VEINTIUNO

En la celda me esperaba una carta, escondida entre el resto de correo habitual, que yo ya no abría porque prefería mantener todas las ventanas que daban al exterior con el cerrojo bien echado. El sobre era blanco con manchas rojas. El lugar previsto para las señas del destinatario lo ocupaban las siguientes palabras: «Recluso Haigerer, el redentor», el remitente se llamaba «Gracias». Desde luego yo no conocía a nadie que pudiera decirme algo así después de todo lo que había pasado. El mensaje estaba fuera de todo lo que, de alguna manera y con esfuerzo, mantenía en pie mi endeble existencia en prisión.

«Querido Jan Haigerer», había escrito alguien en un papelito con letras grandes y caligrafía apresurada, «sabemos con estupor por los periódicos que usted va cargando poco a poco con toda la culpa. Esa no era nuestra idea, no es eso lo que acordamos, Rolf no lo habría querido así. No a ese precio. Por favor, ponga orden en el asunto. Que Dios le acompañe. Anke Lier».

Tenía que contárselo a alguien y solo tenía a Helena; tenía que hablar con ella. Les pedí a los tres guardias que estaban de servicio que vinieran a mi celda, y ellos me trajeron los últimos titulares: «Jan Haigerer se convierte en su peor enemigo». «Cada vez se hace más evidente la posibilidad de un suicidio frustrado.» «El acusado prefiere ser asesino que suicida.» «Los indicios apuntan a homicidio imprudente.» «El fiscal Rehle no se rinde.» «¿Todavía es posible salvar a Haigerer? El conocido periodista confiesa un asesinato que no pudo haber cometido.»

Hice como si necesitara que los funcionarios me reprendieran por los malos resultados obtenidos con mi actuación en el juzgado. Consentí que en un momento reenfocaran el caso y me dieran consejos inteligentes sobre cómo debía comportarme a partir de entonces. Yo me mantenía en silencio y eso los motivaba a ellos para seguir atosigándome; por fin, uno dejó su móvil encima de la mesa. Yo empecé a jugar con él, como por casualidad, de tal manera que el gesto ni siquiera llamó la atención; entonces me lo metí en el bolsillo y me dirigí discretamente al baño mientras ellos seguían discutiendo acaloradamente. Marqué el número de Helena.

—Soy Helena Selenic, dígame.

—Helena, tengo que hablar contigo —susurré.

—¿Jan? ¿Eres tú? Jan, no puede ser.

—Helena, he recibido una carta y tengo que hablar contigo.

—Jan, ya sabes que tu caso para mí ya está cerrado. No me llames, por favor. Esto no te va a hacer ningún bien.

—Pero es que tengo que hablar contigo. Es muy importante —dije. Y me dio vergüenza aquel tono de rogativa.

—Jan, ya tienes un asesor jurídico. Habla con Erlt. Él está para ayudarte.

—Vale, ya veo —le dije—. Perdona que te haya molestado —concluí. Y entonces me molestó escucharme con aquel tono de reproche.

—Jan, aguanta —alcancé a oír todavía—, en unos días todo habrá quedado atrás y entonces…

Desterré a Helena de mis oídos, apreté la tecla que tenía un telefonillo rojo y tiré de la cadena. Los de afuera estaban lapidando en ese momento al fiscal y yo no tenía ni ganas ni fuerzas para defenderlo. Ya era demasiado tarde. Les pedí que me dejaran solo.

El tercer día de juicio quise cuidarme un poco. La carta la había digerido durante la noche; y me había convencido de que no me interesaba, de que no tenía nada que ver conmigo. Además, me había prohibido a mí mismo pensar en Helena; ya había hecho bastante sacrificando mis horas de sueño. El médico del centro se mostró satisfecho con la evolución de mi estómago o, por lo menos, con lo que supo de él: yo le dije que estaba otra vez como nuevo e ilustré el informe con una sonrisa que satisfizo a ambos: al médico y al estómago. Siempre que quería resultar creíble sonreía; hasta en el espejo me sonreía y me resultaba convincente. Me convencía de que los residuos que en mí había dejado la confusión ya estaban limpios; sabía que me mentía a mí mismo, pero me sentía orgulloso de lo bien que sabía hacerlo. Me juré que resistiría, que andaría mi camino hasta el final, que solo me quedaba un último ascenso escarpado para llegar a la cima; cuando estuviera arriba, tendría años por delante para descansar.

