VEINTICINCO

No pude defenderme contra la cuarta misiva de la serie roja; me sorprendió por la retaguardia. Thomas, mi trágico abogado de oficio, me la puso delante para que la leyera como si fuera un recibo que yo tenía que firmar para poder seguir contando con sus servicios. Yo le habría firmado cualquier cosa con tal de verlo con un aspecto un poco más feliz; porque él era el gran perdedor del proceso y yo el vencedor al que le estaba haciendo justicia una instancia superior que ni el propio fiscal conocía. No me quedaban más que unas horas para llegar a la cumbre, solo dos noches de prisión preventiva.

—Me han dado esto para ti en el puesto de control —me dijo Erlt.

Yo arrugué la carta enseguida, en cuanto vi las manchas rojas del sobre. Sin embargo, para ese momento ya había sido atrapado por las finas iniciales escritas con tinta negra: la X. y la L. se habían incrustado en mi cerebro de inmediato. ¿Era casualidad? Probablemente era pura casualidad. Seguro que era casualidad, claro, qué iba a ser si no. Hice como que me tranquilizaba y volví a alisar el sobre, repasé el texto escrito: el remitente era un tal X. L. y debajo ponía: «Jan, lo sabemos todo».

Salté de la silla con la intención de abandonar la sala, para pensar y no entrar en pánico; pero los guardias me redujeron y me colocaron otra vez en mi asiento.

—Va a empezar enseguida —dijo el que había creído en la nieve. Ya hablaba otra vez.

Sonreí.

—Lo sabemos todo —murmuré.

Nadie reaccionó. Nadie se mostró asustado. Un buen farol. Menuda broma. Alguien me estaba tomando el pelo. Yo no quería ser un aguafiestas y empecé a reírme a carcajadas, como si no fuera yo solo, como si me riera de ese otro que iba conmigo, del que tenía miedo. Pero si a mí, al que lo estaban sometiendo a juicio, no le podían hacer nada… El asunto había concluido. Me picaba la frente, la tenía plagada de perlitas de sudor. Dos seis cero ocho nueve ocho. No podía saberlo nadie. Lo de «X. L.» era pura casualidad. El contenido de la carta no me interesaba.

Había llegado el momento de escuchar las peroratas de los peritos judiciales. Era el turno del experto en armas de fuego, que exponía los detalles técnicos de mi disparo mortal mientras me miraba con gesto amable. Para él, un asesino era, ante todo, un buen tirador, no un hombre malo.

—En pleno ventrículo derecho —dijo con todo respeto—. La muerte le sobrevino al instante —afirmó como si la muerte hubiera llevado a cabo un trabajo encomiable.

Le preguntaron si el disparo pudo producirse al realizar un giro con la pistola.

—Es algo que no se puede excluir —opinó el perito.

Sobre la pared se proyectaba una transparencia que él mismo había preparado, donde se podían reconocer los arcos recorridos por la bala y porcentajes de probabilidad para cada caso. Aquellos cálculos debía de haberlos hecho más por afición que por obligación como experto en la materia. Seguramente haría esas cosas mientras su mujer cortaba el césped del pedacito de tierra que tenían delante del adosado, o mientras llevaba al contenedor las botellas de cerveza vacías; ella le habría gritado: «Karl, ¿vas a sacar de una vez esas botellas?» y él le habría devuelto la pelota diciendo: «Hilde, ¿no ves que estoy trabajando?». Así es que mientras ella había sacado las botellas despotricando, él habría dibujado las trayectorias recorridas por las balas. Y como se lo había currado tanto, ahora podía presentar allí los resultados. Casi nadie le escuchaba. Después de mi confesión, ya prácticamente nadie creía en la posibilidad de que se tratara de un intento fallido de suicidio.

Y alguien que apunta a tan corta distancia al pecho de un hombre ¿cuenta con que este muera o es posible que solo quede gravemente herido?

—No hay duda —dijo el perito. Y añadió una serie de datos y números y proyectó un par de transparencias más.

Así quedaba excluida para el jurado la posibilidad de reducir la condena por tratarse de «lesiones con resultado de muerte». Era un caso evidente de «asesinato».

