VEINTIOCHO

Los médicos de la prisión no sabían quién me había saqueado la consigna; pero disponían de unos medicamentos muy buenos que me hicieron olvidar la primavera. Me estaba subiendo otra vez la tensión, aunque ni idea de por qué, ni para qué, ni de hacia dónde iba. Me dijeron que tenía que permanecer acostado una hora más; no me importaba, no me perdía nada, ya habían empezado a deliberar y yo ya no podía ejercer ninguna influencia en la decisión del jurado. De hecho, ya no tenía ninguna influencia en mi vida, en nada. En la fase posterior a la resignación había unos instantes en los cuales uno se podía dejar llevar sin más por lo más bajo sin sentir ningún dolor.

En el viaje de vuelta a casa había llegado a un acuerdo con Thomas Erlt con respecto a mi libertad: yo le había prometido tranquilizarme y él me había asegurado que iba a informar al tribunal de que yo era un asesino, que no podían creerse que yo había matado al de la chaqueta roja por amor al prójimo, que esos e-mails eran falsos, que los testigos estaban comprados, que yo nunca había mantenido correspondencia con la víctima; que yo no conocía a Rolf Lentz, no era ni homosexual ni celoso, pero había tenido que mentir para no salir impune. Tenía que expiar mi culpa, había matado a un desconocido. ¿Por qué? La respuesta estaba guardada en la taquilla de la consigna que había sido saqueada.

¿Quién conocía el número secreto? No podía saberlo nadie. Había sido engañado por una instancia superior. Me habría encantado explicar la verdad, pero la poca concentración que me quedaba no me alcanzaba más que para expresar pensamientos fragmentados. Y entonces, en algún momento, me acordé otra vez de la carta.

—La carta de las manchitas rojas —debí de decir.

—¿Qué carta? ¿Qué manchitas? —me preguntó el hombre blanco de las agujas.

—En mi americana hay un sobre con manchas rojas —repuse yo.

Me lo trajeron. Allí ponía X. L. y X. L. eran las iniciales de Xaver Lorenz. Eso no podía saberlo nadie. Rasgué el sobre, saqué la nota que contenía y se la di al hombre de blanco que me había pinchado. Que lo leyera en voz alta, que él era el médico.

Leyó: «Jan, puedes volver a empezar otra vez desde cero; pero no en prisión. Tú no eres Xaver Lorenz, tú eres Jan Haigerer, no tienes más que 43 años, te queda media vida por delante, sácale provecho».

—¿Xaver Lorenz? —pregunté.

—Xaver Lorenz —respondió el médico. No había leído mal—. ¿Quién es? —preguntó sin interés.

—Eso no lo sabe nadie —repliqué yo—. La única persona que puede saberlo es la que tuviera el número secreto.

Pero nadie podía saber cuál era la combinación; ni siquiera Delia, que había sido el detonante, recordaba la fecha en la que decidió poner punto final al aburrimiento en pareja. Habría sido demasiado honor para el lectorucho ese.

El de blanco me puso la mano en la frente.

—No tiene fiebre —me dijo.

¡Vaya! ¡Enhorabuena!

Ya había anochecido cuando mi abogado Thomas me sacó de aquella habitación.

—Ya está —dijo.

Estaba como un flan; parecía un niño a punto de hacer la primera comunión. La cera del cirio se le habría derretido entre las manos por el calor que despedirían sus ardientes dedos pringosos. Íbamos a escuchar la decisión del jurado. El de blanco nos acompañó; me sujetaban entre los dos, a mí me fallaban las rodillas. Thomas podría volver por fin a su vida normal con sus asuntos inmobiliarios; no decía nada pero yo sentía que me suplicaba que fuera disciplinado, que no sufriera otro ataque, que no se me ocurriera presentar otra confesión ni hacer más excursiones al aeropuerto ni abrir taquillas vacías ni sufrir más colapsos.

En la Gran Sala del Jurado se habían arreglado para la ocasión, olía a perfume malo y a desodorante de eficacia media. La sala resplandecía con las luces blancas de neón como si fuera un estudio de televisión. Estaban retransmitiendo. Yo ya había vivido muchas sentencias en directo trabajando como reportero; eran como acontecimientos deportivos, competiciones en las que los clasificados eran los jueces, entregas de premios negativos celebradas con ilusión. No tenían nada que ver con la justicia, ni con la diferencia entre lo que estaba bien y lo que estaba mal.