En la sala todavía se podía percibir la carga que había quedado en el ambiente del día anterior. Mis acompañantes me llevaban enganchado por los brazos y me colocaron en mi sitio. Por el camino intercambiamos un par de comentarios relacionados con el tiempo. Me contaron que habían anunciado que ese fin de semana ya se podría empezar a hacer excursiones por el campo, que llegaba la primavera. Yo no tenía botas de montaña. Para ir de excursión tendría que haberme comprado unas; así es que era una suerte estar interno.

Los periodistas se mostraron algo más retraídos que en los primeros días del proceso. Los fotógrafos, más descuidados: la luz no era tan deslumbrante y la mantuvieron encendida poco tiempo. Tal vez había actuado en otra parte algún loco con impulsos homicidas que les había obligado a los medios a dividir sus fuerzas. Desde el público me llegaban los saludos de manos procedentes de mi vida anterior; en una de las primeras filas, a mano izquierda, alguien levantó el puño en señal de fuerza y apoyo.

Comenzaba la fase de prueba. Lo cual significaba que yo podía quedarme callado. Me recosté en el asiento e incluso me alegré un poco al ver a mis amigos de la policía, que iban a ser los primeros en declarar como testigos. Pero antes de su declaración el tribunal todavía podía realizarme alguna pregunta más que considerase necesaria para completar los datos del caso, así es que tuve que salir otra vez al centro del escenario y colocarme de espaldas al público. A la jueza Stellmaier le había quedado el trenzado un poco torcido; Ilona Schmidl estaba probando con un nuevo pintalabios en tono castaño que la hacía más vieja; mi abogado, Thomas Erlt, dejaba que una corbata de rayas se balanceara sobre una camisa de cuadros rojos y blancos (probablemente con la intención de despertar todavía más compasión); el fiscal Rehle se pasaba la lengua por el labio superior despoblado: tenía que dejarse crecer otra vez el bigote, le daba más aspecto de tío duro. Por suerte, ninguno de ellos quería saber nada de mí.

Anneliese Stellmaier se dirigió en último lugar al jurado.

—¿Desean realizarle alguna pregunta más al acusado?

Y el estudiante de la cabeza rapada y las gafas verdes de intelectual que me daba un poco de miedo respondió.

—¿A día de hoy, volvería a hacerlo? —me preguntó.

Fui incapaz de sostener su mirada intrépida; o sea que él, el listo, no creía que se tratara de un suicidio frustrado. Me habría gustado mostrarle públicamente mis respetos; en cambio, mentí.

—Han cambiado muchas cosas desde entonces. Por mucho que quiera, no me siento capaz de responder a su pregunta.

—¿Puedo hacer otra pregunta? —dijo dirigiéndose a la jueza.

—Evidentemente —aseguró ella.

—Señor acusado: ¿usted quiere que lo encierren?

Aquello me resultó demasiado directo. No podía responder así como así, tenía que meditarlo, pero no tenía mucho tiempo.

—Lo único que deseo es que haya un juicio justo —respondí.

—¿Cometió ese crimen para que lo encerraran? —añadió.

Nadie lo detenía. Yo miré a la jueza, pero su mímica le dejaba vía libre a la pregunta.

—No —dije. Y fue un «no» claro, fuerte, manifiesto, el «no» más intenso que pude pronunciar en aquella sala y bajo aquellas condiciones.

—Gracias —dijo el estudiante—. No tengo más preguntas.

En primer lugar llamaron como testigo al inspector Lohmann. Ni me miró. Y eso me decepcionó. Aunque probablemente solo pretendía ayudarme. Dijo que sí, que efectivamente él había dirigido el interrogatorio, y le preguntaron si todavía se acordaba.

—¿Cómo no? —dijo—. Una cosa así no se olvida, señoría.

Llevaba dieciocho años de servicio y había tomado declaración a decenas de sospechosos pero nunca se había topado con nada parecido.

La magistrada le pidió que aportara datos más precisos.

—Es más bien una sensación —dijo—, pero a mis compañeros les pasó lo mismo. ¿Sabe qué pasa?, que ese hombre no ha podido cometer ningún delito grave. No es posible. Es como si se hubiera metido en una pesadilla de la que ahora le resulta imposible escapar. A día de hoy seguimos sin entenderlo. El delincuente siempre encaja en el delito, es como una especie de ley dentro de la criminología; pero aquí no, señoría, es que no encaja en absoluto. Haigerer tiene de asesino lo que una hormiga de animal de rapiña.

El fiscal entró en cólera.

—¿Usted hace su trabajo dejándose llevar por las premoniciones y especulando o también tiene en cuenta el estado de cosas? —preguntó.

