VEINTISÉIS

—¿Se ha ofrecido usted voluntariamente a este tribunal para declarar en calidad de testigo?

—Sí.

—Diga, por favor, su nombre.

—Anke Lier.

Anke. Anke. Anke Lier. La remitente de la primera carta con manchas rojas.

—¡No! —le grité.

En el último segundo conseguí zafarme de los dos guardias y me encontraba de nuevo delante de la juez.

—Quiero recusar a ese testigo, señoría —imploré. El eco quejumbroso de mi protesta se precipitó sobre mí desde las últimas filas—. No es relevante, no tiene importancia, no aporta nada, estamos perdiendo el tiempo…

—Señor Haigerer, le ruego que regrese a su asiento para que podamos continuar con el proceso —dijo Stellmaier—. A no ser que necesite un descanso.

No, no, nada de descansos. Solo nos faltaba un descanso. Thomas, mi abogado, se acercó a buscarme y me acompañó, como si estuviera guiando a un invidente, hasta el banquillo de los acusados. Volví a sumergirme entre los dos uniformes y a contar los agujeros de los zapatos. Catorce. Eran catorce. Tenía razón.

Se definió como «artista y activista» y lo hizo con voz clara y armoniosa mientras su vestido desprendía unos tonos violeta acordes con su personalidad. Su pelo era liso y de color pajizo. Con la mirada castigaba al mundo por sus torpezas pero lo hacía disparando bondad y dulzura, tenía los ojos prisioneros de una idea llena de sol, aire o yogur, era una de esas mujeres que eran al mismo tiempo adictas y abstemias, una de esas mujeres ante cuya visión uno no podía decir si se metía algún tipo de droga cada pocos minutos o si no las había probado nunca en la vida. A un testigo así no se le podía dar credibilidad.

Conocía al de la chaqueta roja, por supuesto. Eran del mismo estilo. ¿Se conocían bien?

—Muy bien. Era como si fuera nuestro hermano.

¿Nuestro?

—Éramos tres.

—¿Quién era el tercero?

Yo lo sabía. Sonreí para evitar que me sobreviniera otro ataque; para ahorrármelo a mí y al jurado. Ella me miró fijamente. Yo seguramente tenía cara de histérico con aquella sonrisa. ¿Quería que dijera el nombre yo? ¿No sería mejor un mareo? Así podríamos dar carpetazo a este lamentable espectáculo de teatro del absurdo.

—Engelbert Auersthal —dijo ella.

El autor de la tercera carta de la serie roja.

—Que será probablemente la otra persona que se ha puesto en contacto conmigo, nuestro siguiente testigo —supuso la jueza.

Yo hice una señal para llamar la atención. Requerí un breve receso. En el baño intenté poner en orden mis pensamientos pero no había nada que ordenar. Me encontraba en medio de una conspiración, nadie estaba de mi parte, yo no podía organizar nada.

¿Dónde estaba Helena? Ella era la única que me había visto arrastrarme después de la caída, la única que había recorrido a mi lado un fragmento de ese desvío que se me había impuesto en el camino. ¿Por qué no estaba conmigo ahora que había caído de espaldas como un escarabajo? Patalear no me servía de nada. No podía hacer nada más que esperar hasta que viniera un golpe de aire que me diera la vuelta y me pusiera otra vez en pie. Me puse a contar los agujeros de los cordones de los zapatos. Eran doce o catorce. Me obligué a que me diera igual el número. El médico de guardia me dio un tranquilizante y después ya todo me daba un poco más igual.

Habían puesto en marcha juntos cinco «proyectos vanguardistas», contó ella. Todo había empezado cuando Rolf supo de su enfermedad; entonces buscó por Internet «colaboradores para la obra final de su vida, que iba a ser algo excepcional». Anke Lier, antes enfermera de profesión, y Engelbert Auersthal, un artista gráfico que trabajaba por su cuenta, se interesaron por la idea y acabaron colaborando con él. El grupo de Rolf llamó a la serie de proyectos «Instalación Muerte en Libertad». Su objetivo era representar a través de performances los diferentes estadios de la enfermedad.

