DIECINUEVE

Aquella noche la bombilla de 40 vatios de mi celda parecía muerta de agotamiento; yo me reduje bajo ella e intenté hacer algo bueno para el día siguiente. Me comí cinco plátanos medio podridos que ya tenían la cáscara casi negra, me tomé todos los jarabes y polvos que me habían recetado los médicos semanas antes, masqué pan viejo y seco, hice migajas un pastel arenoso que tenía y me lo embutí en el gaznate, y me atreví con una tableta de chocolate negro regada con infusión de manzanilla; todo para recuperar la elasticidad habitual de mis intestinos. Y, al menos desde dentro, tuve la impresión de haberlo conseguido.

Entonces invité a los dos vigilantes que estaban de servicio a que se tomaran conmigo una taza de café. Fue un terrible error; pero en esa situación no se me ocurrió nada mejor. No quería estar allí solo y el precio que tuve que pagar por tener compañía fue dejar que se colaran en mi celda mis eternos archienemigos: los titulares del día. Los funcionarios aceptaron sumisos mi invitación, me trajeron la edición vespertina de todos los rotativos y me los colocaron con orgullo delante de las narices. Yo los rechacé, pero ellos siguieron en sus trece y me obligaron a hacerme cargo de mis trofeos.

Aquel día yo era para ellos un héroe, más notable que cualquiera que hubiera recibido un Oscar y más significativo para la historia que alguien que hubiera servido de enlace y fracasado en las negociaciones con Oriente Próximo; porque mi proceso les había arrebatado a ambos la portada y mis fotos eran el doble de grandes que las suyas y mis titulares estaban estampados con letras el doble de anchas.

«Golpe de efecto en el juicio del Coolclub», lo titulaba el Anzeiger: «El fiscal quiere imponer al jurado la pena de muerte». El comentario a pie de foto rezaba: «Perro de presa tras la liebre: Siegfried Rehle a la caza de Jan Haigerer». En el mismo tono informaba también el Tag aktuell: «Primer día de juicio para el proceso del año. El fiscal se pone en ridículo pidiendo una pena desmesurada. El débil estado de salud del imputado hizo que se desmayara en dos ocasiones».

Los que llevaban la batuta en el mundillo de la prensa de bulevar, los del Abendpost, como era de esperar, se había esforzado al máximo por informar con objetividad: «Los expertos en juicios coinciden: un asesino no tiene esa pinta», gritaba el titular de la primera página. Bajo él, retazos de palabras impresas en negrita: «Jan Haigerer, muy afectado tras su estancia en prisión. Demacrado, en los huesos —después de meses alimentándose a base de té y biscotes—, supo mantener sin embargo una amable sonrisa en los labios. El acusado hizo gala de su simpatía a diestro y siniestro y su torpe abogado de oficio logró despertar nuestra compasión. El primer día de juicio ha estado marcado por los ataques malintencionados del fiscal y una dura crítica contra los medios de comunicación del país. El hecho de que no haya un móvil parece no molestar en absoluto a la acusación, el vanidoso señor D. Siegfried Rehle. Encuentren más información en este ejemplar. Habla en exclusiva la reportera del Abendpost Mona Midlansky, íntima y confidente del acusado: “Mi amigo Jan romperá hoy su silencio”. El gran proceso en imágenes, con análisis y comentarios. Páginas 3 a 10».

Lo que más me llamó la atención fue el Kulturwelt. Un periódico que acostumbraba a informar con seriedad utilizaba como titular la presuntuosa frase de mi abogado, que a mí me parecía insoportable: «Haigerer es una buena persona». Con el comentario: «El abogado de oficio dejó perplejo al tribunal con un discurso de tono sentimental. Los cargos por homicidio presentados contra el famoso reportero del Kulturwelt se tambalean». Estaba casi seguro de que esas palabras las había dictado el propio Guido Denk en persona. «Más información en la página 7: Un hombre que solo merece aprecio. Estudio psicológico de un ser meditabundo y siempre amable. Jan Haigerer, tal y como lo conocen de cerca sus compañeros…»

Al acabar este traumático repaso a la prensa, los funcionarios me pidieron que les firmara los ejemplares de los periódicos. Yo me vi castigado por mi propio cinismo, sonreí y le puse sello y firma a mi crimen con las infamias de mis antiguos compañeros de profesión, acto con el cual se me revolvió el estómago y la papilla de plátano me subió a la garganta. Pero tragué. Una vez más. La última. El siete de marzo había sido un buen día; ya lo sabía yo.