Durante la disertación del catedrático Benedikt Reithofer, el experto en materia psicológica y psiquiátrica, yo me ausenté: me puse a pensar en Alex y nuestras caminatas por la montaña. Ambos nos habíamos apartado del camino. Ella, en algún momento, había decidido pararse y poner fin a la excursión porque había tomado el camino equivocado; yo me había despeñado por un precipicio y, una vez abajo, había seguido avanzando a rastras. Ahora se estaba disipando el banco de niebla que se cernía ante mí y entonces me estaba dando cuenta de que me encontraba dentro de una olla, de que había perdido el alma y tenía los brazos atados, pero todavía seguía con vida. Solo faltaban unos días. Entonces me trasladarían a un lugar del que ya no podría moverme. Me habría gustado pedirle perdón a Alex, sentir su mano rozando la mía. Me daba vergüenza haber seguido adelante sin ella, pero aquí solo había sitio para uno. Para alguien como yo. Para mí.

Reithofer había vuelto a hinchar la voz, ya llevaba cuatro capas de potenciador del significado y había subido el volumen. Probablemente estaba pronunciando sus palabras más caras. Yo me enteré, «en resumen», de que tenía «una inteligencia superior a la media», me encontraba «en plenas facultades mentales» y, desde un punto de vista psiquiátrico, «estaba completamente sano» y no presentaba «signo alguno» que indicara la «existencia del más mínimo trastorno de carácter psicológico». «Muy al contrario», me elogió, «el sujeto no muestra ningún elemento que agrave su potencial violento, lo cual no suele ser habitual en este tipo de casos».

En mi historia personal no había «ningún indicio para diagnosticar un trastorno de personalidad ni comportamientos de tipo paranoico, psicótico, esquizofrénico o maniaco». En el momento del crimen mi cerebro no se encontraba dañado ni por un fuerte y prolongado consumo de drogas ni por adicción a medicamentos, ni tenía menguadas «significativamente» las facultades mentales por el alcohol. Únicamente en el «campo de la depresión» podría apuntarse algún detalle. «Su amable serenidad puede encubrir una base de melancolía, resignación y tristeza, puede ser entendida como la cara oculta de ese estado, sustrato…» Y de esta manera llegó a la «agresión orientada hacia el interior o dirigida hacia fuera», que lo explicaba todo y no significaba nada.

Acabó refiriéndose al asesinato motivado por los celos diciendo: «En este campo la psiquiatría forense, con todos sus modelos y todas sus teorías, sigue dando palos de ciego. No podemos afirmar con total certeza de dónde procede la fuente de energía que llevó a ese hombre, con ese cerebro y esa naturaleza anímica, a cometer tal acto. Debió de dirigirlo el diablo». Imposible presentarlo de una manera más lamentable; sin embargo, el tribunal le dio las gracias clamorosamente. Reithofer hizo varias reverencias y, por un momento, se convirtió en el héroe del proceso.

Me concedieron permiso para quedarme en el banquillo de los acusados durante el receso. Quería esperar allí la sentencia, pero resultó imposible porque no iba a pronunciarse hasta el día siguiente. Empecé a contarme los agujeros de los cordones de los zapatos. Tenía catorce; mis acompañantes solamente doce cada uno. A lo mejor me había equivocado al contar. En el bolsillo de la americana seguía, sin abrir, la carta con las iniciales X. L. y el mensaje «Jan, lo sabemos todo»; la agarré con dos dedos y la estrujé. No podía saberlo nadie. Volví a contar los agujeros de los cordones de los zapatos. Tenía catorce, mis vecinos solo doce cada uno. Era verdad. No me había equivocado al contar. Pero volví a contarlos otra vez, por si acaso. Y a continuación una vez más. Ya después me tranquilicé. Tenía razón. No podía saberlo nadie.

Me preguntaron si me encontraba bien. Era la voz de la jueza. Habían regresado a sus asientos y todos me miraban fijamente. Quizás ya me habían preguntado antes alguna otra cosa.

—Oh, perdón, sí, estoy bien —respondí sin llegar a levantar la cabeza.

Tras el estrado de los testigos había un hombre que llevaba una americana blanca; yo ni lo conocía ni quería conocerlo. Era un personaje extraño, ajeno al proceso, allí no se le había perdido nada, quién lo había dejado entrar.

—Usted es el doctor Szabo —sostuvo la jueza—, es médico especialista y tiene su propia consulta privada —continuó. Él no la contradijo—. Ha sido liberado de su obligación de mantener el secreto profesional —dijo la jueza. Él ni se movió. Eso también servía como respuesta—. Usted conocía a Rolf Lentz —prosiguió ella. Y él, callado—. ¿Lo conocía bien?

—Muy bien —contestó. Le resultaba duro hablar—. Muy, muy bien —afirmó.

Tal vez sentía dolor, quizás había estado enamorado de él. Giró la vista hacia mí. Era uno de esos personajes sin rostro que aparecían en las películas de terror, que de repente abrían la boca y descubrías que tenían colmillos de vampiro y los ojos empezaban a teñírseles de rojo.