—Evidentemente los hechos también cuentan —respondió Lohmann en voz baja.

—¿Y las cuarenta y cuatro páginas que componen el acta de la declaración que usted mismo le tomó son solamente poesía o contienen la confesión íntegra de un asesinato?

—Sí, claro, eso dijo él, pero…

—¿Hay algún indicio que contradiga esa confesión?

—No, no existe ninguno pero…

—Gracias, no hay más preguntas.

—¿Puedo preguntar también yo? —dije.

—Por supuesto —respondió la jueza.

—Señor inspector, ¿han echado ya flor los tomatitos cherry que tiene en el huerto? A ver si este año dan tres veces más.

—Señor Haigerer, ¿a qué viene eso? —preguntó Stellmaier.

A mis espaldas, el público empezó a murmurar.

—Perdón, era algo privado —dije yo.

—Los tomates no florecen hasta junio —dijo Lohmann avergonzado. Y me saludó con un guiño. Tenía buen aspecto.

A continuación pasaron Rebitz el osado y Brandtner el joven bajista policía. Rebitz me saludó haciendo a escondidas el gesto de la victoria por debajo del uniforme. Dio a entender que creía que yo era un caso de psiquiatra.

—Tiene que tener doble personalidad; si no…, hay algo que no cuadra.

Le preguntaron si durante el interrogatorio le había dado la impresión de que yo estuviera trastornado o deprimido.

—No, en absoluto. Se comportaba más como un compañero que como un sospechoso —dijo Rebitz—. Se creó muy buen ambiente, estuvimos bromeando…

—¿Es ese el nuevo estilo de la policía? ¿Bromear con los posibles sospechosos de un brutal asesinato? —gruñó el fiscal.

—Es que no nos lo creíamos. Estábamos todo el tiempo pensando: «Ahora nos lo explicará, ahora dirá la verdad». Hasta el final.

—¿Y cuando acabó el interrogatorio?

—Nos quedamos desconcertados, prácticamente hundidos; nos preguntábamos cómo era posible que alguien fuera tan masoquista. Es imposible que cometiera ese acto de manera intencionada.

El joven Brandtner también me saludó. Lo hizo arqueando las cejas y mostrando entusiasmo. Me pareció que quería decirme algo; a lo mejor le había puesto música a la letra que le regalé y la había convertido en una canción de amor de éxito.

—Al principio pensamos que era gay. Porque se decía que había sido un crimen pasional entre homosexuales —le explicó a la jueza—, pero luego no encontramos nada que apuntara en esa dirección.

—¿Hacia dónde apuntaban los indicios?

—Hacia ninguna parte. Nosotros escribimos lo que él nos contó. Indagamos hasta el último detalle, estuvimos escarbando, hurgando, pero no aparecía nada. Al contrario: en realidad, el asesinato nos resultaba cada vez más inverosímil a pesar de que los datos coincidían con las pruebas —dijo Brandtner.

Mi abogado se inmiscuyó; quería saber cuál era la opinión personal de Brandtner con respecto a mí y al delito que había cometido. El fiscal protestó.

—Es puramente especulativo. Un policía no es un perito psiquiatra.

—Pero tiene experiencia en el trato con delincuentes y tiene una percepción de los hechos —anotó la jueza. Y admitió la pregunta.

—Desde mi punto de vista, fue un accidente. Él andaba jugando con la pistola y se le disparó. Y después de eso, algo le pasó, se quedó colgado, quizás entró en estado de shock; quizás todavía esté en estado de shock.

—¿Podría tratarse también, a su juicio, de un intento de suicidio fallido? —preguntó la jueza.

—No lo creo —respondió Brandtner—. A pesar de todo irradiaba alegría de vivir, mostraba interés por todo, parecía optimista, de alguna manera; no daba la impresión de haberse rendido.

Mientras abandonábamos la sala para acceder a la sala de arrestos, disponía de un par de segundos para echar un vistazo entre el público. Y mi mirada quedó atrapada en aquellos inconfundibles cabellos rojos. La saltadora de trampolín que se me había escapado estaba de pie, al final de la sala, hablando con una delicada dama que me daba la espalda y de la que solo pude saber que lucía una larga melena negra y hacía gala de una animada gestualidad con las manos al hablar. ¿Una compañera de despacho? ¿Una escritora? ¿Alguien relacionado con mi vida anterior?

—Es usted una persona muy querida —dijo el que había creído en la nieve.

Yo sonreí.