Durante la noche tuve pesadillas con Helena. Cuando me desperté, estaba a punto de gritar de miedo porque me había delatado. Por qué tenían que haberla utilizado precisamente a ella de señuelo. La bombilla emitía una luz tan débil que me obligó a levantarme. Y la papilla de plátano acabó precipitándose sobre el lavabo. El vómito fue liberador; cuando me encontraba vacío me sentía más cerca de mí mismo, y todavía tenía unas horas para recuperarme: empecé con treinta flexiones; o quizás me equivocara al contar y fueron solo trece antes de que mis brazos se desplomaran y se negaran a continuar con el trabajo. Después me leí a conciencia los prospectos de todos los medicamentos que tenía y me tomé la dosis más alta recomendada de cada uno de ellos. Y volví a intentarlo con un plátano. Me había convertido en campeón mundial de «trago sin masticar», pero tenía que seguir entrenando porque me fallaba la retención. Quién sabe, quizás para el próximo asesinato… (era una broma). Me reí frente al espejo y me asusté; tenía que reconocer que en las últimas semanas había descuidado un poco mi aspecto físico, pero nunca me habría imaginado que pudiera llegar a parecerme tanto a Keith Richards.

Al mayordomo que pasó a desearme los buenos días a las seis de la mañana le pregunté si no podría arreglarme una cita con un peluquero. No le pareció malo el chiste, viniendo como venía de un presunto asesino a punto de enfrentarse a su segundo día de juicio. Logré convencerlo de que, si se lo preguntaba, era porque para mí, que nunca pedía nada, aquello era una necesidad perentoria.

—Como quiera —me dijo—. Voy a traer mis tijeras.

En el desayuno hice un esfuerzo y me tomé tres rebanadas de pan tostado, pero me deshice del huevo y la mantequilla y dejé la cáscara y el papel del embalaje encima de la bandeja para que el médico se llevara una buena impresión sobre mi estado físico y mi alimentación. Con el afeitado fui más meticuloso que de costumbre y dejé que la pasta de dientes actuara en la boca durante más tiempo de lo habitual.

Tenía un traje gris oscuro metido en una funda procedente de la lavandería de la prisión. No la había abierto, así es que no tenía ni idea de si realmente era mío; pero me quedaba bien. Lo cierto es que los pantalones se me sujetaban en la cadera y resultaban un poco bajos; pero, solo dos años antes, eso había sido la última moda. Me puse una camiseta negra debajo y osé ponerme otra vez frente al espejo: excelente. Me sentí satisfecho. Ya no era Keith Richards; ahora me parecía más a Nick Cave.

Al médico del centro le bastó.

—Hoy me gusta más su aspecto —dijo. Él a mí seguía sin gustarme, pero le sonreí—. No se exija demasiado —le pedía el médico al asesino—. Si le da otro colapso, me la cargo.

Los figurantes vinieron a buscarme a las ocho y media. Me saludaron cordialmente y fueron especialmente cuidadosos al ponerme las esposas para no pellizcarme ni enganchar ningún pelo. Me condujeron hasta la sala de arrestos, llevándome por los pasillos de la prisión como si estuviéramos haciendo el paseíllo. Todos los uniformados que nos encontramos por el camino los festejaban como si fueran un par de pescadores que habían conseguido hacerse con un pez gigantesco y ahora hacían su presentación pública. Y ellos no escondían el orgullo que sentían al estar a mi lado. Ya había pasado el Carnaval y nuestro país no solía tener mucho que ofrecer: algún alud de vez en cuando, un par de atracos, una colisión múltiple en la autopista de tanto en tanto pero, aparte de eso… Estaban todos encantados con mi existencia y todo el asunto del Coolclub.

—¿Cómo se encuentra? —me preguntó el que creía en la nieve.

—Bien, gracias, sigo con vida —le dije yo malgastando mis palabras.

—¿Hoy va a dar alguna explicación? —preguntó entonces el que ya no esperaba nieve. Y yo hice como que no había oído la pregunta.

—¿Qué tiempo hace afuera? —pregunté.

—Frío —respondió uno.

—Es probable que nieve —añadió el otro. Precisamente el que antes esperaba lo contrario.

—Entonces podemos estar contentos de estar aquí dentro —dije yo. Y me reí como Jack Nicholson en El resplandor. O al menos al hacerlo me acordé de una de las escenas de la cinta. Ambos se rieron conmigo; probablemente no conocieran la película.

—Señor Haigerer, usted sabe cuál es la primera pregunta que voy a formularle —dijo Anneliese Stellmaier.

