En la celda, al acecho, la segunda carta de la serie rojo sangre dedicada a «Jan Haigerer, el redentor». Dos seis cero ocho nueve ocho. En solo una semana habría alcanzado mi meta. Luego vendría la paz perpetua con perspectivas. Nada iba a detenerme, ni todos los escritos del mundo. Abrí el sobre y encontré recortes de periódico pegados sobre una hoja de papel. Eran del Kulturwelt: anuncios clasificados insertados en el epígrafe «Otros», aparecidos en el periódico en los meses de agosto y septiembre. Se trataba de tres textos, cada uno de los cuales, al parecer, se había publicado en tres ocasiones diferentes durante esos meses.
El más corto decía: «La solidaridad busca protagonista. Se nos acaba el tiempo. Ref. 371, a la editorial». El segundo texto: «Vive el valor, vive el arte, vive la representación, vive la escena, así se puede dejar de vivir. Ref. “Rolfinmortal”, a la editorial». El tercer anuncio era el más largo, contenía las siguientes palabras: «A mí se me está escapando la vida. Tú ves cómo la tuya te pasa por delante. Busquemos un punto intermedio para encontrarnos y separémonos felizmente después: tú te vas corriendo sin miedo hacia ti y yo me dejo ir en paz. Nos unirá el arte, él será tu salvador, tú mi redentor. Ref. “Rolfinmortal”, a la editorial».
Hice pedazos la carta. Unos minutos demasiado tarde.
Por la noche, como habíamos acordado, vino Erlt. No le conté nada de las cartas. En la sala de comunicación había té y pastas. Me comí una.
—Thomas —dijo él tendiéndome la mano.
—Jan —respondí yo secándosela.
Yo era el primer asesino con el que se tuteaba.
—Según parece, vamos a librarnos —se le oyó proclamar en voz alta y, por desgracia, no porque tuviera un megáfono en la mano.
Los guardias asintieron encantados. Yo sonreí; las buenas noticias siempre alegran y, además, no le creía una palabra. Dependía de mí, yo podía impedir la absolución, era cosa mía y no pensaba molestar más a Thomas Erlt con ese asunto. Ya no se mostraba tan esquivo conmigo; ahora también él me consideraba un suicida con virtud empeñado en cargar con la culpa, e intentaba animarme un poco, con estrategias inútiles, para que no volviera a intentarlo. Como mínimo hasta el final del proceso tenía que mantenerme limpio en cuestiones relacionadas con el suicidio; no me costaba nada hacerle ese favor.
—Te preguntarás por qué te he hecho venir —le dije lo más sencillamente que pude. Hablarle de tú me ayudaba a resultar menos oficial—. Es por el tema de Rolf Lentz —continué. Y me llamó la atención lo poco que me costó pronunciar su nombre. A ver si Thomas podía ser tan amable de dejarme todos los informes y la documentación relacionada con los supuestos encuentros que se habían producido entre el de la chaqueta roja y yo—. Es que quiero estar bien preparado para cuando declaren los próximos testigos —le dije. La idea le gustó. Lo de decir que quería prepararme siempre me había funcionado; desde la escuela—. ¿Y cómo van los negocios? —le pregunté a continuación.
Me habló de un desalojo inminente con protestas de cariz desagradable por parte de los inquilinos y yo le di palmaditas en la espalda, vengándome así de algunas de las escenitas vividas en la sala de juicios.
—Conociéndote como te conozco, estoy seguro de que acabarás solucionándolo —le dije.
Él se mostró contento. Fueron unas palabras muy bonitas para poner punto final a nuestra conversación. La despedida fue cordial y nada melancólica; al fin y al cabo, íbamos a volver a vernos muy pronto.
Al día siguiente se me había pasado la fiebre. La luz de mi bombilla de 40 vatios se había visto reemplazada por los rayos del sol. El médico se mostró satisfecho con mi evolución por teléfono; no hacía falta que me visitara. Me enteré de que los periódicos ya estaban celebrando mi libertad. Había llegado el momento de ponerme manos a la obra para salir adelante.
Tenía curiosidad por escuchar las declaraciones del inspector Tomek. Él había sido el primero en verme después del crimen y había cometido un grave error al dejarme marchar, pero no se mostró arrepentido. Todo lo contrario.
—Si Haigerer es un asesino, yo nunca he sido policía —dijo. Y añadió—: Nunca me habría imaginado que llegaría a tener un papel protagonista en una obra de teatro del absurdo.
