Fue tras la interrupción cuando empecé a sentir por primera vez el terror que me provocaban sus penetrantes miradas de compasión. Solo esperaba que los medicamentos se me disolvieran de una vez por todas en el cerebro y me dejaran atontado e incapaz de percibir los ataques de sentimentalismo procedentes del exterior. Yo mismo les había dado la clave. Ahora, de repente, empezaban a sospechar, tenían una idea sobre cómo podían proceder para zafarme de la responsabilidad. Y eso los estaba poniendo impacientes; les urgía solucionar el misterio del asesinato y querían que se resolviera a mi favor. Estaban dispuestos a pasar conmigo por encima del cadáver de mi víctima, solo para protegerme. Se ponían en mi lugar y eso me obligaba a decepcionarlos una y otra vez para escapar de ellos; hasta que entendieran que no había nada que entender, hasta que aceptaran que yo era un asesino, uno de los más amables, malvados y calculadores, uno que había calculado tanto que ni siquiera necesitaba un móvil, un jugador con un triunfo en la recámara para sacarlo justo al final, cuando ya nadie se acordara de que estaban jugando, cuando el caso fuera tan viejo y estuviera tan polvoriento que ya nadie supiera cuántos años me quedaban de «perpetua».
Dos seis cero ocho nueve ocho. Mi locura no era haber cometido aquel acto, por el cual tenían que condenarme; aquel asesinato había sido la excepción que confirmaba mi locura. Mi locura era dominar las reglas de la normalidad mejor que las personas normales; así me habían educado y así había vivido.
—Volveremos a cuestiones relacionadas con su pasado más adelante, cuando empiecen a declarar los testigos —se apresuró a decir la jueza Stellmaier—. Ahora daremos un salto hacia adelante.
Yo asentí, aunque odiaba los saltos. Siempre me daba miedo el aterrizaje, porque nunca caía en blando. Pero, por suerte, yo no era una persona depresiva.
—¿Cuál era su relación con Rolf Lentz?
Yo ya había contado con esa pregunta; desde que el de la chaqueta roja se me había instalado en la cabeza. Por un lado me bloqueaba, pero por otro me aliviaba; era como si, por fin, se hubiera decidido a devolverme el disparo.
—No lo conocía. Ni siquiera sabía cómo se llamaba. Para mí era un completo desconocido. Lo vi por primera vez la noche del asesinato —repliqué.
Y no estaba seguro de si simplemente había pensado en voz alta, como acostumbraba a hacer; pero el vocerío que escuché a mis espaldas procedente de las gradas me demostró que la respuesta había sido audible.
—¿Y cómo se produjo la muerte de Rolf Lentz? —me preguntó Stellmaier.
Mantenía la calma, seguía adelante, era una auténtica luchadora cuya resistencia pasaba desapercibida.
—Lo maté yo de un tiro —dije.
—¿Pretendía matarlo?
—Sí, por supuesto —respondí rápidamente. Y me asusté ante la crueldad de mis propias palabras: «por supuesto». Tuvieron que calmar al público que estaba sentado a mis espaldas. No me lanzaron piedras, pero yo sentí cómo me golpeaban; y me sentaron bien.
—Entonces tendrá que explicárnoslo —dijo Stellmaier. Y dirigió la mirada hacia donde se encontraba el psiquiatra. Él parecía medio dormido, como si estuviera descubriendo mi verdad en sueños, ganándose la cantidad que facturaba sin descuidar sus necesidades personales.
Algo me impulsó, en contra de mi voluntad, a observar cómo reaccionaba el estudiante del jersey negro de cuello alto que formaba parte del jurado: estaba inclinado sobre un papel; estaba tomando notas. Y a mí eso no me gustó. No me gustaba nada. Todo estaba saliendo mal. El fiscal tomó una bocanada de aire y se lo tragó; él era mi confidente, era quien compartía mis pensamientos, quien me preparaba el camino, quien completaba la parte que me faltaba hasta alcanzar el 100% de maldad. Ambos teníamos mucho trabajo por delante: teníamos que abrir paso a la justicia, sacar adelante los cargos presentados por la acusación en contra de la opinión del resto de la sala.
—No hay nada que explicar —dije yo. Sonó a obstinación. Por fin me había hecho con un par de puntos negativos. Escuché a mis espaldas varias muestras de descontento que fueron acalladas por la llamada al orden proferida por el juez Hehl, quien debió de imaginarse que peligraba su jubilación si el orden no regresaba a la sala de inmediato.
—Yo pienso que sí hay algo que explicar, señor Haigerer —dijo Stellmaier amablemente.
