Me di una ducha para deshacerme del sudor frío que me había invadido durante la noche, cuando habían vuelto a aparecérseme los violadores para vengar la muerte del de la chaqueta roja. En el cepillo de dientes puse el doble de pasta de la habitual con la esperanza de neutralizar el sabor que tenía en la boca. Desde el espejo me observaba un tío que se asustaba de su propia imagen pero que sin embargo se esforzaba por sacar lo mejor de sí mismo para la traca final. Me puse la camisa blanca, planchada para la ocasión, y la mejor americana que tenía allí, que se había mantenido intacta, sin arrugas, porque ya hacía semanas que le había puesto libros por encima para alisar el tejido. Para mí era el último día de libertad según los viejos cánones; allí acababan los arduos trabajos necesarios para poner fin a esa etapa.
Me juré que nunca más volvería a mirar un periódico. «No hay día sin sorpresas en el proceso por el asesinato del Coolclub», comentaba el Abendpost. «El famoso periodista mató a un enfermo de SIDA. Ahora afirma que no estaba al tanto del mortal síndrome de inmunodeficiencia que padecía su amante. Descubra más sobre el caso en el interior: la doble vida del homosexual Jan Rufus Haigerer. Todo el mundo lo quería pero él solo quería a uno. Un reportaje estremecedor firmado por Mona Midlansky, una de las pocas personas a quienes les permitió acercarse a él.»
El médico de la prisión se mostró satisfecho con la información que recibió y aseguró que no necesitaba visitarme otra vez; era heterosexual y prefería evitar tenerme cerca. Los figurantes pasaron a recogerme puntualmente. En ellos pude ver el rápido avance que estaba experimentando mi caída: parecían aún más abobados que antes del fin de semana. Quizás ya ni siquiera podían hablar aunque se lo propusieran, así es que solamente me agarraron las manos para atarme y desatarme las esposas. Según parecía, el que había creído en la nieve solo sabía ponerlas y el que no había esperado que volviera a nevar solo sabía abrirlas. O al menos así se habían repartido las tareas y se dedicaban exclusivamente a eso: cada uno a lo suyo. Ambos mantenían apretada la punta de la lengua entre los dientes mientras ejecutaban su acción, lo cual era un signo de que incluso ese trabajo les exigía un esfuerzo mental y pronto acabaría superándolos.
Pero por lo menos se acordaban del camino que conducía a pie hasta la Gran Sala del Jurado.
—Ya falta poco —dije yo para animarlos.
Ellos no reaccionaron aunque probablemente entendieran el mensaje.
Tuve que sentarme detrás del estrado de los testigos. Esta vez me pidieron que interviniera en primer lugar para hacer una introducción, un breve repaso a los siete años de mi vida transcurridos entre el final de los estudios y el inicio de mi labor como periodista, que hablara sobre mi existencia como lector jefe en la editorial Erfos.
—Fue una época muy bonita —dije en tono aletargado—, me gustaba trabajar con libros.
Sonreí. Los miembros del jurado me miraban con gesto serio y expectante. ¿Qué más querían? Ya no habría más sorpresas. El proceso había llegado a su fin. Los juristas estaban trabajando ya como autómatas, simplemente para completar el programa estipulado: no había más.
—Procedamos a escuchar a los testigos —propuso Anneliese Stellmaier.
Mis pausas ya le estaban resultando demasiado largas. Me dio permiso para volver a desplomarme en mi asiento y colocarme entre las dos esfinges uniformadas para ver desfilar figuras románticas relacionadas con mi vida anterior: Prechtl, mi viejo editor, Susanne, la secretaria jefe, Egon, director de marketing, Claudia y Eva-Maria, las lectoras a las que se les salían las palabras por los ojos cansados. Había demasiadas cosas en la vida que ellas solo conocían por los libros y demasiadas pocas que hubieran vivido en sus propias carnes.
«Le obsesionaba el trabajo», dijeron. «Era un genio de la lengua…» «El mejor que hemos tenido nunca.» Yo les lancé una sonrisa. Nadie embellecía y exageraba los recuerdos de una manera tan descarada.