—Se enfrentó a su sufrimiento, quiso aprender a tratar con él de forma activa, luchar contra la naturaleza agresiva de la enfermedad utilizando la energía del arte. Y eso nos fascinó, nos inspiró y al mismo tiempo despertó nuestra codicia —dijo Anke Lier.

A ningún autor de la editorial Erfos le habría consentido que escribiera una frase así. Por suerte, yo no era una persona depresiva.

La última parte del proyecto final culminó el día de su muerte.

—¿Qué proyecto era ese? —preguntó la jueza.

—Su redención, su liberación, su suicidio —respondió la testigo.

El público se convirtió en el epicentro de un pequeño terremoto. Se me reventaron las arterias. La voz de pensionista de Helmut Hehl se impuso sobre aquel sonido bronco: «Si no se calman de inmediato, vamos a tener que proceder a desalojar la sala».

—¿Conoce usted al acusado? —preguntó la jueza.

—En persona no.

—Pero ¿lo conoce?

—Estábamos en contacto por carta —dijo. Sacó una carpeta amarilla que tenía guardada en su bolso de yute y la colocó en el atril que tenía delante—. ¿Puedo hablar de nuestro proyecto? —preguntó.

—No —les susurré yo a los vigilantes.

—Por supuesto —dijo la jueza.

—Rolf enfermó en agosto, contrajo una neumonía grave. Los análisis de sangre mostraban que su estado era muy crítico y con medicamentos se le habría podido alargar la vida solo unas semanas. Él no quería ver cómo se consumía poco a poco, quería poner fin antes; pero, por otro lado, no soportaba la idea de dejar este mundo como un cobarde tomándose una sobredosis de pastillas. Así es que decidió escenificar su muerte. Tenía una idea muy clara: que fuera una mano extraña la que lo ejecutara y así lo liberara; y quería alargarlo hasta el último momento. Hablaba de la «intervención de la redención» antes de que la naturaleza pusiera el punto final de otra manera. Él quería despedirse de la vida en público, ante la mirada de otras personas, y así surgió «Instalación Muerte en Libertad. Escena V», nuestro último proyecto, la obra final de su vida.

Habían insertado tres anuncios en el Kulturwelt y en Internet publicaron también los mismos mensajes. Eran los que había recibido yo en la segunda carta con el sobre manchado de rojo.

—¿Los leo? —preguntó la testigo.

Se me quebró la voz al intentar oponerme. Primer llamamiento: «La solidaridad busca protagonista. Se nos acaba el tiempo». Segundo llamamiento: «Vive el valor, vive el arte, vive la representación, vive la escena, así se puede dejar de vivir». Tercer llamamiento: «A mí se me está escapando la vida. Tú ves cómo la tuya te pasa por delante. Busquemos un punto intermedio para encontrarnos y separémonos después felizmente: tú te vas corriendo sin miedo hacia ti y yo me dejo ir en paz. Nos unirá el arte, él será tu salvador, tú mi redentor».

Anke Lier le llevó los textos a la jueza. Al pasar por delante de mí me rozó con un par de miradas pulidas y bondadosas que me rasparon la piel como si fueran ortigas.

—¿Qué sucedió entonces? —preguntó Stellmaier.

—Respondió él.

Su dedo índice se me clavó en el estómago. Me resultaba imposible moverme. Quería sacar las manos para defenderme, pero las tenía paralizadas. La rebelión se me subió a la garganta, que se me había quedado reseca, y allí se quedó atascada. Los oídos entregados a las palabras de la testigo… No tenía opción de protestar. Bajé la mirada y me puse a contar los agujeros de los cordones de los zapatos: trece. Mentira. Era todo mentira. ¿Por qué me hacían eso?

En algún momento me di cuenta de que la voz había bajado unos cuantos tonos. Así es que ahora estaba declarando Engelbert Auersthal. Era como uno de esos hombres que te preguntaban por la calle si tenías un par de minutos para acercarte a ese Dios al que ellos habían conocido en persona.

—No, gracias —dije yo.