Completé con la mirada un semicírculo que pasaba por los inmóviles labios rojo chillón de Ilona Schmidl y me permitía echar un último vistazo a mi flanco izquierdo. Mi valiente defensor estaba agotado, hundido en su asiento, secándose el sudor de la frente. Tenía la boca entreabierta; probablemente para evitar ser sorprendido constantemente por avalanchas de su propio asombro. Le hice un gesto alentador. Ya les había pasado revista a todos y cerré los ojos por dentro, preparándome así para un nuevo salto; solo percibía la voz de la jueza y el eco de la mía propia. De esta manera intenté mantener el equilibrio; estaba preparado para el aterrizaje.
—La declaración que presentó ante la policía coincide con la que realizó ante la jueza instructora. ¿Reflejan estas declaraciones la realidad de los hechos?
—Sí.
—El suceso tuvo lugar hace ya medio año. Si hay algo de lo que ya no se acuerda, por favor diga «ya no me acuerdo», pero no declare en falso. ¿Entendido?
—Me acuerdo de todo.
—¿Desde cuándo estaba en posesión del arma de fuego?
—Desde el trece de septiembre del año pasado.
—Es decir, unas cuatro semanas antes del crimen.
—Cuatro semanas y cinco días.
—¿De dónde la sacó?
—La compré. En una armería.
—¿Tiene permiso de armas?
—No.
—¿Por qué se hizo con esa arma?
—Para matar a alguien.
(Silencio. Murmullos.)
—¿A alguien?
—A una persona cualquiera.
—¿Usted también es una persona cualquiera?
—No. Yo soy yo. Una persona cualquiera es otra persona.
—¿Pretendía suicidarse?
—No.
—Señor Haigerer, ¿pretendía suicidarse como lo hizo su padre?
—No.
—¿De la misma manera?
—No.
—¿Quería poner fin a su vida?
(Silencio. Murmullos. Me tapo los ojos con las manos.)
—¿Quiere que interrumpamos la sesión?
—No, gracias.
—¿Conocía bien el Bob’s Coolclub?
—Muy bien. Antes del asesinato ya había estado allí como veinte veces.
—¿Frecuenta locales de ese tipo?
—No.
—¿Es cierto que en los últimos diez años no había ido ni una sola vez a un local así?
—Sí.
—Y entonces por qué, de repente…
—Para preparar mi asesinato.
—¿Su suicidio?
—Mi asesinato. Créame, por favor.
—¿Cómo se puede creer a alguien que calla al menos la mitad de la verdad?
—Un asesinato no se confiesa si no se ha cometido.
(Murmuraciones. Murmullos.)
—Pero no hay un asesinato si no hay un móvil.
(Silencio.)
—¿Se avergüenza de haber planeado su suicidio?
—Planeé un asesinato. Y lo llevé a cabo.
—¿Por qué?
—No, por favor.
(Silencio.)
—Así es que asegura haber planeado el asesinato con varios días de antelación.
—Sí.
—¿Cómo?
—Sentándome en el mismo rincón y observando la puerta de entrada del Bob’s Coolclub. Elegí un sitio en el que no pudiera verme nadie, desde el que hubiera poca distancia hasta la puerta y donde tuviera libre la línea de tiro. Y desde allí repasé cien veces de memoria toda la acción.
—¿Para qué?
—Para estar seguro.
—¿Seguro de qué?
—De que me saldría bien.
—¿Qué tenía que salirle bien?
—El asesinato.
—¿Se refiere al suicidio?
—¡El asesinato!
(Aquello había sido un grito. Pedí disculpas.)
—Volvamos al diecisiete de octubre.
—Sí.
—¿Qué día era?
—Sábado.
—¿Y qué tiempo hacía? ¿Lo recuerda?
—Llovía.
—Bastante deprimente, ¿no?
—En absoluto. A mí me gustan los días de lluvia.
—¿No le tocaba trabajar ese sábado?
—No.
—Era el primer sábado que no trabajaba en mucho tiempo. ¿Es correcto?
—Sí.
—Y uno pierde un poco el ritmo con estos cambios, ¿no es cierto?
—No sé a qué se refiere.
—Se sale de la rutina diaria que le imprime el equilibrio y cae de repente en un agujero; de repente tiene tiempo para pensar y reflexionar sobre la propia vida.
—Yo no lo veo así.
—¿Cómo lo ve usted?
—O estás metido en un agujero o no lo estás; y no importa qué día de la semana sea, ni si llueve o si hace sol.
—¿Y usted estaba dentro de un agujero?
—No, yo no estaba en ningún agujero.
