DIECIOCHO

Detrás de mí, a mano izquierda, dentro de mi ángulo muerto, el fiscal Siegfried Rehle inició su discurso. Habló unas dos horas en total, aunque en un momento determinado hicimos un receso. Quizás fuera su voz ronca de barítono, aplicando justicia sin piedad, lo que se me clavó en el estómago y empezó a horadar y a raspar, amenazando con destrozármelo. O quizás el contenido de su macrodiscurso contra mí, el criminal de buena conciencia. Fuera lo que fuera, tuve que pedir permiso para ir al lavabo. Los dos figurantes me pusieron las esposas y me sacaron a remolque de la sala.

—¿Tiene ganas de vomitar? —me preguntó el que creía en la nieve.

—No, no —dije yo—, estoy muy bien. Lo que pasa es que he tomado demasiado té esta mañana.

Nada más entrar, tiré de la cadena para que el ruido de las arcadas se confundiera con el de la descarga de agua. Después de esto, estuve escuchando a Rehle casi hasta el final. Mantuve la cabeza gacha, porque no quería que el jurado pudiera ver de frente al pobre tipo sobre el que el fiscal estaba contando todas esas historias terribles. El que ya no esperaba que nevara se inclinó un par de veces para mirarme a la cara y controlar que no me hubiera quedado dormido o estuviera inconsciente o incluso muerto.

No me giré ni una sola vez hacia donde estaba Rehle, prefería ahorrarme su visión. Para qué; ya sabía lo meticulosamente cuidado que podía llegar a estar el césped francés cuando era de color negro y formado por pelos bien cortos, organizados para cubrir perfectamente, en tupida barba, una mandíbula inferior de barbilla puntiaguda.

Su discurso de apertura era sobrio como un comunicado hecho por megafonía, carente de pasión, sin perder el control sobre el tono, evitando implicaciones emocionales. No les daba más peso a unas palabras que a otras; repetía y explicaba todo el tiempo lo mismo para que se colara como una espesa papilla en el cerebro de quienes lo escuchaban y se quedara allí adherido.

Rehle les rogó a los miembros del jurado que olvidaran todo lo que sabían sobre mí. Un gesto inteligente, por el cual me sentí agradecido. Comparó (con razón) el trabajo de los medios de comunicación con la creación de mitos y leyendas; nada de eso podía ayudar a un ciudadano lego en Derecho en su búsqueda de la verdad. Detestaba a los periodistas, como yo bien sabía, y prefirió quitárselos rápidamente de en medio; para él eran infractores crónicos, que se resguardaban tras la cobarde inmunidad que les otorgaban los medios de comunicación; embellecían, transformaban, manipulaban descaradamente la ley, desestabilizaban el sistema judicial en vez de darle apoyo, y creaban sus propias estructuras de poder, con las cuales dominaban el mundo de la política, gobernaban el país y acuñaban el carácter de la sociedad.

«La histeria colectiva provocada por los medios en torno a este caso no me ha dejado impasible», admitió. «Y reconozco que el estado de cosas…» (Acababan de salir a colación las palabras favoritas de Rehle: «reconocer» y «estado de cosas». La primera era su función, la segunda expresión se componía de dos palabras que correspondían exactamente a su concepción de la legalidad: las «cosas» en el «estado» que les venía impuesto por las circunstancias, objetivamente, sin dejar resquicios abiertos a lo emocional.)

«Y reconozco que el estado de cosas alimenta todo tipo de reacciones corrosivas», dijo. «Un ciudadano recto, honrado, decente, trabajador, establecido, bien situado, con una buena formación y éxito en el mundo laboral, una persona íntegra», dijo nombrando solo una pequeña parte de las cualidades que me estuvo atribuyendo durante dos horas. «Ese hombre relajado, amable, atento, educado, siempre sonriente», ¿yo estaba siempre sonriente?, «ese hombre que aparentemente no podría hacerle daño ni a una mosca ha cometido un acto del que ninguna persona con dos dedos de frente lo habría creído capaz». Yo mismo no me veía capaz, había tenido que obligarme a hacerlo.