Pero nadie me oyó. Les gustaba aquel señor rubio de voz suave. Su intriga se articulaba en torno a un fluir de escritos ordenados con profesionalidad. El rollo de papel que contenía los e-mails impresos en los que se cerraba el pacto con la muerte le bajaba por los pantalones claros de lino hasta los zapatos de cuero color ocre. Le dieron permiso para leer. Nadie le puso freno. El tribunal estaba como loco por su historia.

17 de septiembre, 22:19 h. De Jan Haigerer. Para Rolf Lentz: «La lectura de su anuncio ha despertado mi interés como periodista. Le ruego que me amplíe la información».

22:37 h. De Rolf Lentz. Para Jan Haigerer: «Soy un enfermo de SIDA. Me estoy muriendo. Me quedan pocas semanas. Ayúdame. Libérame. Sálvame».

22:45 h. De Haigerer. Para Lentz: «¿Está usted loco? ¿Por qué me escribe eso? Voy a avisar a los servicios sociales. Por favor, no haga ninguna tontería».

22:47 h. De Lentz. Para Haigerer: «Sí, estoy loco. Loco de dolor. Desconocido Jan, ángel redentor, haz tú ese servicio social. Ayúdame. Escríbeme. Escúchame. Quédate a mi lado. Apóyame. Siente mi corazón. Alcánzame. Acaba con esto. Haz que se cumpla mi último deseo».

Y así sucesivamente. Según contaba él, nos estuvimos mandado correos electrónicos durante varias semanas. Rolf me contaba sus miserias, y yo le hablaba de mi monótona, torturadora y anodina existencia. Yo intentaba disuadirlo de sus propósitos y animarlo. Pero, cuanto más sabía de su desgraciada vida, menos descabellado y reprochable me parecía su plan.

«Me ha pillado en un mal momento», se suponía que le había contado, «la rutina me ha agarrado por el pescuezo y cada día aprieta más. Me cuesta respirar. Quiero sentir la vida. Veo juicios por asesinato todas las semanas. Soy uno de esos ridículos reporteros que escriben sobre lo que pasa en el interior de un asesino aunque en realidad lo que describo es lo que le pasaría al asesino si no lo fuera, si fuera un simple espectador como yo, alguien que se esfuerza por describir a un asesino y solo se describe a sí mismo. Realmente los periodistas solo hablan de sus propias emociones, moldean los hechos para adaptarlos a su propia verdad, con la cual acaban destrozándose. Yo soy uno de esos. Siempre observando. Siempre en la última fila. Nunca delante, nunca implicado, nunca en el lugar en el que sucede la vida».

Quien fuera que hubiera redactado aquel texto tenía que haberme analizado antes con todo detalle.

Y entonces, de repente, yo me convertía en el elegido, en la persona que estaba buscando Rolf Lentz para llevar a escena su despedida.

4 de octubre, 1:26 h. De Haigerer. Para Lentz: «¿Cómo se encuentra? ¿Todavía le quedan fuerzas? ¿No será mejor que vaya a su casa y hablemos un poco más, que pongamos orden en el asunto con calma? Le prometo que no le dejaré morir solo. Y si usted hoy me asegura que sigue siendo su deseo, que quiere dejar una huella sangrienta, entonces le diré que estoy preparado y que ha llegado el momento. Sí, señor Lentz, si ese es su más ardiente deseo, el mayor y el último de todos, entonces lo haré».

4 de octubre, 5:11 h. De Lentz. Para Haigerer: «Los dolores del pecho y las articulaciones me roban la razón. Estoy escribiendo a ciegas, amigo mío, ya no puedo abrir los ojos, no puedo soportar la luz terrenal. ¡Tienes que liberarme! ¡Tienes que hacerlo! Que sea pronto, amigo, que se me acaba el tiempo. La pistola te llegará mañana por correo. ¿Sabrás montarla? Es muy fácil, recibirás un croquis orientativo. Hay tres balas pero con una debería bastar. El local se llama Bob’s Coolclub, lo conozco bien, hasta el último rincón, mis amigos me lo han descrito al detalle. Así es que atento a esto: hay una mesa pequeña en un rincón oscuro que estará libre para ti solo. No cabe más que una persona. Desde allí tienes una vista despejada hasta la puerta de entrada, que está a solo 2,35 metros…».