Le preguntaron por qué había sido relevado de su cargo como investigador jefe en la causa Lentz.
—Lo solicité yo. Porque no me dedico a perseguir inocentes —replicó Tomek.
Se acordaba muy bien de nuestro encuentro en el Coolclub apenas una hora después del homicidio.
—Jan era el más sorprendido de todos. Nadie puede actuar tan bien. Si hubiera sido él, se habría entregado o habría salido huyendo. Créanme, conozco muy bien las reacciones que tienen los criminales, ya llevo mucho tiempo en esto.
El fiscal, en un primer momento, mantuvo la calma y presentó a los testigos una serie de indicios incriminatorios que no dejaban lugar a dudas: yo era la única persona que podía haber sido el autor material de los hechos.
—¿Todavía es usted capaz de mirarse al espejo y reconocerse como criminólogo experimentado? ¿Mientras sigue defendiendo la inocencia de su amigo el periodista a pesar de que conoce todos estos datos?
—Es que yo creo que hay que defender a este joven; hay que protegerlo de sí mismo, de su absurda escenificación autodestructiva —respondió Tomek—. No hay crimen sin móvil. Y no hay asesino sin violencia.
—Pero sí tenemos una víctima: una persona inocente que entró en un bar y que tuvo que pagar con su propia vida esa perversión sin motivo y sin arrebatos de violencia —dijo Rehle gritando de una vez por todas; por fin se deshizo del corsé que limitaba su actuación ante aquel estado de cosas.
El patetismo le sentaba bien, el volumen le añadía credibilidad; a los estudiantes de Arte Dramático deberían enviarlos a formarse a los juzgados.
Tomek seguía defendiendo la teoría del accidente.
—Él debía de estar jugueteando con el arma y de repente se le disparó. Y es incapaz de perdonárselo —dijo.
¿Y qué hacía yo a medianoche en un bar con un arma de fuego cargada?
—No le pregunte eso a un policía que lleva más de treinta años de servicio —respondió Tomek—. Podría escribir varios libros sobre la fascinación que despiertan las armas.
Antes de abandonar la sala, el inspector se acercó a mí y se inclinó para decirme: «¡Ánimo, chaval!». Yo asentí, sumiso. No era culpa suya. En el descanso, mis acompañantes volvieron a darme la enhorabuena, una última vez, por mi inminente puesta en libertad.
—Para cuando empiecen a florecer las lilas en el campo, ya está usted fuera —amenazó el que había creído en la nieve.
Me imaginé aspirando una vez más el perfume de las lilas y se me quitó la angustia que me producía pensar en mi próxima intervención.
Cuando cesaron los murmullos en la sala levanté la mano y pedí permiso para hablar. La jueza requirió mi presencia de inmediato, así es que avancé hasta el centro de la escena y allí me quedé parado. Ya era incapaz de reconocer a nadie.
—¿No quiere sentarse? —me preguntó una voz que de repente me era extraña.
No supe qué contestar. Dije:
—Señorías, me gustaría realizar una confesión.
Entonces empezaron a producirse unos murmullos en la parte de atrás de la sala que me obligaron a exprimirme los pulmones más de lo que tenía previsto. Y me mareé. El micrófono de pie me ayudaba a mantener el equilibrio; lo agarré con ambas manos y acerqué la boca a la gomaespuma negra como si fuera una estrella del pop seduciendo a su público. Hablaba con tal claridad que hasta yo mismo podía entenderme.
—No era una persona cualquiera, no le disparé a un extraño. Conocía a la víctima, conocía bien a Rolf Lentz. Él era mi, era mi, era mi…
… Espirales plateadas girando sobre fondo violeta. Con el «uno» se abrió un resquicio, con el «dos» reconocí unos zapatos de hombre de color oscuro. «Tres»: vaqueros azul claro. «Cuatro»… rojo-rojo-rojo-rojo…, los tonos rojizos se difuminaron y se convirtieron en algo negro… Me lloraban los ojos. Los cerré con fuerza, bajé la cabeza, mi índice izquierdo se curvó. Toda la fuerza de mi cuerpo y de mi mente ardía concentrada en la yema de un dedo, atravesó todos los umbrales y todas las barreras, y presionó el gatillo. Mis propios dientes me arrancaron las sienes del cerebro. El dedo completó su movimiento: el «cinco» fue un sonido liberador unido a los gritos de la masa que se encontraba a mis espaldas. El micrófono reposaba hecho pedazos en el suelo. Las baldosas me salieron al encuentro y me rasparon la frente…
—… era mi amante —me oí decir vagamente antes del derrumbe.
