El conde me llevó hasta la misma puerta. Su encargo, presumiblemente, acababa allí. Me habría gustado dejarle algo de propina pero no quise ofenderlo; era un hombre de honor. Abrió la puerta del piso y dijo:
—La señora Selenic está de viaje. Tiene la casa a su disposición. Relájese y descanse; la cama está hecha, las toallas limpias, el frigorífico lleno, y lectura tampoco le faltará.
Me dio la llave, pero yo no podía aceptarla.
—Cierre usted desde fuera cuando salga —le dije.
—Vuelve a ser un hombre libre —replicó— y yo no tengo derecho a cortarle su libertad.
Metió la llave en la cerradura, en la parte interior de la puerta, y cerró al salir dejándome solo en mitad del pasillo del piso con destellos de oro. Me tumbé sobre una alfombra demasiado suave e intenté llorar.
Helena sabía que acabaría poniendo a Jacques Offenbach en algún momento y me había dejado la primera carta en la funda del CD. No me daba miedo leerla. Las letras eran glóbulos sanguíneos que componían una melodía para mí, y yo me dejé empapar por ella para escuchar en el primer movimiento cómo se desvelaba el misterio que regía mi destino.
Querido Jan: Soy Beatrice, ya sabes, la camarera. Ha llegado el momento de revelarte mi secreto. Aunque, en realidad, lo que desvelo es tu secreto. El que tú me desvelaste. ¿Te acuerdas de aquella noche? Habían pasado dos días desde el disparo. Estuviste en el local y estabas totalmente borracho, desesperado. Me dabas tanta pena. Te diste varias veces con la cabeza contra la mesa, estabas medio inconsciente y yo no fui capaz de dejarte allí en esas condiciones.
Bob me ayudó a ponerte en pie y te llevé a rastras hasta mi casa. Por el camino no hacías más que hablarme de Brasil, me preguntaste si me iría contigo. A Brasil. Brasil. Brasil…, todo el tiempo lo mismo, a mí me hacías mucha gracia. Acabaste desplomándote en mis brazos, llorando, y luego riéndote, llevabas una borrachera impresionante.
Después te tumbaste en el sofá y, medio en sueños, empezaste a delirar y a repetir esos números, siempre los mismos: dos seis cero ocho nueve ocho. Te pregunté qué significaban pero solo mascullabas palabras sueltas: «el de la chaqueta roja» (eso lo repetías todo el tiempo: «el de la chaqueta roja») y «la combinación», «el código secreto», «secreto», «consigna», «llave de la muerte», «lo hice yo», «yo le disparé»… y cosas por el estilo. Y otra vez los mismos números: dos seis cero ocho nueve ocho.
Me los apunté. Por puro instinto. Entonces no me podía imaginar que podrían llegar a tener tanta importancia. Nunca me habría imaginado que tú fueras capaz de hacer nada malo y me quedé estupefacta cuando me enteré de que estabas en prisión. Todos pensamos que debía de tratarse de un terrible malentendido.
Así es que decidí ponerme en contacto con la jueza que instruía el caso, con Helena, una mujer fascinante. Creo que está enamorada de ti. Le conté todo lo que sabía. Estuvimos unas cuantas horas hablando de ti. Así me enteré también, por ejemplo, de tu desgraciada historia con Delia y de lo mucho que detestabas tu trabajo como periodista.
Te mandé una servilleta con la palabra BRASIL para que te distrajera un poco de tus pensamientos y te transportara a un lugar mejor.
Pasaron unas semanas y volví a quedar con Helena en su despacho. Pero esta vez la encontré seria y afligida. Me preguntó si yo quería que te condenaran a cadena perpetua. Yo me quedé helada: no, claro que no, le dije. ¿Y si realmente cometió un asesinato y lo hizo intencionadamente?, me preguntó. No, tampoco, le dije. Yo estoy convencida de que tú no eres mala persona, así es que no importa lo que hayas hecho. Así soy yo.
Helena se sintió aliviada. Entonces me contó toda la verdad: había encontrado la consigna y lo había leído todo. Me lo contó. Las dos sabemos por qué lo hiciste y nos parece una locura o una enfermedad o no sé qué; pero no se lo vamos a decir a nadie. La decisión es tuya. Eres tú el que decide si quiere sacar la verdad a la luz. Puedes solicitar que se reabra el caso, según me ha dicho Helena. Yo podría acabar también en prisión, pero asumo el riesgo. Así soy yo.
Bueno, Jan, pues hasta aquí llega «nuestra» historia. Emocionante, ¿no? Yo no le he contado nada de esto a nadie, ni siquiera a mi novio. Lo dejo en tus manos. Me gustaría volver a verte y no tiene por qué ser en Brasil. ¡Con tal de que sea en libertad!
Beatrice
Tenía la garganta seca. Necesitaba un trago. Una botella de whisky sin empezar me envió una señal luminosa de color rojo otoño desde la distancia. Debajo de ella había una nota que decía: «¡Primero Jacques Offenbach!». Me hizo ilusión. Lo estaba haciendo bien: primero la música y después el whisky. Junto a la botella se hallaba una segunda carta que debía de contener la segunda parte de las aclaraciones. Me serví un vaso, me senté en el sofá y empecé a leer.