«El peor acto que puede cometer un ser humano, el mayor crimen para nuestra sociedad occidental civilizada.» Unas décimas de segundo para respirar. No era una táctica, es que, en el mejor momento se le había apagado el motor que producía el zumbido constante. «Ha cometido un asesinato, el atentado más brutal, cruel y terrible de los que reconoce nuestra ley, el delito para el que están prescritas las más duras condenas, incluida la cadena perpetua», dijo. Yo lo interpreté como un resumen anticipado del resultado del proceso y asentí vehementemente.

«La cuestión que se nos plantea ahora a todos es: ¿por qué lo hizo?», continuó. Yo cerré los ojos con fuerza, me sentía como si tuviera erizos en el estómago. Si los animalitos continuaban por ese camino, ¿podrían acabar produciéndome un infarto de miocardio? «Permítanme que, de momento, deje a un lado esa cuestión.» Permiso concedido. «Permítanme que yo no considere tan relevante esa pregunta como pueda parecer a primera vista.» Permiso concedido. Los erizos de mar volvieron a recogerse tímidamente. En la zona que había a mi derecha, donde estaban sentados los periodistas y el público, se pudo escuchar una serie de murmuraciones que cesaron de inmediato.

«Atendamos al estado de cosas, dejemos que los hechos hablen por sí mismos», les pidió a los miembros del jurado. «Un hombre ha sido asesinado de un balazo disparado a corta distancia cuando estaba entrando en un local de ocio. Y quien se encontraba en poder del revolver con el que se efectuó el disparo está sentado ahora en esta sala.» Las últimas palabras me taladraron la región posterior izquierda del cráneo. Probablemente, al pronunciarlas, Rehle se había dirigido directamente hacia mí. «¿Para poder probar su culpabilidad tenemos que entender el porqué de este acto?» No, no tenían que hacerlo. «No, en principio no tenemos por qué comprenderlo; porque tenemos una confesión completa que excluye cualquier supuesto de legítima defensa o muerte accidental e incluso la participación de uno o más cómplices o implicados.» Firmada más de una vez. «Y el acusado la ha firmado de su puño y letra en varias ocasiones, confirmando así los hechos.» Sin contradicciones. «Sin entrar en ningún momento en contradicciones. Todas sus declaraciones coinciden.» La pistola. «Y además tenemos la prueba determinante de su culpabilidad: el arma homicida, que era propiedad del inculpado, que se encontró en su posesión y que solamente tenía sus huellas, solo las suyas…» ¿Dónde estaba Helena? ¿Estaba sentada entre el público? ¿Me amaba?

«Si me lo permiten, a continuación leeré solo las últimas palabras que pronunció el acusado durante su declaración ante la policía.» ¿Me amaba? «Dice: “Para terminar, yo, Jan Haigerer, declaro categóricamente que planeé el crimen hasta el último detalle con varios días de antelación, que cometí el asesinato premeditadamente, que no estaba borracho ni confuso ni atravesaba ningún estado que disminuyera mis facultades mentales; que sabía perfectamente lo que me hacía. Sobre la víctima no tengo nada que decir. Sobre el móvil para el asesinato hablaré más adelante”.» ¿Me amaba o solo pretendía averiguar por qué yo había hecho lo que había hecho?

«Estimados miembros del jurado, la fiscalía entiende que el acusado, Jan Rufus Haigerer, cumple todos los requisitos para ser condenado según el artículo 75 del Código Penal. Al final de este proceso tendrán que declararlo culpable y condenarlo por asesinato. De hecho, desde el punto de vista de la acusación, con todos estos datos, ustedes ya tienen hecha buena parte de su trabajo.» ¿Habrá descubierto por qué lo hice?

«Como reto psicológico, como misterio policiaco al que hay que reconocerle, desde luego, una alta dosis de intriga, sigue presente en nuestras mentes la gran cuestión del porqué; en realidad, hay dos porqués: el móvil del delito y el por qué el acusado ha guardado hasta el momento un silencio inexpugnable en relación con este tema. Pero ninguna de estas respuestas es indispensable para tomar la decisión sobre su culpabilidad o inocencia; podrían ser relevantes, tal vez, a la hora de decidir la dimensión de su condena. Quizás quiera el acusado respondernos mañana…» ¿Me amaba? ¿Por qué me había llevado a su casa? ¿Le daba pena? ¿Quería hacerme un regalo sexual? ¿De verdad quería ella solo sexo? «… quiero prevenirles cuanto antes, señoras y señores. Juzguen ustedes según el estado de cosas y atiendan a la razón, no se dejen influir por sentimientos engañosos, no dejen que les confunda su apariencia, la simpatía y timidez del acusado. No sientan compasión por él. Quien es capaz de elaborar a sangre fría un plan para cometer un asesinato, y además llevarlo a la práctica con tanta frialdad, pierde el derecho a todo sentimiento de protección o empatía…»

Una voz desconocida, de hombre, acabó de un golpe con el abejorro que me zumbaba dentro del cráneo.

