi querido Montalbano, ¿cómo está? ¿Cómo está?

—Bien —contestó secamente Montalbano.

—Me complace saber que goza usted de buena salud —dijo el jefe del gabinete para no dejar en mal lugar el apodo de «Lattes[1] y mieles» que alguien le había aplicado por su meliflua peligrosidad.

—A sus órdenes —lo espoleó Montalbano.

—Verá. Hace menos de un cuarto de hora ha llamado una mujer a la Jefatura, pidiendo hablar personalmente con el señor jefe superior. Ha insistido mucho. Pero el jefe superior estaba ocupado y me ha rogado que atendiera yo la llamada. La mujer estaba medio histérica y gritaba que en una casita de la localidad de Tre Fontane se había cometido un delito. Después ha colgado. El jefe superior le ruega que acuda allí por si acaso y le informe. La señora ha dicho también que la casita se puede encontrar fácilmente porque delante de ella hay un Twingo verde botella estacionado.

—¡Oh, Dios mío! —exclamó Montalbano, dando comienzo a la interpretación de su papel en el segundo acto, en vista de la perfección con la cual la señora Clementina Vasile Cozzo había interpretado el suyo.

—¿Qué ocurre? —preguntó con curiosidad el doctor Lattes.

—¡Una coincidencia extraordinaria! —contestó Montalbano en tono de asombro—. Luego le cuento.

* * *

—¿Oiga? Soy el comisario Montalbano. ¿Hablo con el juez Tommaseo?

—Sí. Buenos días. Dígame.

—Doctor Tommaseo, el jefe de gabinete del jefe superior me acaba de comunicar la recepción de una llamada anónima, en la que se denunciaba un delito cometido en una casita del distrito de Vigàta. Me ha ordenado ir a echar un vistazo y me estoy dirigiendo allí.

—¿No podría ser una broma de mal gusto?

—Todo es posible. Se lo he querido comunicar por respeto a sus irrenunciables prerrogativas.

—Claro —dijo complacido el juez Tommaseo.

—¿Cuento con su autorización para seguir adelante?

—Naturalmente. Y, en caso de que se haya cometido efectivamente un delito en aquel lugar, avíseme de inmediato y aguarde mi llegada.

Llamó a Fazio, Gallo y Galluzzo y les comunicó que tenían que ir con él a la localidad de Tre Fontane para comprobar si se había cometido un homicidio.

—¿Es el mismo chalet sobre el que usted me pidió información? —preguntó Fazio, perplejo.

—¿El mismo donde nos llevamos por delante el Twingo? —inquirió Gallo, contemplando con asombro a su jefe.

—Sí —les contestó el comisario con humilde expresión.

—¡Menudo olfato tiene usted! —exclamó Fazio, admirado.

* * *

Cuando acababan de ponerse en marcha, Montalbano se hartó de la farsa que tendría que interpretar, simulando asombro ante la contemplación del cadáver, y del tiempo que le harían perder el juez, el forense y los de la Policía Científica, los cuales eran capaces de tardar varias horas en acudir al lugar. Decidió abreviar.

—Pásame el móvil —le dijo a Galluzzo, sentado delante de él. Al volante se sentaba naturalmente Gallo.

Marcó el número del juez Tommaseo.

—Soy Montalbano. Señor juez, la llamada anónima no era una broma. Por desgracia, hemos encontrado en el chalet el cadáver de una mujer.

Las reacciones de los ocupantes del vehículo fueron muy variadas. Gallo derrapó, invadió el carril contrario, rozó un camión cargado de barras de hierro, soltó una maldición y regresó a su carril. Galluzzo experimentó un sobresalto, abrió unos ojos como platos y se volvió a mirar boquiabierto de asombro a su superior por encima del respaldo. Fazio contrajo visiblemente los músculos y miró inexpresivamente hacia adelante.

—Voy enseguida para allá —dijo el juez Tommaseo—. Dígame exactamente dónde está el chalet.

Cada vez más harto, Montalbano le pasó el móvil a Gallo.

—Explícale bien dónde está. Y después avisa al doctor Pasquano y a la Científica.

Fazio volvió a abrir la boca sólo cuando el vehículo se detuvo detrás del Twingo verde botella.

—¿Se puso usted guantes?

—Sí —contestó Montalbano.

—De todos modos y para más seguridad, ahora cuando entremos, toque todo con las manos y deje todas las huellas que pueda.

—Ya lo había pensado —dijo el comisario.

De la nota introducida bajo el limpiaparabrisas, después de la tormenta de la noche anterior, no quedaba casi nada, el agua había borrado el número de teléfono. Montalbano no la retiró.

—Vosotros dos mirad aquí abajo —les dijo el comisario a Gallo y a Galluzzo.

Por su parte, él subió al piso de arriba, seguido de Fazio. Bajo la luz eléctrica, el cuerpo de la muerta causaba menos impresión que la víspera, cuando él lo había entrevisto bajo la luz de la linterna: parecía menos auténtico, aunque no falso. El rígido cadáver de lívida blancura parecía una copia en yeso de las víctimas de la erupción del Vesubio en Pompeya. Boca abajo tal como estaba, no se le podía ver el rostro, pero su resistencia a la muerte debía de haber sido muy violenta pues en los hombros, justo bajo la nuca, se destacaban unas azuladas señales de equimosis, lo cual significaba que el asesino debía de haber utilizado toda su fuerza para hundirle el rostro en el colchón hasta el punto de que no pudiera pasar ni un hilillo de aire.

Gallo y Galluzzo llamaron desde la planta baja.

—Aquí abajo parece que todo está en orden —dijo Gallo.