—Lentz era uno de mis pacientes crónicos. Se infectó con el virus hace ocho años y pudimos retrasar la aparición de la enfermedad durante mucho tiempo; pero llevaba una vida llena de excesos y el verano pasado llegó el momento. Fue una neumonía de la que ya no logró recuperarse. A partir de entonces ya era solo cuestión de tiempo —contó el testigo. Yo no le creí. Las personas serias no mentían bien. Y los buenos mentirosos sabíamos reconocer a los que no lo eran—. Las últimas semanas estuve con él día y noche —dijo.

¡Eso no podía ser! Apreté los dientes en señal de protesta.

—Día y noche —repitió él para sofocar el ruido que se había levantado entre el público.

Pero el ruido seguía creciendo. Yo bajé la cabeza. De repente tenía miedo, a lo mejor había cantado victoria demasiado pronto. Volví a contar los agujeros de los cordones de los zapatos. Eran solo doce. Dos habían desaparecido.

—Se encontraba en el último estadio —dijo el médico—. La mayoría del tiempo no se podía ni hablar con él. Por las noches gritaba de dolor y yo lo calmaba con morfina. Tenía muy pocos momentos de lucidez.

—¿Cuándo lo vio por última vez? —preguntó la jueza.

—La noche antes de su muerte —respondió el médico—. Parecía repuesto, era el mismo de siempre, fue su último empujón. Todos experimentan una recuperación antes de la muerte. Todos se rebelan y Lentz era uno de los más obstinados. No quería quedarse en la cama. Quería salir, quería mostrarles a todos que ahí estaba él: «¡Miradme, aquí estoy, aún con vida, amigos, me habíais dado por perdido antes de tiempo!».

—¿Y por qué no lo acompañó usted? —preguntó la jueza.

—No quiso. Me lo prohibió. Me mandó de vuelta a casa. Fue su deseo expreso: continuar solo. Y yo no podía impedírselo. A un muerto no hay que llevarle la contraria y Rolf, para mí, ya estaba muerto. Yo sabía que aquella iba a ser su última noche, lo que no sabía…

—¿Qué es lo que no sabía?

—No me podía imaginar que no fallecería de muerte natural.

El vampiro graznaba, yo grité: «¡Mentira!», pero grité para mis adentros.

—Señor Haigerer, ¿tiene algo que decir al respecto?

¿Yo? Sí, ¿qué iba a decir al respecto? Nada, no dije nada. Medité unos instantes. No podía dejar las cosas así. Hablé.

—Al doctor se le ha debido de pasar algo por alto, señoría —dije desde mi asiento. Me permitieron continuar sentado. Estaba mareado.

Lentz no podía estar tan mal como decía él. Al fin y al cabo, nosotros habíamos pasado muchas horas juntos. Y él también había pasado muchas horas con sus amantes. Ciertamente tenía que reconocer (y eso me ponía enfermo, no podía expresar con palabras lo enfermo que me ponía, pero esperaba que se pudiera ver reflejado en mi rostro) que quizás había sido muy injusto acusando de tal manera a Rolf.

—Él hizo uso de sus últimas fuerzas para no mostrarme su enfermedad, incluso prefirió que yo creyera que tenía otros amoríos, que me sintiera rechazado y ninguneado, que mi odio hacia él fuera cada vez mayor hasta…

—¡No, señor Haigerer! —me interrumpió el personaje sin rostro. ¿Podía hacer eso? Nadie intervino. ¿Por qué no intervenía nadie?—. En las últimas cinco semanas de su vida Rolf Lentz estaba totalmente incapacitado para mantener ningún tipo de relación ni amoríos de ninguna clase. Y hay constancia médica de ello. Tengo todos los partes, los resultados de los análisis de sangre, y puedo presentárselos a este tribunal. Y repito: al final yo estuve con él día y noche. Y él no dejaba que nadie más se le acercara. Insisto: nadie.

¿Podía decir eso? ¿Y qué tenía que decir yo al respecto? No dije nada al respecto. Pero hablé.

—Me deja sin palabras —dije. Y me avergoncé de la respuesta—. He sido engañado —añadí. Y me cubrí el rostro para protegerme de la mirada de los miembros del jurado.

—Vamos a escuchar a los dos testigos que faltan —propuso la jueza— y después tendrá que explicarnos algunas cosas, señor Haigerer —me amenazó.

—Maté a Rolf Lentz por celos —gimoteé.

¿Tan difícil resultaba creerme? ¿Por qué no lo dejábamos ya? ¿Por qué no me permitían expiar mi culpa?