El eco del espanto se encontraba muy lejos de mí; me di cuenta de que estaba sonriendo. A continuación la sala quedó a oscuras.
Unas horas más tarde estaba sentado de nuevo frente a la jueza.
—La tensión —me disculpé.
Todo daba vueltas a mi alrededor; pero yo había utilizado mi fuerza centrífuga para eclosionar y desvanecerme. A los estudiantes de Arte Dramático deberían enviarlos a los juzgados, donde los personajes se vivían de verdad, no se interpretaban.
Ahora los presentes me miraban como a un verdadero criminal: la señora del jurado que se parecía a mi madre mantenía la cabeza erguida, la xenófoba mascaba el chicle pensando solo en mí, al de la correa de perro le había aparecido un gesto en la boca que indicaba que tenía ganas de escupirme porque un asesinato, eso me lo habría perdonado, pero que fuera maricón, eso nunca; pero también de los otros rostros había desaparecido la bondad que los torturaba. Yo ahora me sentía más respaldado; con esa nueva situación iba a poder seguir contando mi historia sin tropiezos.
Nombré todos los puntos coincidentes en nuestras biografías. Mi amigo Thomas, el obeso abogado que ahora intentaba pasar desapercibido, escondiéndose como podía, avergonzado en su asiento, había realizado una búsqueda muy exhaustiva; yo estaba más que preparado. Decían que era bueno estudiar por la noche, que lo que aprendías justo antes de irte a dormir ya no se te olvidaba. Yo era buen estudiante y me sabía todos los datos de memoria.
Lentz y yo habíamos estudiado juntos dos años de Filología Germánica.
—Me sentí atraído por él desde el primer momento —dije. (Sin esa frase no existiría la literatura universal.)
Expliqué que, sin embargo, me había negado tajantemente a reconocerlo; que la homosexualidad en mi casa era un tema prohibido y, evidentemente, estaba también prohibida para mí. No podía hacerles eso a mis padres. La jueza asintió molesta.
Me había obligado a mantener relaciones con mujeres y no me iba mal, aunque nunca sentí mucho por ellas. Había pasado catorce años de mi vida con una mujer llamada Delia (decir esa frase me sentó bien).
—Un amor platónico, sí, si quieren pueden denominarlo así —dije dirigiéndome al jurado. Pero ellos no querían. Me detestaban.
Sin embargo, con el tiempo volví a sentir los impulsos que había reprimido. Me encontré con Lentz un día que fui a cubrir una rueda de prensa; él fundó un grupo de movilización para el colectivo gay y daba seminarios para organizar acciones reivindicativas. Yo participaba anónimamente en estos cursillos.
—Era yonqui, estaba bastante hecho polvo —expliqué—. Pero ese hecho no hacía más que agrandar el amor que sentía por él. Necesitaba estar a su lado, quería sacarlo del agujero en el que estaba metido y no me daba cuenta de que en realidad se iba hundiendo cada vez más y yo con él. (Cuando era lector para la editorial Erfos eliminaba automáticamente todas las imágenes relacionadas con agujeros y terrenos pantanosos que utilizaban los autores para describir los abismos personales. Quienes necesitaban acudir a estas metáforas estaban abocados al hundimiento como escritores.)
Empezamos a tener un contacto más intenso, a vernos con regularidad, y la relación también se hizo enseguida más íntima.
—Pero teníamos que mantener nuestros encuentros en el más estricto secreto; esa era mi condición. Nadie podía saber que éramos pareja. Me daba vergüenza: por mi madre, aunque ya había fallecido, por mis amigos, incluso yo me avergonzaba de mí mismo.
Lo que hacíamos para que redujera el consumo de drogas era repartirnos las sustancias. Y de esta manera, en vez de desintoxicarse él, acabé metiéndome yo en ese mundillo.
—Pero siempre lo hacíamos a solas —recalqué—. En agosto me enteré de que yo no era el único —añadí. Entrecerré los ojos, tensé los labios y le dirigí al jurado un par de gestos de celoso enfermizo al estilo de Michael Douglas; los había ensayado esa mañana en la celda delante del espejo.
Tenía también a un tal Jim y a Ron y otro que se llamaba Boris.
—O al menos así los llamaba él; porque yo nunca llegué a saber sus verdaderos nombres.
