TREINTA Y UNO

Ahora sí que estaba bebiendo whisky. Directamente de la botella, como en las películas malas, en las que el personaje tenía que pillarse una borrachera impresionante en pocos segundos para ahorrar metraje. El whisky me sabía a infusión de hierbas; probablemente Helena le habría quitado el alcohol. La llamé para quejarme; me había anotado su número de teléfono en grande en la parte trasera de la última hoja de mis memorias. Al lado había escrito: «Espero tu llamada, Helena».

Respondió enseguida. Conversamos sobre la levedad que caracterizaba al whisky en estos tiempos tan malos y sobre otras cuestiones similares relacionadas con la época que nos había tocado vivir. Las palabras no me salían todo el tiempo como yo quería. Tal vez sí que había algún resto de alcohol en la botella. Qué gracia, enseguida salió a la luz que Helena no estaba de viaje. Estaba en casa de una amiga, a la vuelta de la esquina. A mí no me parecía bien que se tomara tantas molestias por mí, pero ella dijo que lo hacía encantada.

¿Que qué tal estaba? No era fácil responder. A decir verdad, no lo sabía. Necesitaba a alguien que me lo dijera. Solo me tenía a mí y a Helena; pero yo quedaba excluido.

—No suenas nada mal —dijo ella.

Qué zalamera era. A través de los agujeritos del auricular del teléfono se veía refulgir el brillo de sus cabellos rojos.

Desde luego, estaba contento de volver a estar en posesión de mis objetos de valor, le aseguré.

—¿Tienes por aquí un mechero? —le pregunté de paso.

Helena se alegró. Le pareció una buena idea quemar todo eso. «Mejor que tirarlo por la ventana», fue su opinión. Algo había que hacer con aquello. Estaba claro que no podía dejar que la confesión de un asesinato reposara eternamente encima de una mesa de cocina. Perdería credibilidad. Y yo de eso ya había perdido bastante.

¿Que qué iba a hacer? Pues… ni idea. No podía tomar decisiones; pero no tenía intención de moverme de allí mientras durase el otoño. Y quién sabía cuánto duraría el otoño.

—¿Quieres que te pida una pizza? —me preguntó Helena.

Yo no entendí la pregunta. ¿Qué sabía el servicio de pizza a domicilio sobre la delgada línea que separaba el otoño del final? ¿Qué iba a hacer el pizzero con mis memorias? Helena debía de estar también un poco bebida.

—¿Cuánto tiempo me puedo quedar? —pregunté.

—Te puedes quedar para siempre —dijo ella.

Eso era maravilloso; pero me pareció demasiado tiempo. Quizás sería mejor avisar al fiscal. A Helena no le pareció buena idea. Me dijo que me olvidara del fiscal. Y la verdad es que Rehle era un hombre al que no costaba mucho olvidar; haría todo lo posible por sacarlo de mi mente.

—¿Te molesta que vuelva a casa mañana por la mañana? —me preguntó ella.

¿Molestarme? ¿Cómo iba a molestarme? Era su casa. Alguien me dio unos golpecitos de pronto en ese lugar en el que habitualmente el que bate es el corazón. Y yo me planteé muy seriamente la posibilidad de abrirle la puerta sin importarme lo absurda que fuera la idea.

—No, no me molesta —le dije—. Todo lo contrario.

La llamada telefónica duró hasta la mañana siguiente. Era evidente que teníamos mucho que hablar. Y en algún momento de la conversación se me ocurrió una buena frase para terminar, pero esperé pacientemente a que llegara el momento de la despedida. Entonces pregunté: «Helena, ¿has estado alguna vez en Brasil?». Si hubiera estado de lector en la editorial Erfos le habría tachado una frase final así hasta al más exitoso de nuestros autores. Pero ya no era lector, ni en Erfos ni en ninguna parte. Y ya no era escritor. Ni era un recluso. Ni un hombre libre. Era un asesino al que el otoño había liberado e indultado. Así es que lo repetí: «¿Has estado alguna vez en Brasil?».

Helena respondió: «Todavía no».

Una buena respuesta; desde mi punto de vista.