Tomé asiento en el banquillo de los acusados. Los figurantes se colocaron de pie a bastante distancia de mí y me hicieron respectivos gestos con las manos para saludarme con toda amabilidad. Yo echaba de menos las esposas. A mi lado, esta vez, se encontraba el de blanco, que me sobaba el brazo y me tomaba el pulso intentando calmar así el ritmo de su propio corazón; aunque probablemente no lo consiguiera. Yo estaba inerte como un escarabajo muerto.

—Procedemos a escuchar el veredicto del jurado, administrando justicia en nombre de la República —dijo Anneliese Stellmaier—. Por favor, tomen asiento. Tiene la palabra el portavoz del jurado.

El estudiante de las gafas redondas se quedó de pie, tomó el «resguardo de lotería» y empezó a leer preguntando: «Primera cuestión principal: ¿Mató Jan Rufus Haigerer, con un arma de fuego disparada a corta distancia, a Rolf Lentz, premeditadamente, el diecisiete de octubre del año pasado en el café Bob’s Coolclub? ¿Cometió asesinato?».

Hizo una pausa, levantó la mirada del papel, me colocó incisivamente en su punto de mira y anunció con la voz más bronca que pudo: «Un voto: ¡Sí!…». Ese era su voto y quería hacérmelo saber personalmente. Me habría gustado agradecérselo, pero no había tiempo para esas cosas. Continuó leyendo y ahora lo hizo suavemente y con ironía: «Siete votos: ¡No!». Yo sabía perder.

«Segunda cuestión principal», leyó el miembro del jurado: «¿Mató, con un arma de fuego disparada a corta distancia, Jan Rufus Haigerer a Rolf Lentz, premeditadamente, el diecisiete de octubre del año pasado en el café Bob’s Coolclub por deseo expreso de la víctima, que insistió en que así fuera? ¿Cometió homicidio piadoso?». Se escucharon murmullos entre el público. La respuesta estaba anunciada pero, como en el fútbol, siempre gustaba ver la repetición a cámara lenta de una buena jugada que finalizaba en gol.

«Siete votos: Sí. Un voto: No.» Entonces se escuchó lo que en lenguaje deportivo se designa en ocasiones como el «aplauso frenético» del público. Efectivamente: las palmas en el juzgado estaban rigurosamente prohibidas y tampoco podían sacarme a hombros ni darme la vuelta alrededor de la sala; pero los de las primeras filas estuvieron a punto de ponerse a festejarlo de tal manera. Helmut Hehl tuvo el valor de mostrar su desacuerdo; lo hizo sacando a gritos el odio que sentía en ese momento hacia su trabajo, hacia la humanidad y hacia los actos de desobediencia: «Si no se calman de inmediato, habrá que proceder al desalojo de la sala». Probablemente hasta tenía gas lacrimógeno preparado por si se daba el caso.

La jueza Stellmaier, notablemente afectada por las hermosas palabras pronunciadas por el representante del jurado, anunció la sentencia: «El acusado Jan Rufus Haigerer es condenado a seis meses de privación de libertad por un delito de homicidio piadoso. Según el artículo 23 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal esta pena es conmutada a tres años de libertad condicional». Dijo «libertad condicional» y eso significaba que yo era libre. El de blanco volvió a tomarme el pulso; era imposible que notara algo, así es que le sonreí porque, que alguien esbozara una sonrisa, también se entendía generalmente como un signo de vida.

A continuación, la jueza explicó en lenguaje estrictamente jurídico los motivos en los que se basaba la reducción de condena, dando a entender que yo era un buen hombre hasta cuando mataba. Sonreí.

Mi mayor fortaleza y mi mayor debilidad era que sabía satisfacer expectativas y esta vez las había superado todas; como habrían dicho los encargados de deportes, me había superado a mí mismo. Me puse en pie e hice una reverencia. El público, agradecido, estaba fuera de sí (como también solían decir los de Deportes); algunos parecían pedir a gritos que les diera algo más, algo como una toalla empapada en mi sudor o un autógrafo con una dedicatoria personal. ¿Por qué yo no era Helmut Hehl, que tenía potestad para ignorarlos, derramar su rabia sobre ellos y echarlos a gritos de la sala?

—Señor Haigerer, ¿ha entendido la sentencia? —preguntó Stellmaier. Sonaba rebosante de felicidad.

—Sí —respondí yo.

La repitió porque le parecía tan hermoso haberme concedido la condicional, es decir, haberme castigado pero dejarme suelto. Lo único que tenía que hacer era estar tres años sin cometer ningún delito similar o, de lo contrario, los seis meses de prisión se añadirían a la siguiente condena.