A mí me gustaba su voz, su noble tranquilidad y el recogido simétrico que se hacía con el pelo, enrollando alrededor de la cabeza una larga trenza que parecía un turbante de color gris plata. Ahora estaba sentado frente a ella, en mitad del escenario, tras lo que denominaban el estrado de testigos, que era como un atril con un micrófono donde había un espacio para tomar notas al cual se podían agarrar con las manos los acusados cuando cometían algún desliz y los testigos cuando ya no tenían nada más que decir.

Detrás de mí murmuraba el público. A mi derecha prestaba atención el jurado; y lo hacían tan concentrados, que yo podía escuchar su escucha. Más o menos a mi izquierda estaba sentado el fiscal. Lo vi entonces por primera vez; nos dirigimos un saludo moviendo la cabeza y cerrando los ojos en señal de respeto. Yo me sentí decepcionado: le faltaba media cara; le faltaba la barba. Quizás su mujer prefiriera verlo en los periódicos con la cara despejada.

—Sí, señoría, me declaro culpable del cargo de asesinato —dije yo con una fuerza impresionante en la voz. La sala entera tembló; estaba abarrotada, olía a aglomeración y se echaban de menos unos toques de aroma de palomitas y cacahuetes. Era como si yo hubiera metido el gol decisivo en una final en la tanda de penaltis después de la prórroga.

Anneliese Stellmaier suspiró y giró la cabeza a ambos lados sucesivamente para intercambiar miradas con los dos compañeros que la flanqueaban. Uno de ellos se llamaba Helmut Hehl, daba la impresión de que sufría de cansancio crónico y le faltaba tan poco para jubilarse que miraba el reloj cada dos minutos para ver si ya había llegado la hora. Yo nunca lo había oído hablar y tampoco tenía la impresión de que él escuchara mientras hablaban los demás; sin embargo, no paraba de abrir la boca y estirar los labios, como si fuera sordomudo y tuviera miedo de que lo descubrieran en las pocas semanas que le quedaban de servicio. Hehl levantó las manos de la mesa un par de centímetros y a continuación las dejó caer. De esta manera pretendía decir: «¿Qué le vamos a hacer?»

A la izquierda de Stellmaier estaba sentada Ilona Schmidl, a la que se le atribuía una relación con el presidente del colegio de abogados. Se rumoreaba que los había pillado la secretaria encima de la mesa del despacho de él. «¡Ay, qué guarrindongo eres!», decían que le gritaba ella con deje infantil. Durante semanas fue la comidilla entre abogados y periodistas en la cafetería de los juzgados y, según fueron pasando los días, la frase fue evolucionando hasta convertirse en: «Dame lo que más me gusta, guarrindongo, cachondo». Y al decirla todos se imaginaban los michelines desmesurados del presidente del colegio desparramados sobre su escritorio y el rostro negociador de la ultraconservadora Ilona Schmidl; y no podían parar de reírse. Resultaba interesante observar en qué circunstancias nos gustaba imaginarnos a personas a las que ni siquiera conocíamos y cuánto de nosotros quedaba plasmado en esas fantasías.

Schmidl también levantó las manos pero no las dejó caer a continuación, sino que las utilizó para remover el aire mientras torcía la boca; boca que, por cierto, lucía un rojo extremo para la ocasión dándole el aspecto de un personaje de cómic. De esta manera pretendía decir: «No podemos hacer nada».

—De acuerdo, pues entonces empezaremos desde el principio —dijo la jueza. Le salió la voz rasgada; todavía no había digerido el schock, me había considerado una persona decente hasta el último momento. Lamenté mucho tener que decepcionarla; sobre todo tratándose de ella.

¿Recuerdos de infancia? ¿Tenía que pasar por eso?

—Todas esas cosas han quedado ya muy lejos —me disculpé de manera preventiva.

Me había propuesto no soltar respuestas idiotas. Me vino a la memoria una excursión al bosque cuando yo tenía cinco años: me perdí y, cuando me encontraron, algunas horas después, mi vida ya estaba arruinada y mi estado psicológico deteriorado.

¿Recuerdos de mi época escolar?

—Nada emocionante, señoría —dije. Pude escuchar cómo el público murmuraba por detrás, probablemente estaban esperando que se produjera alguna escena como las que aparecen en las películas de Hitchcock—. Navidades: un árbol pequeño, pocos regalos, pero la mayoría de las veces una atmósfera agradable —mentí—. Pascua: huevos de colores. Mi cumpleaños: con tarta. La comunión: con un cirio. Para la confirmación, un reloj. Vacaciones en compañía de mi padre y mi madre: modestas pero bonitas. Vacaciones solo con mi madre: modestas, pero tampoco estaban mal.

¿Cuál era la profesión de mi padre? Era profesor de Lengua alemana y de Filosofía. En su tiempo libre escribía poemas. ¿Si se publicaron? No, no, los escribía para sí mismo.

