No era viernes, sino jueves: había potaje de lentejas. Se me había quitado el hambre. La tercera entrega de la serie de blasfemias con la dedicatoria «Jan Haigerer, el redentor» descansaba en la papelera, rota en cuatro pedazos; pero seguía haciendo sus efectos. Enseguida me di cuenta de que daba igual que la leyera o no.
Tenía tiempo hasta la mañana siguiente para recomponerla; aunque hacerlo no me llevó más que unos segundos. Tranquilo, Jan, no era más que una carta. Ya había emprendido la escalada a la última pared; en pocos días podría tocar la cruz que culminaba la cima. Si hubiera estado trabajando como lector, sí habría dejado pasar esa comparación; la cruz me parecía una buena imagen en aquella situación.
Esta vez la amenaza se presentaba con otra forma: la letra era más pequeña, estaba en cursiva, y el texto no contenía ni mayúsculas, ni párrafos ni signos de puntuación. Era como si una larga hebra de fino hilo se fuera extendiendo y dibujando aquel escrito por todo lo ancho de una generosa cuartilla de papel blanco a la que no le quedaba más remedio que dejar que aquello sucediera:
apreciado jan haigerer por qué pero por qué qué significa todo esto que le está contando al tribunal por qué pretende ser culpable culpable de qué usted no ha hecho nada malo usted ayudó a poner un buen punto final a algo que no estaba bien usted fue capaz de hacer algo que a los demás nos daba miedo usted fue el redentor el liberador usted puso fin al horror ningún tribunal de este mundo terrenal puede condenarlo por eso nosotros no vamos a consentirlo emprenderemos acciones para evitarlo rolf el militante el obrero de la muerte voluntaria nos está viendo desde arriba y qué tiene que ver qué visión le estamos ofreciendo usted debería estar en el cielo y no en la cárcel dios lo proteja atentamente suyo engelbert auersthal
Tranquilo, Jan, solo era una carta. La hice pedacitos y los mezclé con el potaje de lentejas. Por suerte, yo no era una persona depresiva.
Antes de enfrentarme al antepenúltimo día de juicio me quedaba una hora de sala de arrestos para poder expiar el pecado que había cometido al confesar mi delito. Mis acompañantes ya no hablaban ni media palabra conmigo; había llovido toda la noche y yo había permanecido en vela escuchando el sonido de la lluvia mientras pensaba en los demonios que me llegaban por carta. Que lloviera en marzo, desde luego, no era nada fuera de lo común, pero debería haberse convertido en materia de conversación.
El que no había esperado la nieve no le quitaba ojo a su radio. Parecía que estaba intentando entender al aparato; a lo mejor estaba siguiendo algún juego de ordenador para policías, algo muy divertido; porque seguro que la técnica, afuera, había avanzado mucho en mi ausencia. El que había creído en la nieve se escondía tras un periódico abierto; quizás para protegerse de mi homosexualidad, quizás para dejarme ver con toda claridad que mis amigos los periodistas estaban saldando cuentas conmigo.
Ante mis ojos lucía una primera plana con un enorme titular que rezaba: «Haigerer confiesa haber asesinado por celos». El sobretitular decía: «El proceso del Coolclub experimenta un dramático giro». Y bajo el titular: «El famoso periodista del Kulturwelt realizó una conmovedora confesión. Ahora se cierne sobre él la amenaza de la cadena perpetua. La sentencia se espera para el próximo miércoles». La verdad es que a mí sí me habría gustado comentar con ellos la incesante lluvia de la noche anterior.
Al entrar en la sala percibí la presencia de una persona conocida; quizás lo único que pasó es que mi mirada, simplemente, se deslizó sobre su cabello rojo, nada más, pero enseguida sentí el aroma del otoño interminable. Era el único olor procedente de fuera que podía soportar. Helena debía de estar sentada en una de las primeras filas y eso me puso nervioso. ¿Qué se le había perdido aquí? ¿Qué esperaba? ¿No había terminado su trabajo conmigo?
