VEINTISIETE

Me encontraba de nuevo en la Gran Sala del Jurado.

Debió de arrastrarme hasta allí la corriente. Los figurantes me llevaron por última vez hasta el banquillo de los acusados y allí me escoltaban con sus rígidos uniformes. Pero ya no eran mis vigilantes; eran unos viejos conocidos que me acompañaban en esos malos tiempos que ya nunca serían mejores.

Tenía las muñecas desprotegidas y me dolían. No llevaba esposas. Mis viejos conocidos las habían olvidado o se les habían perdido o habían dejado que se oxidasen. Se sentían orgullosos de mí. Ya podían volver a tocarme; porque como no era gay… Me hablaban otra vez. Posiblemente sobre el tiempo. Yo no escuchaba, no estaba presente, no participaba.

Había concluido la fase de presentación de pruebas pero yo me había quedado atrapado dentro de la escena. Estábamos representando una obra que giraba en torno al tema de mi inocencia y mi nobleza pero yo no tenía ni idea de quién era el director, no era capaz de articular pensamientos claros, estaba tumbado como un escarabajo boca arriba; aunque ya había dejado de patalear.

Detrás de mí, a la izquierda, Siegfried Rehle ponía fin con su alegato a su triste representación. Se disculpó por haberse confundido al presentar la acusación de asesinato; aunque dio a entender que tampoco había ido tan desencaminado. Le pidió al jurado que tuviera en cuenta «el lado subjetivo del acto cometido». «El propio acusado, el señor Haigerer se siente como un verdadero asesino», remarcó Rehle. «Él sabe que ha cometido un delito grave. A nosotros puede resultarnos grotesco que niegue tener conocimiento de la enfermedad de su víctima. Pero ¿no es precisamente eso una prueba de que es consciente de la dimensión de su culpa?» No asintió ninguno de los miembros del jurado. El de las gafas redondas me envió una sonrisa; yo bajé la mirada.

Rehle se deshizo en alabanzas con la Nación, la República, el Tribunal, la Ley de Enjuiciamiento Criminal y todos sus artículos. Dio a entender que le alegraba que incluyera algo para mí, algo con lo que se podía hacer justicia en este estado de cosas: el hermano pequeño y bondadoso del asesinato, el homicidio piadoso.

«Apreciados miembros del jurado, esto no es un pacto entre caballeros», dijo. «Imagínense que cualquiera pudiera matar de un tiro a algún ser cercano que padeciera un enfermedad grave, solo porque quizás el enfermo se lo había pedido en un momento de crisis. ¿Adónde iríamos a parar?» Yo asentí. Me daba pena Rehle, hacía su trabajo mucho mejor de lo que podía parecer, sabía distinguir entre el bien y el mal; pero, desgraciadamente, eso allí carecía de importancia.

«Pero centrémonos en la dimensión de la condena», rogó Rehle. Y su voz despedía dureza. Tenía que dejarse crecer otra vez la barba. Para el generoso crimen que se me imputaba la ley prescribía entre seis meses y cinco años de privación de libertad. Rehle pidió a la Sala que, a pesar de todos los atenuantes, no se quedaran en la pena mínima. «Hay que mostrarle con decisión firme a la opinión pública que el acto de matar no puede ser disculpado por muy nobles que sean los motivos que hayan movido al ejecutor.» Tenía razón.

Por detrás de mí, mi abogado Thomas se puso en pie y tomó la palabra. «Haré un breve resumen», prometió. «Todos nosotros nos arrancamos ayer una espinita del corazón. Bueno, qué digo, una espinita…, una raspa entera.» Un mal juego de palabras, ciertamente, pero lo clavó. «Todos nosotros intuíamos que mi cliente era incapaz de llevar a cabo un brutal asesinato.» Prácticamente todo el mundo asintió. El de las gafitas redondas me lanzó una sonrisa. Él sabía más que nadie.

Según aseguraba Thomas, yo, que me encontraba en un momento delicado, había sucumbido ante la compasión que me inspiraba un enfermo en fase terminal que además era un luchador y anónimo activista. Esto es lo que decía mi abogado y probablemente así lo creía: que quise cumplir el último deseo de un hombre moribundo, que me había mostrado dispuesto a llevar a cabo una acción que, por mí mismo, nunca habría sido capaz de ejecutar. «Se entregó a la causa por el derecho a una muerte digna y dejó que lo manejaran, se convirtió en una herramienta, en el brazo ejecutor de un hombre que estaba prácticamente muerto. Hasta que no se había llevado a cabo la acción al completo, no fue consciente de lo que habían hecho con él.» Thomas debía de haberse leído unas cuantas novelas policiacas en los últimos días; sería mejor que volviera a centrarse en temas inmobiliarios. «Y entonces apareció ese terrible sentimiento de culpa que tan claramente supo explicar nuestro apreciado perito en materia psiquiátrica, el catedrático señor Reithofer», mintió.