A continuación me recordó que podía iniciar acciones e interponer un recurso de apelación contra la sentencia y que podía consultarlo con mi abogado. Yo me giré hacia donde se encontraba Thomas y vi su mirada suplicándome que no lo hiciera. Le saludé con la mano y dije: «Acepto la sentencia». De todas formas, contra la fase que seguía a la resignación no se podía emprender ninguna acción legal. El fiscal también renunció a este derecho, demostró ser un cobarde, uno de esos que una vez conocido el fallo siempre se pone del lado de los vencedores. De esta manera, la sentencia se hacía ejecutoria.

—Señor Haigerer, ¿qué va a hacer usted ahora? —preguntó la jueza.

Fue probablemente su mejor pregunta; si bien resultaba un poco cínica, pero a mí no me molestó.

—Tengo muchos amigos —mentí. Pero sonó bien.

—Le recomiendo que considere la posibilidad de contar con asistencia psiquiátrica de inmediato para sobrellevar la experiencia traumática. Tiene que superar esa necesidad de ser castigado más duramente de lo necesario, tiene que ser capaz de perdonarse.

Al verla así daban ganas de llorar. Yo no quise alargarlo más y le dije: «Voy a intentarlo».

—En cualquier caso, espero volver a verlo pronto por aquí. Realizando su labor como reportero —dijo. Un comentario ruin. Pero ella no lo sabía; era una buena persona, así es que le sonreí—. El caso está cerrado —anunció.

Se escucharon más aplausos y nadie intervino en contra. Helmut Hehl acababa de jubilarse.

En las siguientes horas me hicieron entrevistas y radiografías mediáticas que pretendían poner al descubierto lo más recóndito de mi alma desangrada. Yo básicamente remitía a la excelente labor realizada por mi abogado defensor Thomas (quien, por su parte, brillaba ante las cámaras como una luciérnaga) y a la manera impecable en la que se había llevado el proceso. Muchas preguntas se referían a mi confesión y comenzaban con un «por qué»; yo las respondía con una sonrisa. Cada periodista la interpretaba a su manera y yo, a todos, les confirmaba la respuesta. Así funcionaba el negocio.

En un momento determinado apareció el agente judicial y nos anunció que tenía que cerrar la sala. El médico también estaba cansado de tanto tomarme el pulso y todos esos amigos que tenía de repente y que me amaban, porque era famoso y tenía éxito y había matado legalmente a un hombre, me dieron unos últimos golpecitos en el hombro, me desearon lo mejor y me amenazaron con vernos algún día de esos para tomar un café o una cerveza en un bar en libertad.

Thomas me preguntó si podía hacer algo más por mí.

—No, gracias, ya me las apañaré —le dije.

Me daba pena. Ahora tendría que ocuparse otra vez de sus asuntos, ir haciendo sus liquidaciones, semana tras semana, año tras año. Cuando ya no me requería nadie más, también yo me fui. ¿Adónde? Ni idea. Partiendo de aquella sala solo conocía un camino: el que conducía a una celda que ya no era mía. Me habían arrebatado la libertad de ser un recluso. Era un asesino libre al final de la fase posterior a la resignación.

En el pasillo que conducía a la zona de acceso restringido tuve un encuentro sorprendente: me estaba esperando el estudiante.

Nos estrechamos la mano con frialdad y respeto. Se llamaba Michael Fabian y era profesor en una escuela para alumnos con necesidades educativas especiales.

—Yo le creo. Creo que usted es un asesino —me dijo.

—Lo sé. Pero eso no basta —repuse yo. No le sonreí.

Me preguntó por qué lo había hecho. Le dije que ya era demasiado tarde para eso, que en algún momento había estado dispuesto a arruinar mi plan y a revelarlo, pero que me habían robado las pruebas de la consigna en la que estaban custodiadas.

—¿Robado? ¿Y quién puede haber hecho eso? —preguntó.

Por un segundo se me pasó por la cabeza la idea de que pudiera haber sido el estudiante. Pero no; era profesor en una escuela para alumnos con necesidades educativas especiales y era superior a mí, podía pensar con lógica y yo no.

—Alguien que tenía la combinación —me dijo.

—Pero es que no la sabía nadie —repliqué yo.

—A alguien se la diría —dijo.

—Yo no he hablado con nadie sobre eso.

—¿Está seguro? —me preguntó.

No había pregunta que pudiera hacer dudar más a nadie que esa, pero yo respondí afirmativamente.

—Sí.

—¿Y quién podía tener interés en hacer desaparecer las pruebas? —preguntó el joven docente.

—Nadie —repuse yo.

—¿Está usted seguro?

Maldita sea, claro que estaba seguro, estaba seguro de que, de todas maneras, eso ya no tenía importancia.