—Hay muchos autores que le deben el éxito a él. Era capaz de convertir un manuscrito desdeñable en un gran libro —dijo Prechtl el viejo—. Teníamos unas tiradas a las que ahora no llegamos ni en sueños. Haigerer, de alguna manera, era impagable e insustituible.
Todo aquello no era necesario; yo, avergonzado, me miraba crecer las uñas. Les preguntaron también sobre mi trato con otros empleados de la editorial y con los escritores.
—Tremendamente magnánimo, con una paciencia increíble, cortés y respetuoso, incluso casi un poco demasiado estricto. Había quienes venían con aires de grandeza; Haigerer simplemente hacía su trabajo —dijo Susanne.
Me caía bien. Cada vez se parecía más a su hámster, la antigua mascota de la editorial. Me habría gustado agarrarle las mejillas con dos dedos y hacerle un gesto cariñoso.
—¿Por qué lo dejó? —preguntó la jueza.
Nadie supo responder. Nadie podía conocer la respuesta.
—Fue él quien decidió que quería probar algo nuevo y a mí no me quedó más remedio que dejar que se marchara. No le interesaba la fama, le daba igual que se le reconociera o no en el sector y con dinero tampoco se le podía pescar —dijo el viejo.
—Al final había algo que lo afligía —opinó Susanne—, pero nosotros no llegamos a saber qué era. Su vida privada era secreto de Estado, él mostraba siempre su cara más alegre y más amable.
Yo sonreí confirmando su afirmación. También les preguntaron si sabían algo de mi vida personal.
—Podías hablar con él de cualquier cosa excepto de sí mismo —opinó Claudia, mi lectora favorita, capaz de saber cuánto valía un manuscrito con solo leer cuatro o cinco párrafos—. Parecía una persona equilibrada y nosotros siempre pensamos que estaba en paz consigo mismo y que no necesitaba hablar de según qué cosas; así es que pueden imaginarse la sorpresa que nos llevamos al enterarnos de lo que le había pasado.
A mí no me había pasado nada, era yo el que le había hecho algo a alguien; pero preferí no intervenir para aclarar el malentendido.
¿Yo? ¿Matar por celos? ¿Yo?
—Eso es imposible —dijo Susanne soltando una carcajada.
—Suena a novela mala —opinó Claudia.
Y por mis palabras, ¿se habrían imaginado que era homosexual?
—Y qué si lo es —replicó grosera Eva-Maria. Era una estratega de la literatura. Su especialidad era la novela histórica—. Aparte de que no lo creo. Tenía una relación de amor simbiótica con su librera, se pasaban horas pegados al teléfono. Ella era la única y lo más. Miento. Ella era la única. Lo más para él eran los libros.
Habría sido una buena manera, muy poética, de dar paso a la siguiente testigo. Yo me había arreglado para ella. Pero todavía teníamos pendiente una pregunta. A nosotros no se nos había olvidado: ni a mí ni al joven de las gafas de intelectual, al que yo ya llevaba un par de minutos observando, y que intentaba vacilante levantar la mano para llamar la atención del tribunal. Ahora completó el gesto y se le concedió la palabra. Yo esta vez jugaba con la ventaja de saber qué iba a preguntar. Su desventaja: que no iba a obtener respuesta.
Se dirigió en primer lugar a Prechtl, el viejo de la editorial Erfos.
—¿Por qué no escribió Haigerer nunca un libro? ¿No lo animó usted a que lo hiciera?
El viejo le explicó que los mejores lectores pueden ser los más abominables autores y viceversa.
—Unos se van por las ramas y otros resultan demasiado secos. Los hay que se pasan y los hay que se frenan. Unos son demasiado despreocupados y otros demasiado disciplinados. Unos tienen una gran dosis de falta de conciencia y otros son excesivamente concienzudos. Haigerer pertenecía al segundo grupo. Era el primero de los segundos pero era de los segundos —dijo. E hizo una pausa—. Y él lo sabía. Nunca me dijo que deseara editar un libro de autoría propia.