—Era muy introvertido —respondí.

¿Qué cómo era mi relación con él?

—Buena —dije—, nos apreciábamos mucho.

—Ha usado el verbo «apreciar», no «querer» —apuntó Stellmaier.

—Yo uso muy poco el verbo «querer», señora magistrada —repliqué. (Aparte de que mi padre nos abandonó cuando yo tenía siete años.)

¿Madre? Modista.

—Una mujer inteligente, sencilla y adorable —dije.

—Sus palabras resultan distantes —comentó Stellmaier.

—Falleció hace diez años en un accidente de tráfico —respondí.

Estuvieron casi dos horas hurgando en mi infancia sin obtener resultados.

Fue más duro cuando se le ocurrió intervenir al señor Benedikt Reithofer, el catedrático en Psiquiatría amigo de Guido Denk. Hasta ese momento, yo ni siquiera me había percatado de su presencia, destacaba demasiado poco sobre los notorios personajes de la Historia de la Justicia cuyos nombres resaltaban en la sala grabados en madera. Pero había llegado el momento de justificar sus honorarios y preguntó, entre otras cosas: «¿Había muchas peleas en su casa?».

—No, señor catedrático, éramos una familia tranquila.

—¿No sentía a veces rabia hacia sus padres?

—Sí, cuando quería leer en la cama, por ejemplo, y mi madre me apagaba la luz para ahorrar.

—No me refiero a eso —dijo Reithofer—. Hablo de una rabia más primaria, porque se sentía injustamente tratado por sus progenitores, que lo reprimían, que no le dejaban ser realmente libre, porque no tenía tanto dinero como el resto de sus amigos…

—Mis amigos tampoco tenían mucho dinero —repliqué yo.

Los rostros que me rodeaban se mostraban serios; no les gustaban mis respuestas pero tenían que aceptarlas tal y como eran. El psiquiatra al menos tomaba notas; así resultaba más profesional, daba la impresión de que acumulaba material para poder diagnosticar después un «nosequé agudo».

La primera parte del interrogatorio concluyó de manera desagradable. La señora del jurado que se parecía a mi madre llamó la atención de la jueza y le pidió permiso para plantearme una pregunta. Era algo fuera de lo habitual; normalmente los miembros del jurado, legos en Derecho, no hablaban hasta el final del proceso, si es que llegaban a tomar la palabra.

—Señor Haigerer, ¿sufrió usted con la separación de sus padres? —me preguntó. Y por su voz supe que, al menos en ese momento, sufría más ella, por la separación de mis padres, que yo.

—Evidentemente no fue agradable —contesté yo—, pero mi madre lo llevó muy bien y para mí eso era lo más importante. En comparación con las escenas familiares que se vivían en casa de mis amigos, yo no vivía nada mal. A veces es mejor que los padres se separen en vez de seguir juntos.

Mientras pronunciaba aquellas monótonas palabras de respuesta tuve que mirarla a los ojos. Estaba conmovida. Le afectaba estar involucrada en un caso de asesinato. ¿Por qué había que confrontar a una señora tan educada y sensible, y además a esa edad, con el lado más oscuro del pacífico discurrir de los días? Ese era sitio para el productor de porno que estaba sentado en el extremo izquierdo; él sí sabía reaccionar a todas aquellas bobadas psicológicas con el desdeñoso aburrimiento que se merecían. Me habría gustado tener en el jurado a ocho como él.

Pero todavía pidió la palabra uno más: un joven con jersey negro de cuello alto separado de la señora por dos asientos. Tenía la cabeza rapada al cero y llevaba unas llamativas gafitas redondas de montura verde: un estudiante de Arquitectura o quizás de Informática, aunque bien podría estar también en la Escuela Superior de Artes Aplicadas. Su mirada me infundía un cierto miedo; parecía tener un sexto sentido, poder ver un poco más allá, estar acostumbrado a resolver problemas de lógica, y no estar dispuesto a dejar de entrenar el cerebro durante el proceso.

—Señor acusado, yo tengo otra pregunta para usted —dijo. Reconocí su voz. Había sido él quien había interrumpido al fiscal el día anterior apuntando que yo no me encontraba bien—. ¿De qué murió su padre? —me preguntó.

—Se suicidó —afirmé yo al instante.

—¿Y sabe usted por qué? —preguntó.

—Tenía crisis depresivas —respondí yo.

—¿Sabe usted cómo lo hizo?

—Se pegó un tiro —contesté.

Se escuchó un suspiro liberador generalizado que procedía del público. En el descanso tuvieron que darme unas pastillas.