(Para mí la historia ya estaba empezando a tener demasiados toques de novela barata, pero el Juzgado de lo Penal era como la plaza del mercado y las mentiras se vendían como verdades. Cuanto más barata fuera la oferta, mayor era la demanda. Las miradas serias y desilusionadas de los juristas me estaban demostrando que, por fin, les estaba suministrando una buena mercancía.)
—Y caí en la locura de los celos —dije.
Les conté que empecé a espiarlo, que lo seguí hasta los más inmundos cuchitriles y que le monté escenas propias del cine italiano. Así pasaron semanas, hasta que perdí totalmente el norte y ya no sabía qué hacer. Las drogas me habían consumido el cerebro, solo pensaba en ver a Rolf, en hablar con él, lo necesitaba, quería tenerlo solo para mí.
Pero él ya no quería venir a mi casa y al final acordamos quedar en zona neutral, en un local que no conociéramos ninguno de los dos: el Bob’s Coolclub. Se burló de mí. Lo esperé cinco noches seguidas y no apareció, me llamaba a la mañana siguiente desde la casa de alguno de sus amantes para pedirme disculpas. Sin embargo, cuanto más me humillaba, más necesidad tenía yo de perdonarlo.
—Hasta que, en algún momento, el amor frustrado se transformó en odio.
(La frase tuvo una buena acogida.)
Por eso, la última noche, fui al local con un arma.
—Esta vez tampoco habría venido si no hubiera necesitado dinero con urgencia.
Y confesé que perdí el control cuando vi cómo la puerta se abría y allí aparecía el de la chaqueta roja.
—Le disparé apuntando al pecho y, cuando escuché los gritos, supe que le había dado.
En ese momento hice una pausa para que la sala pudiera respirar.
—Señorías, estimados miembros del jurado, asesiné a Rolf Lentz movido por los celos y les pido que me apliquen la condena que merezco por ello.
Viendo cómo se comportaban los figurantes me di cuenta de la que había montado: ambos me agarraron con fuerza, me arrastraron hasta la sala de arrestos y allí me dejaron con las esposas puestas, sin mirarme y sin dirigirme la palabra, sin ofrecerme siquiera un vaso de agua. Para mí, aquel silencio era un placer y supe aprovecharlo. Afuera llovía. Podía oírlo. La lluvia golpeando contra el tejado. Yo me reía por dentro: me había convertido en un criminal. Para que hubiera un asesinato eran necesarias tres cosas: víctima, autor, y los que reconocían al autor del delito como tal. Por fin me habían reconocido.
Durante el descanso Siegfried Rehle había crecido diez centímetros. Se pasaba la mano por la barbilla rasurada saboreando el triunfo. Lo había conseguido: la imagen repulsiva que tenía de mí correspondía a la que daba yo sentado en el banquillo de los acusados. Él siempre había sido el bueno, aunque hasta ahora hubiera aparecido dando la imagen de malo.
Anneliese Stellmaier no podía ocultar su decepción conmigo y con el inesperado desenlace de aquel caso de asesinato. Ya no le gustaba su oficio; en esos momentos habría preferido retirarse a deliberar con el jurado y emitir una sentencia rápida pero, desgraciadamente, no podía ser, teníamos que continuar con el proceso. Aquella confesión era un bocado demasiado grande como para que se lo tragaran entero. Ahora tenían que masticarlo bien.
«¿Por qué precisamente ahora?», me preguntaban todos. «Me daba una vergüenza tremenda, me sentía miserable», replicaba yo con diferentes variantes en la expresión. «Nadie sabía que era gay. Ni mis mejores amigos. A veces ni yo mismo lo sabía», o «cuando se lleva tantos años escondiendo y reprimiendo algo, cada vez resulta más difícil sacarlo a la luz». O «es que todavía no he sido capaz de aceptar lo que hice, no entiendo cómo llegué a verme en esas lamentables circunstancias; no podía reconocerme en tal estado de debilidad y desamparo. Prefería quedar ante todo el mundo como un asesino sin motivo antes que confesar mis más bajos instintos». No les quedó más remedio que tragárselo; era lógico, contundente y fácil de digerir. Yo me quedé satisfecho.
—¿Y cómo se sintió después? —preguntó el fiscal. Necesitaba sacarle a mi mente todo su jugo.
—En un primer momento, aliviado. Después, miserablemente —repliqué—. Había matado a la persona que más había significado para mí en la vida.
(Por esto había valido la pena trabajar como corresponsal en los juzgados y haber cubierto unos cuantos juicios por homicidio.)