—Señor Haigerer —dijo el miembro del jurado. Yo estaba aturdido, inmerso todavía en el discurso del viejo Prechtl—. ¿Nunca ha querido escribir un libro?
—Buf, no —dije yo casi sin voz. Y pude percibir el viento que desató el movimiento despectivo de mi mano bajando por delante de mi rostro. Esperaba que entonces el estudiante se sentara, pero permaneció en pie observándome—. El señor Prechtl lo ha formulado con mucho acierto —añadí—. Yo era un corrector muy estricto incapaz de escribir con libertad.
Centré la mirada en el hombre de la cadena de perro, que tenía los ojos medio cerrados; las historias de libros le producían un aburrimiento mortal.
—Pero después, como periodista, se dedicaba a escribir —siguió escarbando el joven miembro del jurado. Tenía una prometedora carrera como abogado.
—Una cosa es copiar un dibujo y otra ser pintor. El periodista hace un calco de la realidad, el escritor pinta un cuadro —dije. Es posible que incluso levantara el índice al hablar—. Yo era un copista bastante bueno pero muy mal pintor —me oí confesar—. Me faltaba el empuje, un móvil, algo que me motivara y me incitara a pintar.
La última frase me costó un gran trabajo. Me enfadé conmigo mismo por el descuido aunque, pensándolo bien, lo cierto era que aquel miembro del jurado tan eficiente se merecía un regalito encubierto. De todos modos no iba a poder desempaquetarlo hasta pasados al menos quince años; y eso con buen comportamiento.
—Gracias, no hay más preguntas —dijo.
Me costó, pero logré apartar la vista de su mirada incisiva.
Me sentó bien la interrupción. En ese tiempo me imaginé docenas de veces a Delia entrando en la sala; necesitaba ensayar nuestro último encuentro. En el último pase la saludaba como negándome a reconocer a una antigua compañera de clase a la que no había visto en treinta años y con la que en realidad nunca había tenido mucho que ver. Pero, por desgracia, cuando Delia abordó realmente la sala, casi me da un infarto. Sin embargo, nadie se dio cuenta. Ella tampoco. Como siempre.
Coco Chanel, o alguna otra de su calaña, la había vestido para la ocasión con un traje chaqueta de corte serio, a la par que atrevido, en azul oscuro. A ella le costó adaptarse al humilde asiento de madera, situado tras el estrado de los testigos, sin perder parte de su valor. Cruzó las piernas, dejando los pies como cementados, uno junto al otro; por encima de sus llamativos zapatos de diseño le sobresalían los dedos gordos, que en el caso de Delia eran alargados y se cruzaban con el siguiente dedo conformando esa cruz que la distinguía, el emblema de su marca, la señal de que en ella no había nada auténtico, de que no era nada más que eso: una marca. Entonces giró hacia mi posición su cabecita de muñeca bien peinada y engominada y me envió consuelo parpadeando tres veces a la parisina para aliviar mi miseria de maricón asesino por celos. Yo le dediqué una sonrisa para indicarle que sentía compasión por ella y por la decadencia que estaba experimentando. Pero ella lo interpretó como una señal de lo fascinado que estaba por su belleza y me lo agradeció haciendo descender de nuevo profundamente las pestañas ante mí, el miserable. Sonreí. Estaba preciosa. Me sentí fascinado por su belleza.
Enseguida me di cuenta de que observar y admirar a Delia no me hacía ningún bien; conseguía que en mi interior se rebelara la sombra de un pasado con el que ya había saldado cuentas. Ya la había visto lo suficiente, había tenido mi dosis de Delia de por vida. Así es que levanté la mirada hacia donde se encontraban los miembros del jurado y dejé que sus rostros empezaran a desdibujarse, como sabía hacer. De esta manera podía concentrarme un poco mejor en las palabras de la parisina.
Delia declaraba como testigo y estaba obligada a decir la verdad y nada más que la verdad. Y lo sabía. «Lo sé», dijo. Aunque su voz no sonó igual que aquella que decía: «Jan, te quiero». A lo mejor Jean Legat le había comprado en los Campos Elíseos una nueva colección de cuerdas vocales porque las viejas ya estaban dadas de sí. Se le habían ido desgastando por pronunciar tantos «te quiero» vacíos dedicados a un miserable lectorucho.