Darle vueltas a la cabeza preguntándome cosas era adictivo. ¿Estaba sentada a su lado la grácil morenita con la que había estado hablando el día anterior? ¿Y yo de qué la conocía? ¿Qué tenía que ver Helena con ella? ¿Y qué querían las dos de mí? ¿No les bastaba con saber que había amado tanto a Rolf que había tenido que matarlo? ¿No bastaba con que yo me lo creyera?
Empezamos la sesión con las sobras del día anterior. Querían saber cuántas veces había quedado con mi amante, el de la chaqueta roja, en los tres meses anteriores al asesinato.
—Siempre que pude —dije.
Y nunca estuvo presente ninguna otra persona.
—Nunca —repliqué yo—, nuestra relación transcurrió siempre en el más absoluto secreto. Solíamos vernos en mi casa.
¿Y aparte?
—En casa de él.
¿Dónde estaba exactamente su casa?
—Iba cambiando —dije—, paraba en pisos de amigos suyos cuando estos se iban de viaje. Rolf vivía en todas partes y en ninguna.
Si hubiera estado yo en el lugar de los otros, no me habría tolerado tales respuestas. ¿Que si nos peleábamos con frecuencia?
—No, no a menudo —dije.
Que qué hacíamos juntos.
—Las cosas que hace la gente en una relación —respondí. Por fin empezaban a ponerme malas caras—. No sé, pues, escuchar música…, escuchábamos mucha música, discutíamos sobre arte, fumábamos y esnifábamos juntos, pintábamos, dibujábamos nuestras ilusiones, expresábamos nuestros deseos, reflexionábamos sobre nuestro futuro…
Enseguida empezaron a cansarse de plantearme preguntas; ya nadie luchaba por mí ni en mi contra. Thomas no tenía recursos y a los demás se les habían quitado las ganas.
Después llamaron a declarar a testigos a los que yo no fui capaz de mirar a la cara: Robert y Margarete Lentz, los padres, y Maria Lentz, la prima.
—Alguna vez tenía que pasarle algo —dijo el padre. Pero no se refería a la garganta que se había destrozado a golpe de aguardiente—. No llevaba una vida ordenada, hacía lo que le daba la gana sin importarle para nada la familia. Le daba igual, todo le daba igual, se pensaba que estaba solo en el mundo; pero el que quiere conseguir algo tiene que trabajar y eso él no lo entendía.
Su padre lo había visto por última vez cuando Rolf tenía cinco años. Así es que no hubo muchas más preguntas.
—Rolf fue un niño difícil —recordó su madre. Yo, sin verla, podía imaginarme perfectamente el aspecto que tenía—. Eligió las amistades equivocadas. Era débil y fácil de influenciar; era un artista y siempre se metía a participar en cualquier tontería —dijo; así es que en el internado estaba mejor que en casa—. Le faltaba la mano dura de un padre —afirmó su madre quien, desgraciadamente, no había tenido mucho tiempo para él—. Yo ya tenía bastante con salir adelante yo sola —continuó. De que traficaba con drogas se había enterado por el periódico. Y a visitarlo al reformatorio había ido muchas veces. Él le prometía que iba a cambiar, que iba a ser mejor—. Siempre me decía que algún día estaría orgullosa de él —dijo.
Y se hizo un silencio. Probablemente ella estuviera llorando, pero el llanto no se oía. Ese tipo de madres siempre lloraba sin sonido. Yo agaché la cabeza y me prohibí soltar ni una sola lágrima. Esas historias eran todas iguales y el hecho de que él todavía viviera o estuviera muerto no tenía ninguna importancia.
Maria, la prima, era el familiar que había tenido una relación más estrecha con el de la chaqueta roja. Era enfermera y él incluso había vivido unos años en su casa.