Según él, yo me sentía como si fuera un asesino y por eso quería que me castigaran por ello. «De alguna manera, todavía se encuentra en estado de shock», le oí decir a Thomas. «Y así se explica su extraño comportamiento ante este tribunal. Se ha inventado una serie de historias en torno a su homosexualidad y a sus ataques de celos y lo ha hecho solamente para que ustedes, estimados miembros del jurado, lo obliguen a expiar su culpa. Ahora ayúdenlo a perdonarse a sí mismo castigándolo con la mínima pena prevista para un delito leve como este. Les pido clemencia.»

La idea de Thomas era dejar el asunto en prisión condicional. Era mi abogado. En realidad debería haber estado de mi parte. «Ya ha pasado bastante tiempo en prisión teniendo en cuenta el delito que ha cometido: tener caridad con un extraño y hacer algo bueno por él.» Estaba claro que había elegido al defensor equivocado. «Ya ha sufrido bastante. Dejen que ahora se vaya a casa, regalémosle esta primavera, devolvámosle su libertad…»

No pude evitar pensar en la primavera, en las lilas floreciendo y en el aroma de las peonías. Entonces escuché un llanto. Alguien lloraba amargamente. El sonido se fue acercando cada vez más hasta que me alcanzó, hasta que era el mío. El que había perdido la esperanza de que hubiera nieve me puso en la mano un pañuelo de papel. Después hicieron un descanso, todos se fueron y me dejaron allí solo sentado: eso era la primavera, eso era la libertad; no pensaba dejar de hundirme.

—Señor Haigerer, es usted quien debe pronunciarse en último lugar —dijo Anneliese Stellmaier.

—Pues me gustaría darles las gracias por sus esfuerzos. Siento haberles causado tantas molestias —dije.

Se oyó reír a alguien entre el público. ¿Eso no estaba prohibido? Yo no tenía otra cosa que decir, quería esperar a ver qué pasaba conmigo.

—¿Eso significa que se adhiere a lo expuesto por su abogado defensor?

No debería haberme preguntado eso.

—No, señoría —repliqué. Y me asusté al escuchar el volumen con el que lo hice—. No significa nada de eso, no tiene por qué significarlo, yo no me adhiero a sus palabras.

Había dejado caer los brazos, tenía las manos metidas en los bolsillos de la americana y apretaba los puños en señal de decisión sin saber por qué. No eran más que los últimos coletazos en la lucha de un escarabajo ya muerto. Sentí el tacto húmedo de un pañuelo de papel en el bolsillo izquierdo; en el derecho noté algo como papel duro y esa sensación me trajo a la cabeza un pensamiento: recordé que no había abierto el sobre de la última de las cartas amenazadoras, la que llevaba las iniciales X. L.

Xaver Lorenz. Tenía que ser casualidad, ¿no? Eso no podía saberlo nadie. Teníamos doce agujeros para los cordones cada uno. No me había confundido al contar, ¿no? A Xaver Lorenz no lo conocía nadie, aparte de mí. Quien conociera a Xaver Lorenz sabía la verdad.

—Asesiné premeditadamente a un completo desconocido —me oí decir.

¿Podían reírse así en el público? ¿No estaba prohibido?

—Tengo derecho a una condena justa…

—¿Algo más que añadir, señor Haigerer? —me preguntó la jueza.

—Puedo demostrarlo —dije yo.

Por fin se callaron. ¿Qué había dicho yo? ¿«Puedo demostrarlo»? Sí, eso había dicho.

—Deme dos horas y le colocaré las pruebas encima de la mesa —dije.

Pero ¿qué estaba diciendo? Estaba dispuesto a desvelar mi secreto a pesar de que así despojaba a mi acción de todo sentido y me fastidiaba la vida tras el asesinato. Pero es que era incapaz de pensar en el despertar que estaba experimentado afuera la primavera y permanecer allí dentro en silencio.

—Señor Haigerer, le ruego que nos ahorre un…

—Dos horas, señoría. Solo le pido dos horas.

Se pusieron a cuchichear. Helmut Hehl no estaba de acuerdo: le faltaba demasiado poco para jubilarse. Ilona Schmidl sí estaba a favor: no tenía nada mejor que hacer. Esta vez llevaba un pintalabios que iba muy bien con su vestido rosa. Los miembros del jurado, en su mayoría, se oponían al aplazamiento: el hombre de la cadena de perro odiaba las películas con demasiado metraje, la mujer de la cabeza ladeada que se parecía a mi madre no quería que le arrebatasen el final feliz; pero acabó imponiéndose la opinión del de la cabeza rapada.

—¿Qué nos cuesta esperar dos horas? —preguntó—. Que nos presente esas pruebas que dice… —propuso. Y nos sonreímos. Éramos cómplices.

Thomas estaba en contra pero no le quedó más remedio que aplazar por mi causa una cita para ver un piso, y acompañarme en mi incursión al mundo civilizado. Me confesó que se ponía muy nervioso al volante. Yo me lo estaba oliendo. A lo mejor podíamos parar y comprar un espray desodorante; eso era lo que tenía ser libre, que uno podía entrar en una tienda y comprarse un desodorante. Cerré los ojos, me escocían por la luz. Hacía un día soleado. ¿Cómo podían aguantar los otros en días como ese?