En algún momento de esa pesadilla la mirada se me resbaló hacia el estrado donde se situaba el jurado. Allí pude reconocer a dos personas: la que se parecía a mi madre había vuelto a ladear la cabeza, acababa de arrancarse un peso del corazón y todavía tenía los ojos empañados. Miraba hacia donde yo estaba sentado, estaba avergonzada, le daba apuro haber desconfiado de mí por un momento, haber creído que yo había hecho algo malo. ¿Cómo había sido capaz de pensar que yo era un asesino?

El estudiante se había limpiado las gafitas de intelectual con las mangas de la camisa y se las había vuelto a poner. Ahora observaba a Engelbert Auersthal, el testigo. Y lo hacía con los ojos medio cerrados, mostrando desconfianza, escepticismo; él veía más que los otros. Se dio cuenta de que lo observaba. Le sonreí y él a mí; me golpeó devolviéndome mi propia sonrisa. Él no necesitaba ser un asesino para sentir como uno de ellos. Él era mejor que yo.

17 de octubre, 3:16 h. De Lentz. Para Haigerer: «Amigo, no voy a aguantar mucho más. Tenemos que hacerlo hoy mismo. Mi médico está siempre conmigo pero no sabe nada. Está observando cómo me deterioro físicamente y me inyectará lo que sea necesario para que me encuentre en forma a la hora de ejecutar la última obra de mi vida. De eso ya me ocupo yo; después saldré a dar mi último paseo.

»Tú estás sentado en el local como hemos acordado, como en los ensayos. Tienes encima de la mesa el arma envuelta en el guante. La fijas según las medidas que aparecen en el croquis; no va a sospechar nadie. Entraré en el local a las 23:50 h. No se te va a pasar la hora porque tendrás el reloj de pared del Bob’s Coolclub delante. Mis amigos se ocuparán de que nadie se interponga en ese momento entre nosotros ni bloquee el trayecto. Cuando veas que empieza a bajar el picaporte, cuenta hasta cinco. A la de una se abrirá el resquicio de la puerta, a la de dos reconocerás unos zapatos oscuros de caballero, a la de tres verás unos vaqueros de color claro, a la de cuatro percibirás mi chaqueta roja. Y con eso basta, amigo mío. Cuando veas algo rojo ya puedes cerrar los ojos. No vas a distinguir la cara; hay una viga que proyecta su sombra sobre las cabezas. Consuélate; de todas formas no me reconocerías porque ya no tengo rostro; vas a liberar a un muerto. Ayúdame y olvídame. Un brote que florezca en octubre tiene más posibilidades de sobrevivir que yo, cualquier hierbajo tiene más derecho que yo a la vida. Yo no he hecho nada en este mundo y puedo compensar esa falta a través de esta redención. Doblarás el índice, sentirás una pequeña resistencia y al llegar al cinco harás fuerza. No es más que un milímetro lo que nos separa de la liberación. Así de fácil es sacarme de aquí: basta con que muevas un dedo para que yo pase al otro lado. Haces un gesto y me liberas del dolor. Para ti es pan comido y a mí me haces feliz, me liberas. Aprietas e inmediatamente te olvidas hasta de mi nombre; habrás salvado al de la chaqueta roja, habrás hecho más por mí (¡y por ti!) que cualquier otro ser humano en esta tierra.»

En el descanso los fotógrafos se abalanzaron sobre mí para realizar las primeras fotos de prensa de mi descarada y renovada resurrección. Se lo consintieron; los reporteros más espabilados incluso tuvieron la ocasión de plantearme las primeras preguntas. Querían saber cómo me sentía, por qué la defensa había usado una táctica tan rara, engañando a todo el mundo con un crimen pasional provocado por los celos. Y si ahora confiaba en que me aplicarían la condicional, si volvería pronto al Kulturwelt. Sus preguntas eran macabras pero ellos no se daban cuenta.