De acuerdo, parecía una copia en yeso, pero no por ello dejaba de ser una joven asesinada, desnuda y en una posición que, de repente, se le antojó insoportablemente obscena, una cerrada intimidad profanada y abierta por ocho ojos de policías. En un intento de devolverle un mínimo de personalidad y dignidad, le preguntó a Fazio:

—¿Te han dicho cómo se llamaba?

—Sí. Si es la señora Licalzi, se llamaba Michela.

Fue al cuarto de baño, recogió del suelo la salida de color rosa, la llevó al dormitorio y cubrió el cuerpo.

Bajó a la planta baja. Si no hubiera muerto, a Michela Licalzi le habrían quedado todavía muchas cosas que hacer para terminar de arreglar el chalet.

Apoyadas en un rincón del salón había dos alfombras enrolladas; el sofá y los sillones estaban envueltos en el papel de celofán de la fábrica y, sobre una caja de gran tamaño todavía cerrada, había una mesita patas arriba. Lo único que parecía encontrarse en su sitio era una pequeña vitrina, en cuyo interior se habían colocado en perfecto orden los consabidos objetos: dos abanicos antiguos, unas figuritas de loza, un estuche de violín cerrado y unas preciosas caracolas de colección.

Los primeros en llegar fueron los de la Científica. El jefe superior Bonetti-Alderighi había sustituido a Jacomuzzi, el viejo jefe de la brigada, por el joven doctor Arquà, trasladado desde Florencia. Jacomuzzi, ya antes de ocupar el cargo de jefe de la Científica, era un exhibicionista incurable, siempre el primero en posar ante los fotógrafos, las cámaras y los periodistas. Montalbano, burlándose de él, tal como solía hacer siempre, lo llamaba «Pippo Baudo» como el célebre presentador de la televisión. En el fondo, Jacomuzzi creía más bien poco en las aportaciones que pudiera hacer la Científica a una investigación: decía que antes o después la intuición y la razón llegarían a la solución incluso sin ayuda de microscopios ni análisis. Unas herejías para Bonetti-Alderighi, que rápidamente se había librado de él. Vanni Arquà era el vivo retrato de Harold Lloyd, perennemente despeinado, vestido como los sabios distraídos de los años 30 y fiel adepto al culto de la ciencia. A Montalbano no le caía bien y Arquà le correspondía con análoga antipatía. Los de la Científica se presentaron en pleno, haciendo sonar a todo volumen las sirenas de sus dos automóviles casi como si estuvieran en Texas. Eran ocho, todos vestidos de paisano, y lo primero que hicieron fue sacar de los maleteros toda una serie de cajas y cajitas, como si fueran un equipo de cineastas a punto de efectuar una filmación. Cuando Arquà entró en el salón, Montalbano ni siquiera lo saludó y se limitó a señalarle con el pulgar que lo que les interesaba se encontraba en el piso de arriba. Mientras los hombres aún estaban subiendo, Montalbano oyó la voz de Arquà.

—Disculpe, comisario, ¿quiere subir un momento?

Se lo tomó con calma. Apenas entró en el dormitorio, se sintió traspasado por la mirada del jefe de la Científica.

—Cuando usted lo descubrió, ¿el cadáver estaba así?

—No —contestó Montalbano más fresco que una lechuga—. Estaba desnudo.

—¿Y de dónde sacó el albornoz?

—Del cuarto de baño.

—¡Vuelva a dejarlo todo tal como estaba, por Dios bendito! ¡Usted ha alterado la disposición del conjunto! ¡Y eso es gravísimo!

Sin decir nada, Montalbano se acercó al cadáver, tomó el albornoz y se lo colgó del brazo.

—¡Menudo culo, tíos!

El que había hablado era el fotógrafo de la Científica, una especie de feo paparazzo con los faldones de la camisa por fuera de los pantalones.

—Sírvete a tu gusto, si quieres —le dijo pausadamente el comisario—. Ya lo tienes a punto.

Fazio, que conocía el peligro que a menudo representaba la controlada calma de Montalbano, se acercó a él. El comisario miró a Arquà directamente a los ojos:

—¿Comprendes ahora por qué lo hice, capullo?

Y abandonó la habitación. En el cuarto de baño, se echó rápidamente agua en la cara, arrojó el albornoz aproximadamente en el mismo lugar donde lo había encontrado y regresó al dormitorio.

—Me veré obligado a informar al jefe superior —dijo fríamente Arquà.

La voz de Montalbano sonó diez grados más fría.

—Os comprenderéis muy bien.

Dottore, yo, Gallo y Galluzzo vamos a ir afuera a fumarnos un cigarrillo. A los de la Científica los molestamos.

Montalbano no contestó, estaba absorto en un pensamiento. Desde el salón volvió a subir al piso de arriba e inspeccionó la pequeña habitación y el cuarto de baño.

En la planta baja ya había mirado sin encontrar lo que le interesaba. Para más seguridad, se asomó un momento al dormitorio invadido y revuelto de arriba abajo por la Científica y echó un vistazo a lo que le parecía haber visto antes.

Fuera de la casa él también encendió un cigarrillo. Fazio acababa de hablar a través del móvil.

—He pedido el número de teléfono y la dirección del marido en Bolonia —explicó.

Dottore —dijo Galluzzo—. Estábamos comentando los tres una cosa muy rara…

—El armario del dormitorio aún esta embalado. Y yo he mirado incluso debajo de la cama —añadió Gallo.

—Y yo he mirado en todas las demás habitaciones. Pero…

Fazio, que estaba a punto de llegar a la conclusión, se detuvo al ver el gesto de la mano de su superior.

—… pero los vestidos de la señora no están en ningún sitio —terminó Montalbano.