(Mi vida entera era un agujero; pausa.)
—¿Cuándo se despertó estaba solo?
—Siempre estamos solos cuando nos despertamos.
—Me refiero a si había alguien acostado a su lado.
—No, ya hacía mucho tiempo que no se acostaba nadie a mi lado.
—¿Por qué?
—Porque no tenía a nadie.
—¿No hubo nadie después de su novia Delia?
—No, señoría.
—Volveremos a retomar el tema en los próximos días.
(Amenaza, pálpitos, silencio.)
—¿Qué hizo ese sábado por la mañana?
—Estuve durmiendo.
—¿Y después?
—Me levanté.
—¿Y?
—Me arreglé.
—¿Para qué?
—Había quedado con una amiga. La ayudé a hacer una mudanza.
—¿Primero ayuda a una amiga con la mudanza y luego le pega un tiro a un desconocido?
—Sí.
—Una extraña mezcla de actividades para un sábado lluvioso de octubre, ¿no le parece?
—Sí, puede ser.
—Señor Haigerer, ¿a quién quiere convencer de que lo que cuenta es cierto?
—A usted, señoría. A este tribunal, al jurado, a todos. Tienen que creerme; porque esa es la verdad.
(Murmuraciones, desasosiego.)
—¿Esa amiga suya se llamaba Alexandra?
—Sí, Alex; ya no vive.
(Silencio. Murmullos. Me pongo las manos delante de los ojos.)
—¿Necesita que hagamos un receso?
—Sí, por favor.
—¿A qué hora se despidió aquel sábado de su amiga Alexandra?
—Alrededor de las seis de la tarde; ya había oscurecido.
—¿Y qué hizo entonces?
—Aparqué el coche y estuve esperando dentro.
—¿Esperando qué?
—Que pasara el tiempo.
—¿Se sentía afligido?
—No.
—¿Cómo se sentía?
—Nervioso.
—¿Por qué?
—Porque estaba a punto de cometer un asesinato.
—¿Por qué?
(No respondo. Silencio.)
—¿Dónde tenía en esos momentos el arma?
—En el bolsillo de la chaqueta.
—¿La tuvo ahí todo el tiempo?
—Sí, la había metido en un guante de lana.
—¿Por qué?
—Para camuflarla. Para que en el Bob’s Coolclub no se dieran cuenta de que lo que llevaba era una pistola.
—¿A qué hora entró en el local?
—Poco después de las diez. Fui uno de los primeros clientes.
—¿Y qué habría sucedido si su mesa ya hubiera estado ocupada?
—Para evitar eso ya la había reservado con antelación.
—¿Qué hizo entonces?
—Estuve bebiendo vino: Blauer Zweigelt.
—¿Cuántos se tomó?
—De eso ya no me acuerdo.
—¿Más bien una copa o más bien un litro?
—Más bien un litro.
—Eso es mucho.
—Es que entonces aguantaba mucho.
—Después de beber tanto a uno se le puede ocurrir cualquier barbaridad.
—Bueno, a mí me parece que las mayores barbaridades se le ocurren a uno cuando está sobrio.
—¿Beber le infundió valor?
—Sí, es posible.
—¿Le dio valor para qué?
—Para cometer mi asesinato.
(Murmuraciones.)
—¿Y entonces qué hizo?
—Coloqué la pistola encima de la mesa.
—¿Para qué?
—Para tenerla en la posición adecuada.
—¿Cuál era esa posición adecuada?
—Con la boca orientada hacia la puerta de entrada.
—¿No orientó la boca del arma hacia su propia persona?
—No.
—¿Y si hay testigos que afirman lo contrario?
—Nadie puede afirmar tal cosa. No pudo haberlo visto nadie.
—¿Qué es lo que no pudo haber visto nadie? ¿Qué se apuntó a sí mismo con el arma?
—¡Apunté directamente a la puerta de entrada!
(Aquello había sido otro grito. Pedí disculpas. Iba acumulando negativos.)
—¿Y a continuación?
—Puse el dedo en el gatillo y esperé.
—¿A qué?
—A que entrara alguien.
—¿Quién?
—Mi víctima.
—¿Quién era su víctima?
—Cualquiera.
—¿Y si hubiera entrado un niño?
—A esas horas no entran niños en el Bob’s Coolclub.
—¿O una mujer embarazada?
—Es un sitio de hombres, por eso lo elegí para mi asesinato.
—En cuanto tiene oportunidad, menciona la palabra «asesinato». ¿Por qué?
—Digo lo que hay, nada más.
—Además dice «mi asesinato», como si se sintiera orgulloso de ello.