—Señor Haigerer, ¿tiene algo que decir al respecto?

Eso era oficial. Pero no era la voz de la jueza. Era la voz de una presentadora de televisión que acababa de darme la enhorabuena por el millón que me había tocado en la loto. ¿Qué iba a decir al respecto? ¿Qué dije? No dije nada. Pregunté.

—¿Qué quiere que diga, señoría?

—¿Eso es todo lo que se le ocurre decir, señor Haigerer? —replicó Stellmaier.

Colocó la mano derecha sobre la enorme carpeta llena de documentos falsos. Irradiaba felicidad. Me tenía aprecio y le había gustado mi reacción. No acostumbraban a ser tan moderadas las personas a las que les tocaban millones en la loto.

El segundo perdedor se encontraba detrás de mí en el extremo izquierdo. Intentaba consolarse.

—La fiscalía va a iniciar actuaciones contra los testigos Anke Lier y Engelbert Auersthal, ya que existe sospecha de complicidad en un delito de homicidio piadoso, tipificado en el artículo 77 de nuestro Código Penal.

Ya se me había olvidado por completo la existencia de Thomas, mi abogado defensor. De repente acababa de convertirse en un héroe. Y le sentaba bien. Estaba como loco: solicitó mi puesta en libertad, pero yo me mostré en contra. El público se rio. Ya no me tomaban en serio, así es que decidí ponerme de su lado y empecé a reírme también.

Tras unos breves momentos de deliberación me informaron de que en principio era libre. Solté una carcajada. Nadie podía imaginarse que en pocas horas la risa se había impuesto en el lugar de la desesperación en varias ocasiones. Tenía que presentarme de nuevo en la misma sala al día siguiente a las nueve de la mañana. Quedaba pendiente el final del proceso, los alegatos y la sentencia.

Quisieron saber si había alguna pregunta más antes de dar por concluida la sesión. Sí, claro; había un listo en la sala: uno que sabía diferenciar entre lo que se veía y lo que se quería ver. Enderezó sus gafitas redondas y les preguntó a los dos testigos decisivos por qué habían esperado hasta ese momento para sacar la verdad a la luz. Ellos dijeron que la voluntad de Rolf era que «Instalación Muerte en Libertad. Escena V» no se presentara en su momento como un proyecto artístico y que los participantes permanecieran en el anonimato, que ellos habían pensado que, tras la «redención» yo le explicaría a la policía toda la verdad y que pensaban que se mostrarían indulgentes; pero al leer en los periódicos que yo insistía en venderle al tribunal la «obra» como si fuera un asesinato pasional (quién sabe por qué), entonces habían decidido que tenían que salir a la luz y que había llegado el momento de airear el secreto.

—¿Sigue manteniendo su afirmación de que no sabía nada acerca de la enfermedad de Rolf Lentz? —me preguntó el estudiante.

Yo dije: «La mantengo, porque esa es la verdad».

El chiste tuvo muy buena acogida; sin comerlo ni beberlo, en poco tiempo me había convertido en un humorista bastante famoso. El único que no se rio fue el de las gafas redondas. Me sentó bien descansar por unos instantes la vista posándola sobre su gesto serio.

Ya había oscurecido cuando mi fiel vigilante vino a abrir la puerta de la celda para dejar que saliera la peste que se había ido acumulando allí tras cinco meses de prisión preventiva. Se asustó.

—¡Haigerer! ¿Todavía está usted aquí? —me preguntó.

—Sí, se ve que me he quedado un poco traspuesto mientras me preparaba las cosas… —mentí—. ¿Me puedo quedar a pasar la noche?

—¿Quiere quedarse aquí? —preguntó.

—Es que estoy cansado —dije.

Movió la cabeza hacia los lados.

—Me gustaría estar solo —le dije.

—¿Quiere estar solo? —preguntó él.

—Sí, si está permitido…

Estaba permitido. Echó el cerrojo y yo me acosté en el suelo boca arriba. A lo mejor ya no me levantaba nunca. Era como un escarabajo muerto.