—¿Y quién se ha inventado esa historia del homicidio piadoso? ¿De dónde han salido los testigos? ¿Quién escribió las cartas y los correos electrónicos?

Me estaba torturando. ¡Yo qué sabía! No tenía ni idea, no sabía por dónde empezar. En una buena novela policiaca, yo entonces me habría pegado a sus talones y habríamos solucionado el caso juntos.

—Tengo que continuar —le dije.

Se despidió, me apretó la mano con fuerza.

—Por cierto. Creo que sé qué guardaba usted en la consigna —dijo.

—Y yo creo que no se equivoca —le respondí.

Ninguno de los dos sonrió. Nos teníamos respeto mutuo.

El guardia me abrió la celda por última vez. Me concedió unas últimas horas para despedirme de la guarida en la que había pasado mi tiempo adicional. Me tumbé en el suelo y observé cómo la corriente de aire jugaba caprichosamente a perseguir las bolas de pelusa que se habían ido acumulando bajo la cama como si fueran pedazos de algodón de azúcar. Estaba a punto de elaborar un pensamiento que me ayudaría a dilucidar cómo iba a superar la segunda fase posterior a la resignación, cuando mi mirada fue a dar con un objeto blanco que corría tras la maraña de polvo y que me resultaba conocido a pesar de que todavía no sabía con exactitud de qué se trataba. Me colé debajo de la cama y saqué aquella servilleta hecha jirones que tantas noches había sujetado apretada en mi mano. Algún día debió de habérseme caído por detrás de la cama, se perdió en el suelo y a mí acabó olvidándoseme el mensaje que contenía: Brasil.

Sin proponérmelo, de repente, lo tenía claro. Cualquier médico habría podido diagnosticar que en ese momento mi pulso volvía a entrar en funcionamiento. Faltaba un testigo, había una persona que se había mantenido alejada del espectáculo, que se había escaqueado: Beatrice, la joven camarera del Bob’s Coolclub, aquella chica delicada, de pelo negro, que me daba la espalda, la que había visto de pie charlando animadamente con mi fugitiva saltadora de trampolín. Beatrice, la camarera, la mujer con la que pasé la segunda noche después del asesinato, cuando estaba completamente borracho. Beatrice, la camarera jovencita de pelo negro…

Tenía que dejar de pensar antes de dominar otra vez la técnica y que se volviera a convertir en costumbre. Dieron unos golpes discretos en la puerta. Una llave giró, oí cómo se abría el pestillo y ante mí apareció una imagen procedente de ese espacio indefinido que se extendía entre el pasado y la falta de futuro. Era como en el teatro, cuando los personajes entran una última vez en escena a modo de despedida. Ahora era el turno del señor Wilfried, el conde sin sangre, el funcionario de vigilancia del módulo 3, aquel hombre que me conducía hasta Helena cuando ella todavía estaba desesperada y enganchada a mi ruinosa vida, cuando ella todavía intentaba salvar lo que se pudiera de mí.

—¿Está listo? ¿Nos podemos marchar? —preguntó.

Por un momento creí estar viviendo el Jedermann o el «Erlkönig» o una de esas historias que poblaban la literatura y la dramaturgia carente de imaginación, en las cuales se aparecía la personificación de la muerte para llevarse a alguien al otro barrio. Yo ya estaba viendo al conde con un traje de esqueleto conduciendo una carroza negra en la que el viajero era yo. Los caballos, azotados brutalmente por el cochero, me transportaban, a través de la noche y el viento, a algún oscuro lugar del más allá; uno de los más terribles prototipos con los que el arte podría representar la muerte. ¿Sería esta la pena que me tocaba pagar por mi estrepitoso fracaso como héroe literario?

No lo sabía; pero, por supuesto, me fui con él. Me habría ido con cualquiera que me lo hubiera ordenado. Yo ya lo tenía todo liquidado, no me quedaba nada por hacer, el tiempo que me sobraba concluiría por sí solo y el conde era la garantía de que mi merecido final estaba cada vez más cerca.

Abandonamos el centro penitenciario legalmente por la puerta trasera. Un par de gotas de lluvia me alcanzaron en la frente y el cuello. Hacía frío y olía a primavera frustrada. Subí al coche que me habían preparado, el conde se puso al volante y, sin prisa, puso el vehículo en marcha. Yo rompí el silencio al preguntar: «¿Adónde vamos?». Y en ese mismo momento lo supe. Él supo que yo lo sabía y no me contestó. El trayecto fue agradable. La libertad se presentó pasada por agua. Se escuchaba el batir de la lluvia contra el techo del coche.