TREINTA

Apagué la música, vacié el vaso de whisky en el lavabo, me serví agua, me senté a la mesa de la cocina e hice como si comprobara que tenía todos los documentos antes de empezar con mi discurso. Tenía que leerlo. Necesitaba leerme y escucharme, ser autor y público al mismo tiempo, representar mi última función. Llevaba años despidiéndome pero esta vez era definitivo. Por suerte, yo no era una persona depresiva.

Los primeros papeles eran las cartas de las editoriales más importantes. Catorce negativas, cuidadosamente ordenadas y grapadas, tal y como las había dejado en la consigna. Las había agrupado en cuatro categorías según los motivos con los que se me justificaba el rechazo.

Elegí una muestra de cada tipo.

Primera categoría, los ignorantes:

«Querido señor Lorenz:

Hemos leído su manuscrito con mucho interés pero, desgraciadamente, tenemos que comunicarle que no le vemos ninguna posibilidad dentro de nuestro programa editorial.»

Segunda categoría, los cobardes:

«Estimado señor D. Xaver Lorenz:

Tras su nombre artístico se esconde, sin lugar a dudas, un gran talento literario. Pero quizás debiera intentar publicar primero en una editorial de ámbito nacional más pequeña para ir haciéndose un nombre. Le seré sincero: a nosotros nos resulta demasiado arriesgado publicar el debut de un principiante como usted.»

Tercera categoría, los moralistas:

«Estimado autor:

Con todo mi respeto a la calidad lingüística de su obra, tengo que comunicarle que considero que el contenido de su manuscrito es cínico, maligno y reprochable desde un punto de vista ético, además de completamente ajeno a la realidad. Mientras yo ocupe la presidencia de esta casa, no tengo intención de publicar nada en esa línea.»

Cuarta categoría: la última respuesta recibida, una categoría en sí misma. Con fecha 26-08-98, recibida pocas horas después de que me dejara Delia. Tomé un sorbo de agua. Era un gran dramaturgo, el que mejor sabía llevarme a escena.

«Apreciado señor Xaver Lorenz o como quiera que se llame. (Por cierto, me parece bastante poco original que utilice como seudónimo el nombre del héroe de su novela narrada en primera persona. De esta forma se identifica de una manera un tanto rara con el contenido de su utópico manuscrito.) Estoy a punto de partir para Boston, pero he decidido tomarme el tiempo necesario para escribirle detenidamente. Pasaré unos años en Estados Unidos enseñando un poco de literatura como profesor invitado. Y a mis jóvenes alumnos les aconsejaré lo mismo que voy a decirle a usted a continuación: ¡No escriba nunca sobre cosas que no entiende! Eso en literatura es pecado mortal.

»Un buen libro es un libro que se ha vivido. Solo los más grandes de los grandes autores pueden vivir un libro sin haberlo experimentado antes. Y, perdóneme, señor Lorenz, pero usted no es uno de los grandes grandes. No se aleje de la realidad, agárrese a los hechos que conforman lo cotidiano. Se nota que usted es un buen observador y que sabe plasmar lo que vive. Tiene talento literario. Solo debe conformarse con la falta de espectacularidad que impregna la realidad. Y seguro que encontrará un público para su obra. Pero, por favor, le ruego que se olvide de la gran novela psicológica.

»Xaver Lorenz, este es usted: un escritor honesto, un espíritu sensible, un hombre honrado, un compañero amable, probablemente también un buen padre de familia, como el personaje de su novela. Xaver Lorenz no puede ser un asesino. En eso, su imaginación le ha jugado una mala pasada. Esa acrobacia resulta demasiado exagerada y el exceso de riesgo se aprecia en cada línea. Señor Lorenz, a su libro le falta sustancia. Los lectores exigentes no se venden tan fácilmente. Su historia quizás suene auténtica, pero es increíble, es un fracaso en sí misma. Usted es demasiado buena persona para eso.

»Mi consejo es: abandone esa idea y empiece a escribir algo diferente, algo alegre. No fantasee, escriba, cree a partir de su propia vida. ¡Sabe hacerlo! Espero haberlo estimulado, pues mi pretensión no es desanimarlo.»