Benedikt Reithofer dormitaba ahora retirado a un lado, un tanto avergonzado por su teoría del «suicidio frustrado», pero con la calma que da la experiencia. Empezó diciendo: «Sin pretensión de adelantarme al informe pericial que todavía estoy elaborando», y continuó asegurando que mi confesión no le había sorprendido en absoluto. No es que él fuera inmune a las sorpresas, sino que «solamente a causa de un desengaño amoroso, una persona a la que le asustan los conflictos es capaz de generar tal potencial de energía criminal». A continuación expuso sus habituales disertaciones sobre las agresiones realizadas hacia el interior de uno mismo o contra el mundo exterior. Siempre cuadraban. Claro que él había escrito libros sobre el tema y estaba al cabo de la calle.
Para terminar, Thomas salió de su escondite. Ahora tenía una tarea nueva; quería, al menos intentar, convencer al jurado de que no se trataba de un «asesinato» sino de un «homicidio»; pretendía dulcificar un crimen pasional, convertirlo en un delito algo más leve, y por ello solicitó una pena máxima de veinte años de prisión.
Según mi abogado, era evidente que yo había disparado llevado por la emoción, inmerso en un «agudo estado de conmoción, perfectamente comprensible». Sin embargo a mí, por desgracia, no me quedó más remedio que contradecirle.
—Cuando su amigo Rolf entró en el local, ¿se desataron en usted, de golpe, de repente, todos los sentimientos que había estado reprimiendo en su interior durante días? —preguntó Thomas.
—No, no fue así, de repente, cuando entró… —respondí yo—. Un poco antes ya había definido el plan para matarlo. Fue premeditado, quería acabar con él. Si no podía tenerlo yo, no quería que lo tuviera ningún otro.
Thomas se recogió en su asiento. Decidí que le haría llegar una buena cantidad de dinero extra cuando se dictara la condena, una especie de compensación por todas las trabas que le estaba poniendo.
—¿Alguna pregunta más por parte del jurado? —preguntó desapasionada la señora Stellmaier.
Todos bajaron la cabeza. Pero una se irguió: el de las gafas redondas dejó el bolígrafo a un lado y levantó la mano. La expresión de su cara permaneció inmutable.
—Señor Haigerer, ¿por qué ha decidido confesar precisamente hoy?
La pregunta no era nada mala. Con gusto le habría dicho: «¡Muchas gracias por la pregunta! ¡Acaba de ganar un premio!». Pero estaban esperando una respuesta y dije: «He sentido esa necesidad. Ya he estado un par de veces antes a punto de hablar y la presión interior se ha ido haciendo cada vez mayor hasta que hoy ya no podía más y lo cierto es que ahora me siento mucho más aliviado». Lo último era verdad: tenía hambre, ya tenía ganas de llegar a la celda y que me trajeran la comida; los viernes siempre había sopa de patata. Esperaba que fuera viernes.
—¿No será que le ha dado miedo que lo declararan inocente?
Le dirigí una mirada a la jueza: el proceso nos estaba minando a todos, me parecía que ya teníamos bastante, la gente estaría ya deseando volver a casa.
—Responda a la pregunta —ordenó Stellmaier.
—Ya he dicho en repetidas ocasiones que he cometido un delito grave y que quiero ser justamente condenado por ello. Me gustaría recordar las palabras con las que inició este proceso el fiscal; me adhiero a sus apreciaciones.
Rehle me hizo una reverencia; todavía podíamos llegar a ser buenos amigos. El estudiante no se sentó.
—Si me da permiso para seguir preguntando… —dijo.
Permiso concedido. El magistrado Hehl volvió a mirar el reloj inútilmente.
—¿Quién más conocía su relación con Lentz?
—Nadie —respondí yo al instante.
—¿Los amantes de su víctima?
—Puede ser —susurré. Aquel chico me ponía nervioso.
—¿Declararán esos tres señores como testigos?
Esa pregunta iba dirigida a la presidenta de la Sala. Pero yo interrumpí sus reflexiones explicando que iba a ser difícil descubrir sus verdaderos nombres y direcciones.
—Seguramente intentarán pasar desapercibidos en el ambiente —dije. Y miré de reojo al productor de porno. Vi cómo asentía; sabía bien lo que se cocía por allí.
—Para mañana están citados a declarar varios testigos del círculo personal de la víctima —explicó la jueza. Con lo que también quería decir que por hoy ya era suficiente. Y tenía razón.