Le preguntaron si era cierto que había sido mi pareja. «Sí, es cierto», respondió ella. No lo dijo con orgullo, pero lo dijo. Bien hecho, porque la confesión siempre es un atenuante para rebajar la condena. ¿Durante cuánto tiempo? Tuvo que pensarlo. Yo la habría ayudado encantado porque casualmente tenía todas las fechas en la cabeza. Llegaron a la conclusión de que habían sido catorce años. ¿Y cómo había empezado todo? Una pregunta muy interesante; pero aquí no pintaba nada. En realidad, pocas cosas relacionadas con Delia tenían cabida en ese lugar; pero ella habló de la semana del libro en la que se habían concebido nuestros siete años de vacas gordas, mencionó todos los libros que nos gustaban a los dos y las cosas que hacíamos juntos.
¿Cómo era nuestra relación?
—Buena —dijo sobriamente. Y sonó a «no lo suficiente»; o sea, la verdad—. La primera época fue divina —afirmó. E hizo como que se entusiasmaba—, Jan derrochaba amor y ternura, se mostraba siempre preocupado por mí, atento, comprensivo, cariñoso, habría hecho cualquier cosa por mí. Como mujer no podía imaginarme mejor compañero.
Y así siguió durante varios minutos, amargándome con sus panegíricos; lo decía porque me creía culpable, para que el jurado se apiadara del asesino gay.
Pero, pero, pero… ¿Por qué no nos casamos? ¿Por qué no habíamos fundado una familia? ¿Por qué no llegaron nunca los niños? ¿Por qué no lo decía? Enseguida se aburrió de mí. Yo no era un héroe novelesco, no tenía nada que ofrecerle, la vida a mi lado le resultaba demasiado insulsa.
—Por desgracia no estábamos hechos el uno para el otro —dijo ella. Yo esa frase se la habría tachado a cualquier autor por muy famoso que fuera—. Nos fuimos distanciando paulatinamente —añadió. Paulatinamente era una palabra perfectamente fea, acorde con el contenido.
—No es agradable, pero tengo que preguntárselo —empezó diciendo la jueza—: ¿Cómo era su vida sexual?
—Buena —respondió Delia desenvuelta. Probablemente cruzó los dedos; ella era muy burlona—. Los primeros años incluso muy buena —dijo—. Jan era un amante apasionado, yo no tenía motivos para quejarme —afirmó. Y probablemente sonreía con satisfacción, jugando un poco a hacerse la vulgar. Yo me mordí la lengua hasta que noté sabor a sangre—. El sexo siempre funcionó a la perfección —concluyó.
Ya bastaba. A mí me producía escalofríos que degradase nuestros encuentros más íntimos a una cuestión de buen o mal funcionamiento.
La jueza le explicó que yo había confesado que estaba enamorado del de la chaqueta roja y que lo había matado por celos.
—Lo leí ayer en el periódico —afirmó Delia—. Yo no me lo creo, no puedo hacerme a la idea —dijo con sus viejas cuerdas vocales. Todavía las conservaba—. Jan no puede haber amado a un hombre, no de esa manera. Desde mi punto de vista, eso queda completamente excluido. Y también creo que es imposible que actuara con violencia contra nadie, al menos intencionadamente. Podría jurarlo. Pondría la mano en el fuego. Por eso me he trasladado hasta aquí desde Francia, para decir que…
Anneliese Stellmaier la interrumpió.
—Él definió su relación con usted como «amor platónico».
—¿Por qué hace eso? —preguntó Delia. Incluso se le coló un cierto deje de desesperación.
En ese momento sí me habría gustado verle la cara: seguro que era una de sus caras de antes. Pero mantuve disciplinadamente la mirada centrada en las figuras desdibujadas de los miembros del jurado.
—¿Era un hombre de carácter frío o más bien un apasionado de sangre caliente? —preguntó Rehle.
—Era un hombre de corazón cálido —repuso Delia.