—Intentó muchas veces dejar las drogas —dijo—. Era un rebelde, un inadaptado. Tenía grandes ideas y habría bastado con que hubiera tenido un solo éxito para que se hubiera enderezado.
Eso nos pasaba a todos. Los éxitos los tenían solamente quienes no los necesitaban, quienes también podrían haber sido felices sin tener éxito.
—Pero estudió Filología Germánica —objetó la jueza.
—¿Estudiar? —dijo Maria. Y se rió—. Ni siquiera tenía el graduado escolar.
—El acusado afirma haber estudiado dos años con él en la universidad —dijo Stellmaier.
—Eso no puede ser verdad —replicó la testigo.
Yo me enfadé. Mi obeso abogado Thomas no servía para nada. Ahora tendría que dar explicaciones. Bien, diría que Rolf asistía con regularidad a varias clases y que yo me imaginé que estaba haciendo la carrera en serio. Quizás iba como oyente pero le dio vergüenza decirme la verdad. Y entonces me preguntaron si no habíamos vuelto a hablar del tema más adelante.
—Sobre esas cosas no hablábamos, no —dije—. Y con esa respuesta se dieron por satisfechos.
¿Cuándo lo había visto ella por última vez? Aproximadamente un año antes de su muerte. Yo ya estaba más relajado y me atreví a mirarla; me recordó a él, a la foto que aparecía en el periódico.
—Es que al final ya estaba muy mal de salud —dijo ella.
Y yo esperé que la frase pasara desapercibida. Así fue.
—¿Le hablaba él de sus relaciones?
—No, de esos temas no hablábamos —dijo ella—. Lo único que sé es que todos sus amigos eran siempre mucho más jóvenes que él.
Yo asentí, moviendo evidentemente la cabeza, como si ya lo supiera, haciendo como que yo había sido la gran excepción.
¿Y le había mencionado alguna vez los nombres de Jim, Ron o Boris?
—No. Esos nombres los he oído por primera vez aquí —dijo ella.
Y a ver si le había hablado de mí, de Jan Haigerer, el respetable periodista. (Me dolió que me calificaran de periodista.)
—No, no lo hizo pero, como he dicho, la última vez que lo vi fue un año antes de su muerte —replicó la testigo.
¿Alguna pregunta más? Rehle tenía una.
—¿Sabe usted cómo perdió la vida su primo?
—Le dispararon —respondió ella.
—Lo dice con cierta indiferencia. ¿Lo quería? —dijo Rehle en tono autoritario.
—Sí, sí lo quería; por eso me duele la pérdida pero no su muerte —dijo la testigo.
—No le entiendo —murmuró Rehle a un volumen lo suficientemente bajo como para no suscitar otra respuesta desorientadora—. No tengo más preguntas —añadió precipitadamente.
Yo se lo agradecí en silencio.
La declaración de la prima de la víctima parecía haber llegado a su fin. Cerré los ojos con fuerza esperando poder escuchar de inmediato el «gracias, es todo» de Stellmaier aunque, de alguna manera, ya sabía que no sería la voz de la jueza sino otra la que llegaría a mis oídos. Y ahí estaba el de las gafitas redondas.
—¿Me permite?
Le permitió. Nadie podía prohibírselo.
—¿Por qué no ha visto a su primo en este último año? —preguntó el miembro del jurado.
—Él no quería. Se alejó, y me cortaba el acceso, no quería que me acercara a él.
—¿Por qué? ¿Tuvieron alguna discusión?
—No, no nos habíamos peleado —replicó la testigo—, pero Rolf ya estaba muy marcado por la enfermedad y se encerró en su casa; se retiró, apenas tenía visitas aparte de su médico, que era al único al que le permitía que entrara en su casa —dijo.
Empezaron a escucharse los rumores del público.
—¿Cuál era su enfermedad? —preguntó el estudiante.
En los juzgados americanos se podía recusar a algunos miembros del jurado. Yo estaba en el lugar adecuado pero en el país equivocado.