Dejé la carta a un lado y agarré el manuscrito. Estaba envuelto en cartón de embalar marrón de la librería de Delia. No lo saqué. Quería sentir su peso una vez más. Sí, todavía pesaba. Si lo hubiera tirado por la ventana alguien podría haber resultado herido, quizás se hubiera dado con la cabeza al caer contra un bordillo de hormigón o, al intentar esquivarlo, hubiera saltado a la calzada y lo habría atropellado un coche. Así era como perdía la vida la gente. Esos manuscritos eran los peligrosos; como diría un mal periodista, eran «bombas de relojería». Puse el paquete, el arma homicida, a un lado y me quedé en la mano solo con el epílogo, la prueba del delito. Estaba envuelto en tres fundas, bien protegido, como lo había guardado yo. Lo desenvolví y empecé a desahogarme con su lectura.

«Me llamo Jan Haigerer y he matado a un hombre. Primero solo mentalmente, en mi fantasía, no en la vida real. Pero el delito no es por ello menor. El tiempo me confunde, me persigue a través de mi propia biografía. El presente no escatima en medios para derrumbarme. Sin embargo, yo me agarro diligentemente al teclado y escribo: 26 de agosto de 1998. No ha sido un buen día: la mujer a la que amaba ha echado el cerrojo y me ha dejado fuera de su vida; junto a mí, la última negativa para publicar el texto al que me he entregado en cuerpo y alma. Acabo de perder mi amor y mi vida. Y no parece que las cosas vayan a cambiar de momento.

»Ustedes se encuentran en mi futuro. Están leyendo el prólogo de mi obra, así es que han tenido que pasar más de veinte años. Debe de hacer más de veinte años que cometí el asesinato, veinte años de tiempo adicional en este partido.

»He expiado mi culpa y espero haber sufrido; aunque sé que, por mucho que lo haya hecho, no habrá sido suficiente. La culpa con la que cargo no puede contrarrestarse con ningún sufrimiento. No puedo reparar nada; solo se trata de terminar lo que he empezado. Quizás ustedes se acuerden todavía de mi caso: Jan Haigerer, el asesino sin móvil, el que mató a un desconocido.

»Pues demos un salto hacia atrás, hacia el presente de ese personaje que soy yo. Todo está preparado. Ese hombre que no puede haberle hecho daño a nadie, a nadie más que a sí mismo, quiere matar a un desconocido. De hecho, ya lo ha hecho: lo ha escrito.

»Pero vayamos más atrás todavía, saltemos otros tres años, hasta la época en la que empecé a escribir este libro. Creé la figura de Xaver Lorenz: un hombre bueno y servicial, en absoluto violento, al que todo el mundo apreciaba. Sin embargo, un día, ese hombre lanzó una granada de mano en mitad de una calle concurrida, atentando contra un grupo aleatorio de personas, y mató a una señora mayor. ¿Por qué? Él se niega a revelar sus motivos. ¿Por qué? Ustedes me perdonarán, pero yo no puedo explicárselo.

»Volvamos ahora a mi presente, a este 26 de agosto de 1998, día en el que mi manuscrito ha sido rechazado por última vez. Ya no voy a intentarlo con ninguna otra editorial. Un buen libro es un libro que se ha vivido. Eso es lo que enseñan en Boston. Yo he suspendido la asignatura y ahora tengo que recuperar: voy a vivir mi libro y voy a pagar por ello. Y cuando hayan pasado veinte años, cuando el centro de reclusión vuelva a escupirme en medio de la sociedad libre, revisaré mi manuscrito y lo insuflaré de vida, de mi vida, de mi crimen.

»Queridos lectores, acompáñenme ahora en un nuevo salto. Volvamos al futuro. Hace veinte años, yo, Jan Haigerer, maté a un desconocido, a una persona cualquiera, arbitrariamente, sin miedo, sin escrúpulos y sin arrepentimiento. ¿Por qué? PORQUE SÍ, POR ESO. La respuesta se encuentra ahora en sus manos.»