—Disculpen, pero creo que el acusado no se encuentra bien.

Procedía de las gradas del jurado. Noté cómo mis dos acompañantes, a derecha e izquierda, se sobresaltaban y reaccionaban agarrándome para ponerme en pie. Pensar en Helena no me había hecho bien. Por algo tenía prohibido sentir. Casi se me había olvidado. Me disculpé por aquel breve vahído, lo atribuí al aire tan cargado que se respiraba en la sala, y deslicé un par de miradas sobre los miembros del jurado, aunque sin enfocar con mucha precisión: la madre se frotaba los ojos. La jueza ordenó que hiciéramos un descanso y vinieron tres médicos a ocuparse de mí.

Poco después ya me encontraba mejor. Seguramente fue mi estómago, que me había provocado una reacción alérgica a la estruendosa voz del fiscal. Desde luego, había tonos que hacían vibrar los amplificadores de las cadenas musicales más caras del mercado.

—Rehle es un cabronazo —me susurró al oído el que creía en la nieve.

Yo intenté poner un gesto que contradijera su opinión.

—Un auténtico cerdo —dijo el que ya no esperaba que nevara.

Yo asentí. Más o menos auténticos, como cerdos nos comportábamos todos. Cada uno a su manera; porque, en realidad, había pocos a los que se les pudiera achacar un comportamiento porcino en sentido literal.

Thomas Erlt, mi defensor, lo era solo de palabra. Y eso me ponía casi tan nervioso como a él, me hacía sentir como si fuera el padre de un niño que tenía que recitar un poema para la gran fiesta de aniversario del colegio y no se lo había aprendido; y yo no me había dado cuenta hasta que no me había puesto a repasarlo con él justo antes de la representación. Me preguntaba si debía recordarle a Erlt que existía una cosa llamada desodorante que reducía notablemente los efectos del sudor y que, además, hoy en día, en liquidación se podían adquirir camisas buenas de lino y de algodón a precios más que asequibles, casi tan baratas como las camisas de cuadros de mezcla de poliéster que se compraba él en el hipermercado, que multiplicaban por tres el olor corporal. Y ya estaba a punto de decírselo. Quizás el siete de marzo no iba a ser un día tan bueno como parecía.

Era su turno. Erlt empezó a hablar en voz baja. El sonido de hojalata de su voz se perdió entre la agitación de la sala. Aparte de mí y de los dos figurantes, nadie se dio cuenta de que ya había empezado a hablar. Por suerte. Hablaba sobre inmuebles; no es que se los ofreciera en venta a los miembros del jurado ni que se estuviera recomendando como representante legal para cuestiones relacionadas con el sector; se estaba esforzando por explicar qué se le había perdido a él, un experto en derecho arrendaticio, en una gran sala de juicios con jurado, inmerso en medio de lo que se había dado en llamar «el juicio del año»: nada; allí el único perdido era él.

Pero el hecho era (y en ese momento ya había varias personas escuchando) que «todo acusado tiene derecho a un abogado», lo cual, desde luego, no significaba que un homicidio no fuera un acto reprochable. Esa era su opinión. Él era la última persona capaz de «encontrar para un acto criminal que implica violencia el más mínimo atisbo de comprensión ni de aportar una palabra de disculpa». (Como si se hubiera esforzado por conseguirlo.)

«A día de hoy sigo sin entender por qué no ha contratado los servicios de un abogado de su elección», confesó. «Cuando se trata de un asunto en el que está todo en juego, las costas del abogado deberían ser lo de menos», se quejó. «Y además, todos hemos podido escuchar que mi cliente dispone de dinero en efectivo.»

Reconoció que no se había metido en el caso por voluntad propia, que simplemente le había tocado en suerte ser mi asesor en ese momento. Reconoció que no se encontraba a gusto en absoluto en su pellejo. Reconoció que de momento había fracasado estrepitosamente en todos sus intentos por entablar una relación conmigo. De repente en la sala reinaba silencio absoluto.