Mi querido Jan, ahora me toca a mí, soy Helena. Siento haberme cruzado en tus planes. Haciéndolo he cometido además varios delitos graves: he ocultado pruebas, he falsificado documentos, he sobornado a testigos para que hicieran declaraciones falsas; soy una jurista deplorable y no puedo volver a ejercer esta profesión. Ya no soy capaz de distinguir entre lo que es justo y lo que no lo es. Desde que entraste en mi vida.
Beatrice, la camarera, me dio la clave de tu secreto. Probé en tres bancos, en la estación y después en el aeropuerto. Y allí me funcionó la combinación, allí pude abrir la consigna y acceder a tus documentos. Me los llevé y los leí en el tren. Después me pasé noches enteras sentada donde debes de estar tú ahora, dándole vueltas a la cabeza. No sabía qué hacer. Veía tres posibilidades: una, descubrir el crimen y dejarte jugar ese «tiempo adicional» del que hablas, quedarme mirando cómo te acusaban de asesinato y te encerraban para que dejaras de vivir y te dedicaras solo a expiar tu crimen. Pero me sentía incapaz, me atraías demasiado para poder hacer eso. No podía soportar ver cómo te ibas a pique.
La segunda opción: esconder tu verdadero móvil, dejar que el proceso siguiera su curso sin móvil aparente o con uno inventado, regalarte esos quince o veinte años de prórroga para que reposaras en prisión y no te arrepintieras de nada porque ni te planteas la posibilidad de arrepentirte, porque te crees inmortal, porque quieres convertir tu fracaso en victoria a través de un acto delictivo. ¡No! No, Jan, eso tampoco. Tú no eres Xaver Lorenz, tú eres Jan Haigerer.
Y entonces se me ocurrió la tercera posibilidad, la del homicidio piadoso. Rolf Lentz era yonqui, estaba acabado; pero no estaba enfermo. Lo de infectarlo con el virus del SIDA se me ocurrió a mí más tarde. Al doctor Szabo, el médico, lo conozco desde que era una niña; fue el amante de mi madre durante años, me robó una parte de ella, así es que me debía un favor. Por supuesto, ya había oído hablar de tu caso. ¿Y quién no? Era uno de los muchos que no podían creerse que fueras un asesino y logré convencerlo para que te ayudara usando medios ilegales. Falsificó informes y volantes médicos y recreó los cuidados intensivos que había necesitado Lentz en sus últimos días; lo convirtió en un enfermo de SIDA en fase terminal. La prima de Rolf, Maria, también estaba implicada. No tenía una relación muy cordial que digamos con él y yo le prometí apoyo económico si estaba dispuesta a testificar que Rolf estaba enfermo de SIDA y que le quedaba poco de vida. Y buscamos unos cuantos testigos en el ambiente en el que se había movido Rolf Lentz para que declararan lo mismo.
A Anke Lier y Engelbert Auersthal los contacté (con sus verdaderos nombres) por Internet. Se crearon varias páginas web de fanáticos que exigían tu puesta en libertad. Te idolatraban, te adoraban, te tenían por un mártir. Jan, te has convertido en un personaje de culto, debería darte vergüenza. Conseguí contactar con los cabecillas y estaban dispuestos a cualquier cosa con tal de sacarte de la cárcel.
En unos cuantos turnos de noche escribimos los mensajes que componían tu supuesto contacto epistolar con Rolf y pusimos los anuncios en Internet, redactamos juntos unas cartas que luego te hicimos llegar y pegamos anuncios en periódicos viejos y los fotocopiamos. Era arriesgado, pero sabíamos que nadie lo comprobaría, nos pasamos horas adaptando las declaraciones de los testigos y puliéndolas para que todo cuadrara.
La Sala no puso objeciones a la hora de aceptar que se trataba de un caso de «homicidio piadoso». Tanto Anneliese Stellmaier, como Benedikt Reithofer, como la mayoría de los miembros del jurado, se sintieron aliviados al descubrir que existía esa posibilidad. Nadie podía ni quería considerarte un asesino. Siegfried Rehle no podía objetar nada y tú ya no eras más que un saco de despojos. Aunque hubieras vuelto del aeropuerto y hubieras sacado a la luz toda la verdad al final, no te habría creído nadie. La necesidad que tenía la opinión pública de liberarte de la pesada carga que sobrellevabas era demasiado grande.
Ya ves, Jan. ¿Por qué he hecho todo esto? ¿Por qué he puesto en libertad a un asesino? Creo que no lo he hecho por mí ni «por nosotros»; lo he hecho solo por ti. Y contra ti, contra tu voluntad. ¿En contra de tu voluntad? No, en contra de la voluntad de Xaver Lorenz. Solo estando en libertad podrás percatarte de la locura. Lo hecho, hecho está, ya no puedes cambiarlo; pero puedes empezar a arrepentirte. No tienes ningún pecado que expiar, tienes que mostrar arrepentimiento. ¡ARREPENTIRTE!
¡Ah, sí! Tengo que devolverte una cosa. Encima de la mesa de la cocina encontrarás lo que había en la consigna: la confesión o la justificación de tu vida, como lo prefieras. Haz lo que quieras: termina tu obra o destrúyela. Sacrifica a Jan Haigerer por Xaver Lorenz, o elimina a Xaver Lorenz para empezar a ser otra vez Jan Haigerer desde el principio. Si eliges la segunda vía, puedes contar conmigo.
Y ahora, dale un trago al whisky de una vez por todas. Que todavía tienes el vaso lleno. ¿O me equivoco?