—Tenía SIDA; estaba ya en un estadio muy avanzado —dijo.
Y fue como si ante mí cayera un rayo mientras el trueno retumbaba al mismo tiempo en la sala. Mis náuseas habituales me dejaron esta vez en la estacada. La tormenta se había presentado demasiado rápido y sin avisar.
Anneliese Stellmaier salió de su letargo y se puso a hojear precipitadamente entre sus documentos.
—La testigo también fue interrogada por la policía y por la juez de instrucción. ¿Dijo toda la verdad? —preguntó.
—Por supuesto —replicó Maria Lentz.
—Pero no mencionó el hecho de que Rolf padeciera una enfermedad grave.
—Quizás no lo hice. Pero porque nadie me preguntó por ello —respondió la testigo. Parecía inquieta.
—Pero es un detalle importante que debería haber mencionado en sus declaraciones aunque no se lo preguntaran directamente —le reprendió la jueza.
—Yo me imaginaba que la enfermedad de Rolf era un hecho conocido —dijo la testigo—. En su círculo de amistades lo sabía todo el mundo. Se sabía que no iba a vivir mucho más. La única que no tenía ni idea era su madre porque preferían ahorrarle ese sufrimiento.
—¿Podría confirmarlo un médico si este tribunal lo libera de su obligación de guardar secreto profesional?
—Claro. No tendrá problema en declarar —dijo la testigo. Y dio el nombre y la dirección del médico que atendía al de la chaqueta roja. Lo hizo con aplicada solicitud, como si hubiera estado aguardando con celo que llegara ese momento—. ¿Ahora me puedo ir? —preguntó.
Podía irse. Aunque ya era demasiado tarde.
—Señor Haigerer, ¿qué tiene que decir a esto? —me preguntó la jueza.
Antes, Helmut Hehl había tenido que ordenar con un ladrido que se restableciera el orden en la sala.
—Estoy tan sorprendido como el resto de los aquí presentes —respondí yo.
Y ellos se lo tragaron. Me daba cuenta de que mientras hablaba estaba temblando.
Aseguré que no sabía nada de la enfermedad de Rolf.
—Aunque, por otro lado, ahora entiendo por qué se comportaba como lo hacía en algunas ocasiones —dije—. Yo siempre criticaba sus bajones físicos porque pensaba que estaban relacionados con el síndrome de abstinencia —e hice una pausa larga y artificial—, y por eso él de repente se esfumaba y desaparecía durante unos cuantos días —murmuré. Me tapé la cara con las manos, empecé a proferir sonidos que recordaban al llanto, y todos se dieron cuenta de que así no podía continuar. Me dieron permiso para regresar a mi asiento y perderme entre las figuras de mis dos escoltas.
Salieron a declarar otros testigos relacionados con el entorno de la víctima: amigos de su juventud, colegas con los que se drogaba, activistas del colectivo gay, artistas reivindicativos sin éxito; que habían tenido una historia con Rolf Lentz, o un rollo de una noche, o habían abogado a su lado por el caos como religión, o habían luchado juntos contra un enemigo común: el orden.
Nadie parecía considerar que la desaparición de Rolf fuera una gran pérdida, nadie se mostró indignado ante el crimen. La vida y la muerte del de la chaqueta roja habían estado separadas por una línea muy fina. En realidad, la línea que separa la vida de la muerte es siempre muy fina; pero en el caso del de la chaqueta roja el hecho era más que evidente. Siegfried Rehle, tras el éxito obtenido el día anterior con mi confesión, parecía ahora un poco abatido. Habría preferido que la víctima hubiera generado un duelo mayor; de esa manera, habría podido convertir mi arrebato de celos en un acto imperdonable y habría aumentado la calidad de la acusación.
Ninguno de los testigos me conocía ni había oído hablar de mí. A varios les sorprendió que hubiera habido alguien como yo en la vida de Rolf.