«No consigo acercarme a mi cliente», dijo. Y lo hizo con voz llorosa, obteniendo así un minuto de reflexión para aliviar su propia confusión.

Yo entonces osé hacer, con toda precaución, mis primeras incursiones con la mirada en la zona reservada a los miembros del jurado. En la parte de atrás, a la izquierda, luciendo un collar de perro de oro, se encontraba un productor de cine porno; seguro que era defensor de la pena de muerte, le daba igual de qué caso se tratara. En la primera fila, a la derecha, me llamó la atención una señora, maquillada como si tuviera veinte años menos, que llevaba unas gafas muy grandes; movía la mandíbula inferior mascando chicle con intensidad, destrozando la goma de mascar y haciéndola salir de la boca a intervalos para después volver a recogerla con la lengua y continuar mascando. Probablemente fuera la portavoz de todos los movimientos que había en su barrio para echar de allí a los emigrantes. Estos eran los dos miembros del jurado que miraban hacia otro lado, aburridos, apáticos o, quizás, simplemente superados por la situación. Podría haber apostado a que para entonces ya sabían cuál iba a ser su veredicto.

A los otros seis solo me atreví a mirarlos furtivamente, porque me sentía totalmente observado por todos ellos: con decisión, pero de una manera que me resultaba demasiado blanda. Incluso me dio la impresión de que habían movido la tarima para acercarse unos metros más a donde estaba yo. Pero, por lo menos, mamá había enderezado la cabeza; eso me tranquilizó.

Erlt continuaba confesándose.

«Tengo que reconocer que no tengo la menor idea de qué sucedió exactamente aquel sábado de octubre por la noche en el Bob’s Coolclub.»

También tenía que reconocer que, de momento, no se le ocurría ningún argumento jurídico con el que poder echar por tierra la solidez de los cargos por homicidio que se me imputaban. Aquel «de momento» me inquietó un poco, pero me pareció que podía ser un buen final para su discurso inicial. Tampoco se había defendido tan mal; seguro que la experiencia le infundía ánimo para salir adelante en los próximos días, que seguramente serían más desagradables y en los que él probablemente no tendría mucho que decir.

«Para terminar, solo quiero señalar que tengo un argumento personal, algo que mi madre me ha enseñado desde que era pequeño», (aunque ella se encontrara en esos momentos exultante de orgullo y fuera a premiarlo esa noche preparándole su cena favorita: ¿era necesario ese comentario?), «y que es en parte lo contrario de lo que acaba de mencionar el honorable señor fiscal hacia el final de su ponencia». ¡No, por favor! Los erizos empezaban otra vez a darme punzadas en el estómago. De momento, por suerte, con agujas blandas y sin punta. «Thomas, me decía mi madre, si miras a un ser humano en lo más profundo de sus ojos, descubrirás si es una buena o una mala persona.»

Me giré hacia él y le miré profundamente a los ojos. Yo era una mala persona pero él era incapaz de verlo; estaba concentrado en su frase final.

«He mirado a mi cliente a los ojos más de una vez y, aunque en este momento no puedo aportar mucho al esclarecimiento de los hechos relacionados con este terrible caso y las misteriosas circunstancias en las que se produjo, sí puedo decirles algo sobre lo que no tengo ni la más mínima duda: señoras y señores, Jan Haigerer es una buena persona. Estimados miembros del jurado: compruébenlo ustedes mismos. Sumérjanse en lo más profundo de su mirada y, cuando lo hayan hecho, atiendan a lo que les diga la razón.»

Yo mantuve la cabeza inclinada pero la moví de un lado a otro en señal de protesta y empujé a mis acompañantes hacia un lado arrancándoles así a ambos un gesto indignado. Aquello no era más que efectismo barato; mirando a alguien a los ojos solo se podía averiguar el color de su iris, el tamaño de sus pupilas y el estado de su embriaguez; todo lo demás no eran más que patrañas.

«Muchas gracias por su atención», dijo Erlt.

Yo estaba enfadado con él, pero le tenía estima porque era buena persona.

Cuando me trajeron de vuelta del baño, el juicio por asesinato se aplazó para el día 8 de marzo a las nueve de la mañana.