—Parece una estrella del cine —dijo entusiasmado el que no la había esperado.

Yo callé.

¿Quién era aquella mujer? ¿De qué tenía que hablar Helena con ella? La sensación de mareo volvió a instalárseme en el estómago.

Después vinieron testigos de los que yo no tenía ningún miedo: mis antiguos compañeros del Kulturwelt. Por desgracia, tuve que pronunciar unas palabras para presentar ese último capítulo de mi vida laboral que se había extendido a lo largo de nueve años. Mentí. Dije que me había gustado el trabajo.

—Sobre todo el tiempo que estuve cubriendo sucesos —precisé adulador. Aunque, de todas maneras, esa era una de mis mentiras más pequeñas.

—Lo sabemos; usted es un conocido de esta casa y aquí siempre lo hemos estimado por su seriedad a la hora de informar —dijo Stellmaier también en tono adulador devolviéndome el golpe. Pero lo decía en serio. Siegfried Rehle me miró mal. Odiaba a los periodistas y se esforzaba para no hacer ninguna excepción conmigo; el esfuerzo estaba dando sus frutos.

Mis compañeros no tenían mucho que decir de mí. Que era ambicioso, amable, servicial. «Le podías pedir cualquier cosa», les oí decir.

—Era uno de los compañeros más agradables que he tenido —opinó Lothar, de la sección de Economía.

—Una persona muy alegre —dijo Jens, de Deportes, que no me conocía de nada.

Solo uno de ellos me conocía un poco: Chris Reisenauer.

—Jan era tranquilo y reservado —afirmó Chris—. A mí me daba la impresión de que ocultaba, magistralmente, una seria depresión —dijo. Eso no me hizo ninguna gracia. Me habría gustado levantar la mano y protestar—. A mi parecer, detrás de esa eterna sonrisa camuflaba bajones muy fuertes.

Me giré hacia mi abogado; podría haber hecho algo provechoso al menos por una vez, pero se limitó a encogerse de hombros.

—A veces notaba que era tremendamente desgraciado —continuaba diciendo Chris.

—¿Le hablaba de su vida privada? —le preguntó la jueza.

—No. Ni una palabra. Solo sabía que tenía una novia que se llamaba Delia. Pero eso lo sabíamos todos; al principio hablaban por teléfono como mínimo tres veces diarias.

¿Y después?

—Luego ya no.

¿Por qué no?

—Ni idea.

Que si yo le había contado que nos habíamos separado.

—No. ¿Se separó de Delia? —preguntó Chris.

El último día que trabajé, dos días antes del crimen, había estado sentado durante seis horas al ordenador enfrente de Chris. ¿Había habido algo que le llamara la atención, algún cambio?

—No, nada en absoluto. Estaba como siempre —dijo.

Y otra vez volvió a pedir la palabra el joven de la cabeza rapada.

—Señor testigo, ¿cree que realmente le gustaba el trabajo a su compañero Haigerer?

—No, en el fondo no —contestó Chris después de mucho pensárselo—. Es cierto que siempre intentó convencerse a sí mismo de que así era, pero en realidad él no se sentía periodista.

—¿Qué se sentía? —preguntó el estudiante. (¿De dónde sacaba esas preguntas?)

—Escritor. Venía de una editorial; y los libros eran su gran pasión.

—¿Y entonces por qué no escribía libros? —preguntó el joven.

En mi cabeza retumbaban los bajos.

—Eso pregúnteselo a él —replicó Chris.

—¿Me da su permiso? —le preguntó el miembro del jurado a la jueza.

Ella asintió.

—Señor Haigerer —apeló. Yo me puse en pie; me flaqueaban las rodillas—. ¿Por qué no ha escrito usted ningún libro? —preguntó.

Sus palabras penetraron en la tenebrosa cavidad de mi pabellón auditivo; ante mis ojos empezó a descender un telón de color gris que se fue haciendo cada vez más oscuro, sentí en la espalda el tacto de las manos de mis acompañantes que me sujetaban; el aire de la sala estaba demasiado cargado, me taponaba las vías respiratorias.

—No se encuentra bien —dijo una voz metálica a mis espaldas—. Solicitamos un descanso —añadió Erlt.

Por fin había hecho algo de provecho.

Pedí disculpas por la interrupción, debía de haber sido un pequeño bajón de tensión, probablemente por la atmósfera tan cargada que se respiraba en la sala. La jueza le pidió al jurado que anotara la pregunta para retomarla más tarde.