Eso estuvo bien. Pero, por desgracia, yo estaba de parte del fiscal.
—¿Quién lo dejó? ¿Él a usted o usted a él? —siguió preguntando Rehle.
—No podría decirle —mintió Delia—. Ambos sabíamos que lo que había entre nosotros no podía continuar así.
Eso lo sabía ella.
—Y fui yo quien lo verbalizó.
—¿Cuándo fue eso?
¿Por qué le hacían esa pregunta? Dos seis cero ocho nueve ocho. Aguanté la respiración.
—Del día no me acuerdo —dijo la voz que le había comprado Legat.
Yo solté el aire por la nariz como si fuera un gas venenoso.
—¿Es posible que la separación le produjera un choque, un estado de confusión? —preguntó el fiscal—. ¿Que lo convirtiera en una persona diferente? —añadió.
—¿En uno que se enamora de otros hombres y asesina?… ¡No! —dijo Delia.
Sus viejas cuerdas vocales se habían visto reforzadas por la indignación.
—¿Qué es lo que hacía su relación tan insoportable al final? —preguntó la jueza Stellmaier.
—El estancamiento —repuso Delia—. Juntos ya no teníamos expectativas. Jan se había refugiado en sí mismo, estaba atascado, aferrado a su persona, no le hacía feliz su trabajo como periodista y ya no salía de casa; en los últimos años solamente se dedicaba a leer y a escribir.
Mientras ella se pasaba las noches con los escritores.
—Entonces ¿por qué se marchó de la editorial Erfos? —preguntó Stellmaier.
—Yo creo que al final no soportaba a algunos de esos literatos arrogantes. A veces se sentía como si en vez de su lector fuera su criado.
Mientras ella era su musa y prima donna.
Algo empezó a moverse entre la nube borrosa que representaba a los miembros del jurado. El joven rapado se preparaba para plantear otra pregunta.
—Señora testigo: ha dicho que él estaba siempre en casa, leyendo y escribiendo. ¿Qué es eso que escribía?
—No lo sé —respondió Delia—. Lo mantenía en secreto. Al final ya no teníamos materia de conversación.
—¿Señor Haigerer?
Me estaban llamando. Se referían a mí. Quise levantarme, pero tenía las piernas agarrotadas.
—Quédese sentado —dijo la jueza.
—¿Qué escribía usted entonces con tanta perseverancia? —preguntó el estudiante.
Yo sonreí. Sentía los ojos de Delia posados sobre mis labios y me resultaba difícil abrir la boca con todo ese lastre.
—Serían anotaciones en mi diario —dije—. Y siempre tenía trabajo que hacer para el Kulturwelt. Lo que no lograba terminar durante la jornada de trabajo lo hacía después en casa. Allí siempre había más calma para escribir.
—Y también una vez lo intentaste con una novela, Jan —me recordó Delia.
«Intentaste con una novela», qué palabras más tristes.
—Ah, bueno, eso… —dije yo.
Solté unas carcajadas. Me asusté de mí mismo. Las pestañas parisinas de Delia se me habían incrustado en la piel, me estaba absorbiendo con la mirada. Intenté quitármela de encima.
—Eso no fue más que un experimento —dije—. Unos párrafos sueltos; enseguida lo dejé. Eran cosas que había escrito más que nada para ejercitar los dedos…
Mantuve un rato más el mismo discurso, sin escucharme siquiera, hasta que en algún momento los ojos de Delia, aburridos, se despegaron de mis labios.
—¿Alguna pregunta más? —dijo la jueza. Se creó un silencio que yo aproveché para tomar aire—. Puede retirarse la testigo —anunció Stellmaier.
Todavía pude llegar a ver cómo Delia se giraba hacia mí y levantaba los puños a la altura de las orejas en un gesto con el que pretendía darme suerte. Y los tacones de aguja de la moda parisién empezaron a martillearme el cerebro; luego su sonido se fue haciendo cada vez más lejano y acabaron por enmudecer. Al final de la sala se cerró la última puerta que quedaba abierta entre nosotros. El responsable de ponerme las esposas cumplió con su obligación. Lo logró al primer intento.