—Es que estoy orgulloso.
—Suena como si su intento de suicidio hubiera sido fallido y en su lugar hubiera cometido un asesinato; usted lo considera como un golpe de suerte. (Murmullos. Pausa.) Como si quisiera justificar su fracaso con un éxito criminal que realmente cometió por error.
(Me llevo las manos a la cara.)
—¿Un suicidio fallido y un asesinato cometido por descuido?
(Noto las falanges de los dedos clavadas en la cavidad ocular.)
—¿Fue un acto reflejo para salvarse en el último segundo? ¿Giró el arma para que no le alcanzara el disparo, pero ya había apretado el gatillo y la bala alcanzó a un hombre que entraba en ese momento por la puerta?
—¡No! —grité.
—¿Y si del informe de balística se desprende que es muy probable que el arma homicida efectuara un movimiento de giro en el momento de dispararse?
—¡Pues se equivocan!
—Por favor, no grite de esa manera.
—Perdón.
(Agitación. Me tapo los oídos con los pulgares.)
—Hacemos un receso de diez minutos.
Me permitieron quedarme en el banquillo de los acusados, protegido en ambos flancos por mis acompañantes. Mi abogado me puso una mano en el hombro. Yo efectué un movimiento para desprenderme de él; aunque lo suficientemente suave como para no llegar a ofenderle. Él retiró la mano; era buena persona.
Me miraba fijamente los zapatos. Zapatos de salir. Para salir. Zapatos para la salida. Zapatos negros de piel. Piel lisa. Mates. Anchos por delante. Tenían unos cuatro años. Había ido a una zapatería y me los había comprado. Muy raro. Me los había probado. Hacía sol aquel día. Un lunes, después del trabajo. Fui a comprarme zapatos. Había acertado a la primera. Fue unas semanas después de lo de Delia. «Me los quedo», dije. Y probablemente incluso me reí; me hizo ilusión comprarme aquellos zapatos. «La caja no la quiero», dije. «¿Necesita una crema para la limpieza y el cuidado de la piel?», me había preguntado la vendedora. «No, gracias», le respondí yo. Me había comprado unos zapatos. Qué raro.
—¿Se encuentra mejor, señor Haigerer?
—Sí, señoría.
—Así es que usted asegura haber apuntado hacia la puerta del local.
—Sí, exactamente.
—¿Y qué se veía desde su sitio?
—Podía ver cómo se abría la puerta.
—¿Qué más?
—Y veía cómo entraba la gente en el local.
—Gente. Cualquiera.
—Sí, cualquier persona.
—¿Y qué más?
—Entraban y entonces yo contaba: uno, dos, tres, cuatro, cinco.
—¿Por qué hacía eso?
—Porque sabía que esa persona estaría justamente cinco segundos después en mi punto de mira. Lo había comprobado cien veces en las noches anteriores.
—Continúe.
—Conté hasta cinco y disparé.
—¿Mantuvo la mirada fija en aquel lugar?
—Cuando se oyó el disparo la aparté.
—¿Por qué?
—Porque no podía.
—¿Y antes?
—Miré fugazmente.
—¿Y qué vio?
—Unos zapatos oscuros de caballero, vaqueros azul claro y una chaqueta roja.
—¿La cara?
—No se la vi. Se la tapaba una sombra.
—Una sombra.
—Sí, una sombra.
(Pausa.)
—Una sombra —repitió Anneliese Stellmaier murmurando. Yo cerré los ojos—. ¿Y después?
—¿Después qué, señoría?
—¿Cómo se sintió usted?
—Mal.
—¿Por qué?
—Porque había matado a un hombre.
—En vez de matarse a sí mismo.
—No, por favor, señoría.
—¿Qué hizo a continuación? ¿Se entregó?
—No quise.
—¿Y eso?
—Me daba demasiada vergüenza.
—¿Por qué?
—Por mí y por el inspector Tomek. Nos conocíamos muy bien y él no me habría creído.
—¿Por qué no le habría creído?
—Porque él tenía otra impresión de mí.
—Todo el mundo tiene otra impresión de usted, señor Haigerer. Y la siguen teniendo.
—Ya lo sé. Ese es mi problema.
(Nadie dice nada. Silencio. Sombras.)
La jueza había terminado conmigo. Había llegado el turno de las preguntas. Yo apenas escuchaba pero me resultaba sencillo responder; debieron de pasar horas, y yo seguía encontrándome bien físicamente; es decir, no sabía cómo me encontraba, no lo notaba, era como si estuviera programado, como si me hubieran puesto el piloto automático. De tanto en tanto me permitía echar un vistazo a los miembros del jurado: estaban sobrecogidos, les asustaba mi mirada. Incluso en el productor de porno se podía apreciar cierta tensión debajo del bigote; la película se estaba poniendo muy interesante.