En las calles podría haber visto a esas personas que andaban «por ahí» ocupándose de esos «asuntos» que tenían que liquidar, y que a veces liquidaban de un porrazo días enteros o incluso semanas. Lo hacían intencionadamente. La radio del coche ofrecía información sobre el estado del tráfico. Seguía habiendo atascos, como siempre. El espacio del que disponía la gente que se ocupaba de liquidar algunos asuntos se veía a veces muy reducido. Yo me ajusté el cinturón de seguridad. Thomas iba nervioso al volante. A todos los seres humanos nos ponía nerviosos la libertad. A mí el cinturón me daba seguridad.

—¿Y por qué al aeropuerto? —me preguntó.

Aparte de eso, no hablamos mucho; él tenía miedo de que le diera alguna otra sorpresa, habría preferido liquidar todo el asunto de golpe y porrazo: días y semanas enteras. Tal vez pensara que yo iba a intentar huir y que él quedaría como mi cómplice, que acabaría viéndose implicado en un caso de homicidio.

—No van a ser más que unos minutos —le tranquilicé.

Éramos prácticamente amigos; entre nosotros solo se interponía un asesinato, nada más.

Aparcamos el coche y yo abrí los ojos. Avanzamos por un pabellón, pasando al lado de varias personas que estaban de vacaciones después de haber liquidado unos cuantos asuntos o que viajaban por motivos laborales y preferían volar para ahorrar tiempo. Junto a la consigna se encontraba la máquina azul con la que había soñado en tantas ocasiones. Me acordé de mi celda, sentía que me faltaban las esposas, tenía nostalgia de mi hogar. Estaba cayendo en picado y echaba de menos el nido.

Thomas se quedó un par de pasos por detrás de mí para poder desentenderse de todo en caso de emergencia. A saber si se me ocurría poner una bomba y salía de allí con los pies por delante por no haber mantenido la distancia de seguridad. Pulsé el botón verde y marqué el código: dos seis cero ocho nueve ocho: 26-08-98. Inolvidable. El portero del Kulturwelt me había llamado para que bajara a recepción. Allí estaba Delia, en un lugar que no le correspondía. Me habló en voz baja: «Jan, he venido para decirte que voy a dejarte». «¿Por qué?», pregunté yo. «Porque sí, por eso», contestó ella.

26-08-98. Dos seis cero ocho nueve ocho. Inolvidable. Por la tarde llegó con el correo la última negativa. Porque sí, señoría. Porque sí, por eso. Ese fue el final de mi tiempo reglamentario. Todos los asuntos que tenía, todos mis días y semanas se me lanzaron encima y me liquidaron. Aquel mismo día se me ocurrió esa descabellada idea, aquel fue el inicio de una prórroga artificial.

La máquina azul escupió una tarjeta. Con ella pude retirar la llave de la consigna. Lo hice con veinte años de antelación porque los condenados a «cadena perpetua» salen después de veinte años si muestran buen comportamiento. Esos veinte años los había rascado, me había ganado un tiempo adicional. Porque sí, por eso. Por eso había merecido la pena, por eso lo había hecho. Por eso, señoría. Por eso, apreciados miembros del jurado. Por eso, magistrados.

—Enseguida acabamos —le dije a Thomas para consolarlo.

Él andaba agitándose detrás de mí, sin saber qué hacía, aunque aliviado pensando que yo sí lo sabía. Era la tercera taquilla empezando por abajo, en la fila catorce; la encontré enseguida. Con la mano derecha giré la llave y abrí la puerta, metí la mano izquierda en el interior de la consigna y agarré el paquetito que había guardado dentro. Pesaba poco. No pesaba nada. No tenía nada en la mano. Estaba asiendo aire. Allí no había nada.

La taquilla estaba vacía. Me habría equivocado de puerta. Protesté. Fui al mostrador a quejarme. Me dijeron que era imposible que hubiera abierto otra taquilla. Empecé a gritar, Thomas intentaba calmarme. La gente se apelotonaba para mirarnos. Volví. Dos seis cero ocho nueve ocho. Nadie podía saberse esos números, pero la consigna estaba vacía. Era imposible. Thomas me sujetó, estaba sudando, me recosté en la pared metálica, no había nada, no tenía en qué apoyarme.

«Es mejor que se siente», retumbó una voz por alguna parte. «Le ha dado un vahído», dijo alguien. «Un vaso de agua.» «Ese hombre está mareado.» «Hay que acostarlo boca arriba.» «¿Hace falta un médico?»

Dos seis cero ocho nueve ocho. Me habían robado. Hacia mí se dirigían unos pies, traqueteando con fuerza contra el piso.

«No es más que un pequeño desmayo.»

Me habían traicionado.

«No, no hace falta ambulancia.» «Basta con un vaso de agua.»

El de la chaqueta roja me estaba clavando los pulgares en los ojos. Una taquilla vacía. ¿Había tenido que morir solo por eso?

—¿Está todo bien? —me preguntó Thomas. Yo estaba sentado en el coche. Ante mí desfilaba la libertad con sus luces cegadoras.