—Estoy seguro de que Rolf no tenía nada con nadie así —dijo uno de los yonquis.
—Demasiado viejo —dijo otro.
—Él no se enrollaba con tíos tipo profe —afirmó otro.
Pero nadie pudo demostrar que no fuera cierto.
Algunos de los que mejor lo conocían no sabían nada de la enfermedad y eso reforzó mi postura. En cambio había otros que tenían con él una relación mucho más superficial y que conocían al detalle todo el proceso de inmunodeficiencia. Y eso me desconcertaba; había algo que no cuadraba. Dos de los testigos opinaron que a Rolf le habría sido imposible esconderle a alguien su enfermedad en los últimos meses.
—No tenía más que breves momentos de claridad —dijo uno.
Yo agitaba la cabeza para mostrarle al jurado mi sorpresa y hasta qué punto mi amante me había estado engañando hasta el último momento.
Y así llegamos al último testigo: la persona con la que había quedado Rolf en el Bob’s Coolclub la noche en la que fue asesinado. Era un hombre llamado Nick al que, nada más verlo, daban ganas de mandarlo a la peluquería. Aunque probablemente ningún peluquero lo habría aceptado como cliente. Hablaba con dificultad y apestaba a alcohólico en proceso de rehabilitación que se acababa de tomar una cerveza de urgencia. Al escucharlo solo podías pensar en que se marchara de la sala cuanto antes.
Había quedado con Rolf «por negocios»; probablemente algún trapicheo con drogas en el baño. Pero Nick había llegado tarde y cuando quiso entrar en el local el de la chaqueta roja ya reposaba inerte en el suelo.
—Ya no se podía hacer nada —recordó el testigo.
Y entonces pensó que con Rolf en ese estado ya no iba a poder cerrar ningún negocio; así es que abandonó el local antes de que la policía pudiera interesarse por su persona.
—Bien, ahora váyase a dormir la mona —le recomendó la jueza.
Él dijo: «Como mande su señoría». Y ya estaba pensando en hacer justo lo contrario.
El estudiante, esta vez, no tenía más preguntas. Me extrañó. Y me tranquilizó.
—Vamos a intentar citar al médico de la víctima para el lunes —anunció la jueza—. Además de él hay otros dos testigos del círculo de amistades de Rolf Lentz que se han puesto en contacto conmigo y a los que también escucharemos. Ahora se levanta la sesión hasta el lunes.
Cuando llegamos a la celda, le pedí al guía que me acompañaba que entrara antes que yo y que se llevara el correo. Así me evité una muy probable cuarta entrega de la serie roja.
Mi abogado Thomas me hizo llegar poco después los documentos, según lo acordado, y yo me pasé el fin de semana estudiando las declaraciones de todos los testigos que habían tenido algo que ver en la vida del de la chaqueta roja. Ninguno de ellos había mencionado, en entrevistas anteriores al juicio, el hecho de que la víctima padeciera una grave enfermedad; a pesar de que los interrogatorios (sobre todo los practicados por Helena) indagaban hasta el último detalle. Parecía imposible que un trabajo tan exhaustivo como el realizado por la jueza de instrucción hubiera pasado por alto un dato tan significativo como que la víctima estuviera enferma de SIDA. Tampoco el informe de la autopsia elaborado por el forense, que incluía una serie de resultados indicadores de un estado deplorable del hígado, los riñones y los pulmones, se refería en ningún momento a una infección por VIH. A mí me consolaba saber que, en cualquier caso, el estado de salud de Rolf no supondría un atenuante para rebajarme la condena. Porque yo no había sabido nada. Yo lo había asesinado por celos. Eso había quedado bien claro.
Era domingo por la noche. Tomé un par de cucharadas de sopa de pan fría. Me gustaba la sopa de pan. A continuación me acosté sobre la cama y estuve observando la bombilla de 40 vatios para pasar el tiempo mientras se acercaba el momento de la aparición de la testigo estelar relacionada con mi pasado.