En Siegfried Rehle había sembrado mis esperanzas. Rehle era mi hombre. Él hacía como que me creía; me preguntó si había sufrido agresiones repetidas y a mí, por desgracia, no me quedó más remedio que decepcionarle. Pero él, por suerte, se había preparado para el caso y me ofreció una buena alternativa: «¿Lo que sucede es que a usted se le metió en la cabeza matar a un ser humano?». Lo dijo en tono brutal, con la intención de imitarme: a mí y a mi obcecación; apretó los puños, abrió unos ojos como platos, se le marcaron las venas en las sienes. ¿Por qué no podía ser yo como él? Estaba claro que asesinar, así sin más, no bastaba. Había que tener al menos un poco de pinta de asesino. ¿Por qué no podía parecerme a Rehle?
—Sí, fue una fijación —respondí.
—Y el motivo para esa fijación, sencillamente, no quiere darlo a conocer aquí.
—No, no quiero nombrarlo —dije yo.
—Pero existe ese motivo.
Aquella había sido una pregunta bastante desagradable. Primero tuve que pensar un poco, pero al final dije: «Sí, por supuesto, para todo hay un motivo».
—¿Usted sí conoce ese motivo?
Dos seis cero ocho nueve ocho.
—Sí —respondí yo titubeante.
En realidad quería dejar la pregunta en suspenso, y un simple «sí» resultaba demasiado evidente para dar lugar a interpretaciones; pero lo dije. La sala se alborotó. Helmut Hehl, el pensionista, levantó la voz para imponer silencio.
—Pero no quiere contarnos cuál es ese motivo —dijo Siegfried Rehle enseñando los dientes. No debería haberlo hecho: tenía demasiada carne en las encías y demasiado poco diente; parecía más agresivo de lo que podía llegar a ser.
—No, no quiero desvelar el motivo —dije en un susurro.
—¿Simplemente no quiere hacerlo? ¿O tiene también un motivo oculto por el cual no quiere nombrar el otro motivo, el que lo llevó a cometer el asesinato del artista Rolf Lentz?
Rehle se había puesto en pie, su miraba me quedaba por encima de la cabeza, y por las dimensiones del tórax bien podía parecer un cantante de ópera; pero la voz no le hacía justicia.
—Para todo hay un motivo —dije yo.
—Gracias, no hay más preguntas —gritó Rehle.
Una frase que yo había oído cientos de veces en mi vida anterior cuando cubría las noticias en los juzgados. «Gracias, no hay más preguntas» era la fórmula utilizada por los supuestos vencedores. Por desgracia ese efecto nunca duraba mucho tiempo en el ambiente. Si hubiera sido una película, con esa frase habría terminado la secuencia; después se habría producido un cambio de plano.
El catedrático Benedikt Reithofer, psiquiatra, abandonó su estado de sueño profundo honoris causa para ayudarme a descubrir mi «suicidio frustrado». Les dijo todo lo que querían oír, eligiendo el vocabulario para asegurarse de que nadie le preguntara nada: que la agresión que se proyectaba hacia el interior era para muchos más difícil de reconocer que la que se proyectaba hacia afuera; que la vergüenza por haber experimentado un suicidio frustrado causaba en muchos pacientes más dolor que la idea de cometer un delito capital y tener que confesarlo, con todas las consecuencias que de ello se desprendían, incluida una pena de varios años de prisión; que la identificación con el acto cometido por un asesino, producida de manera anacrónica, podía tener mucho sentido e incluso producir efectos antidepresivos; que con esa estrategia se creaba una especie de válvula de escape que ayudaba a descargar sentimientos de culpa acumulados.
«Sin pretensión de adelantarme al informe pericial que todavía estoy elaborando», dijo el catedrático, cubriéndose las espaldas. Sus palabras quedaban de esa manera fuera de concurso; las pronunciaba para poner punto final a aquel día de juicio con una cierta armonía, para que la señora del jurado que se parecía a mi madre pudiera dormir mejor aquella noche. No iba a ser yo quien se lo impidiera; pero, de todas maneras, a mí aquel discurso me resultaba insoportable por su tono conciliador. Yo tenía un miedo atroz a cualquier pensamiento que pudiera asemejarse en lo más mínimo a la concesión de mi ilegítima libertad. ¿Qué iba a hacer yo, un asesino, ahí afuera? ¿Probarme zapatos? ¿Comprarme un par?