—Como parte del proceso, tendremos ocasión más adelante de escuchar a algunos testigos relacionados con la editorial Erfos y con el tema de los libros. Entonces trataremos todo lo relacionado con este asunto y se planteará de nuevo su pregunta —dijo Stellmaier.

Se respiraba mejor ambiente. Inspiré profundamente e intenté sonreír.

Mona Midlansky ya estaba sentada en el estrado de los testigos. Llevaba una blusa negra y, como tenía por norma, tenía desabrochado un botón más de los necesarios; pero Rehle miraba los informes, Hehl el reloj, Erlt me miraba la nuca y el resto eran mujeres. Ilona Schmidl le lanzó a la periodista una mirada despectiva; la encontraba vulgar y, como muestra de ello, hizo sobresalir su voluminoso labio superior de color carmesí. A quien daba muestras de encontrar vulgar a otra persona, se le ponía un aspecto vulgar. Que alguien pudiera encontrar vulgar a otra persona era un indicio de que él mismo lo era. Midlansky y Schmidl no se anduvieron con remilgos.

No, Midlansky no estaba emparentada conmigo ni por línea directa ni por matrimonio. Sí, sabía que declaraba en calidad de testigo y que estaba obligada a decir la verdad y que incurriría en perjurio si no lo hacía. Sí, me conocía bien (primera mentira). Me consideraba un «compañero simpático y sensible con el que no se podía compartir mucho». ¿Qué quería decir con eso?, ¿qué no se podía «compartir» con él?

—Hablar sobre historietas y cotilleos del trabajo, intercambiar información, ir a tomar unas cervezas y cosas de ese tipo —dijo—. Él tenía un espíritu más elevado, no era un reportero —me describió—. Para él lo del periodismo era como un traslado forzoso. Me daba la impresión de que este trabajo le resultaba demasiado bestia; Jan era un tipo blando.

Entonces sacó a relucir nuestro encuentro en el coche, delante del Coolclub, el día de los hechos. ¿Qué estaba buscando yo allí?

—Yo creo que necesitaba elaborar lo que había pasado. O es posible que lo hubieran citado allí.

—¿Quién?

—Alguno de los maquinadores que están detrás de todo esto.

Se montó un revuelo en la sala.

—Este tribunal no conoce la existencia de ninguna maquinación —dijo Stellmaier. Y su voz denotó cierta desilusión, como si realmente deseara que existiera alguna.

¿Qué impresión le había dado yo en aquel momento a Mona Midlansky?

—La que me daría una virgen que se ha quedado embarazada —dijo ella—. El asesinato tuvo que afectarle mucho; al fin y al cabo él estaba muy cerca cuando ocurrió.

Rehle se puso furioso.

—Usted debe de saber que fue el acusado quien disparó. Eso ya está demostrado. Y también sabrá que él mismo ha confesado el asesinato. ¿Cómo puede ignorar los hechos?

—Ni aunque lo viera con mis propios ojos me creería que Jan Haigerer le ha disparado a nadie —replicó Midlansky—. Es uno de los hombres más pacíficos que conozco. Yo misma mataría antes que él; conmigo las posibilidades se multiplican por diez.

¿Y el tribunal quería escuchar lo que era un mero convencimiento personal? Pues, por desgracia, sí.

—Jan está metido en algo. Lo están presionando. Ha asumido la culpa porque sabe que, de todas maneras, nadie lo cree.

¿Y el arma? ¿Y las huellas?

—Eso lo prepararon después —fantaseó Midlansky—. Y por eso se vio obligado a dejar el caso el inspector Tomek, porque esto lo están manejando desde altas esferas de la policía.

Le preguntaron si había indicios que sustentaran su tesis.

—Lo siento, pero el secreto profesional me obliga a guardar silencio —respondió Mona—. Nos encontramos en plena investigación.

Yo me llevé las manos a la cara.

—¿Está relacionado con mafias de los países del Este? —preguntó el productor de porno que llevaba cadena de perro. Se había despertado: el caso se estaba animando, solo le faltaba un poco de ambientillo de barrio chino, una red de tráfico de personas, por ejemplo, o un local de intercambio de parejas.

—No voy a decir nada más —replicó Midlansky. Fue la respuesta más inteligente de todas las que había pronunciado ese día.

Yo alcé la vista para ver al jurado y observé que el joven de las gafitas redondas me miraba. Durante unos breves instantes, nuestras miradas se encontraron, yo le sonreí y él me devolvió la sonrisa. Él sabía más que los otros. Pero no sabía qué. Dentro de quince años cumpliría los cuarenta y entonces se daría cuenta.