El siete de marzo iba a ser un buen día. Lo supe desde primera hora de la mañana. «Sobre todo, no sentir», pensé. Mi mayordomo me despertó a las seis. Seguramente me había quedado dormido un rato antes sin darme cuenta. Eso me hizo sentirme orgulloso.
Me quedé acostado unos minutos más, de espaldas, observando la bombilla de 40 vatios, mirando cómo se mataba por iluminar mi lóbrega celda; pronto podría relajarse, enseguida le llegarían refuerzos de fuera, porque entraría por la ventana la primavera. Delia. Intenté llorar. Era algo racional, quería dejar salir las lágrimas una última vez antes de prohibírmelas para siempre. Pero no pude, no me salía nada, ya no sentía lástima de mí mismo. Buena señal. El siete de marzo iba a ser un buen día.
A eso de las siete le mandaron al médico que se pasara otra vez por mi celda. Yo le había prohibido expresamente a mi abogado que pronunciara siquiera las palabras «suspender el juicio»; pero parecía ser que los medios me habían declarado mortalmente enfermo y ahora todo el mundo creía que así era. En la prisión también estaban preocupados. Incluso había venido a visitarme el presidente de la Audiencia para intentar convencerme de que no me encontraba bien; o, al menos, no lo suficientemente bien como para enfrentarme a siete días de juicio. Divisaba su última oportunidad de parar el proceso, de que todo acabara bien para mí, para la prensa y, en consecuencia, de salir él bien parado.
Pero yo estaba sano. Mis vómitos semanales eran un indicador de que mi cuerpo estaba bien, de que disponía de las defensas necesarias como para luchar contra sí mismo. Flaco había sido siempre. Y el hecho de que a uno se le marcaran más los pómulos después de cinco meses de internamiento en una prisión no podía considerarse nada patológico. Quizás, en esos días de febrero, insoportablemente largos, tendría que haber comido más en vez de pensar tanto en si vendría a buscarme otra vez Helena.
—No me gusta nada su aspecto, señor Haigerer —me advirtió el médico.
A mí el suyo tampoco, pero eso no tenía ninguna importancia. Le sonreí.
—Yo me siento fuerte —le dije.
Él no sabía que yo me había prohibido sentir y me respondió:
—Por mí, como usted quiera, al fin y al cabo se trata de su juicio.
En agradecimiento le di unos bocados a un biscote de pan tostado y bebí un poco de té antes de que él se marchara.
Vinieron a buscarme a las ocho. Dos guardias fortachones a los que no conocía; eran nuevos en mi vida de presidiario y tan rígidos como los uniformes que llevaban. Olían a loción y tenían un toque sofisticado que los hacía interesantes. Probablemente los habían seleccionado por su fotogenia; no podía olvidar que iban a salir conmigo en todas las portadas y en todos los canales de televisión. Tal vez incluso eran actores profesionales, sacados del teatro para trabajar como figurantes en el juicio.
Con ellos realicé un curioso trayecto plagado de escalones; subimos un piso más y luego volvimos a bajar. Si hubiéramos rodado una película mala, allí se habrían producido varios intentos de fuga y toma de rehenes; yo incluso empecé a pensar que se habían equivocado de camino, pero al final desembocamos en una sala de arrestos o, por lo menos, eso es lo que ponía en el cartel que había en la puerta. Desde luego, por dentro no daba esa impresión, aunque tampoco habría sabido decir de qué tipo de sala se trataba porque carecía de mobiliario. Quizás fuera intencionado, quizás los asesinos como yo confesaban antes en esas condiciones, por el puro deseo de escapar de tanta desnudez.
La silenciosa timidez de mis acompañantes me ponía nervioso. Les pregunté si creían que volvería a nevar. Nieve en marzo; tampoco era una cosa fuera de lo común.
—Yo pienso que sí —dijo uno.
O sea que pensaba. Tenía una voz que parecía cubierta por una capa de cera.
—Yo espero que no —dijo el otro.
O sea que tenía esperanzas. Eso decía mucho a su favor.
—¿Me permite que le haga una pregunta?
Era evidente que nos sobraba tiempo para todo en aquel espacio vacío, así es que… adelante con la pregunta. El interesado era el que esperaba que no tuviéramos nieve.
—¿A ese hombre lo mató usted realmente?
Me dio unos segundos para que no contestara. Entonces dijo:
—Es que usted no tiene pinta de haber matado a nadie.
Le agradecí el comentario con una sonrisa atormentada y le pregunté qué pinta tenían los que habían matado a alguien.
—Son más bestias, mucho más bestias —dijo el que pensaba que volvería a nevar.
—La auténtica bestia la llevamos dentro, en lo más profundo de nosotros mismos; no se ve —dije. Y me arrepentí de haber soltado aquella frase. No quería hacerme el listo, a lo Harrison Ford; pero ellos asintieron como si acabaran de adquirir unos conocimientos que les servirían toda la vida. Un sonido que procedía de un aparato de radio me salvó de la conversación. El que creía que habría nieve le hizo un gesto al que esperaba que no fuera así. Ambos carraspearon, se colocaron los hombros del uniforme y se atusaron el pelo. Uno me preguntó: «¿Está usted preparado?». Yo sonreí. Estaba preparado. Desde hacía años.
Íbamos directos hacia aquella nube sonora. Escuchar tantas voces a la vez no me hacía ningún bien; me recordaba a las reuniones sociales de otro tiempo, con Delia como eje central. Delia necesitaba aquellas reuniones para poder sentir que ella era el centro. Si estaba a solas conmigo, siendo solo dos, no podía ser el centro. Y yo, centrado solo en amarla, tan concentrado en ese punto, apenas giraba a su alrededor; me faltaba contorno para envolverla.
Aquellas voces traspasaban todos los límites. Yo estaba contento de llevar a los dos figurantes pegados a mí; nos encontrábamos en la entrada trasera de la Gran Sala del Jurado. En mi vida anterior había visto entrar a unos cuantos por aquel pasillo desde el otro lado. Entonces nunca se me ocurrió pensar que alguna vez podría ser yo quien viniera de frente.
Entramos en la sala y supe que ya estábamos en el aire. Tantas luces juntas solo las había visto en mis fantasías, cuando me imaginaba el cielo de niño. Sin embargo, todo ese alboroto correspondía a mi idea del infierno. El ruido que me envolvía era tal que engulló toda la histeria y se colapsó; yo ya no podía oír más que un zumbido generalizado que sonaba a alta frecuencia. Conté los pasos que me llevaron hasta el banquillo de los acusados: catorce. La mayoría de los asesinos tenía que recorrer más; atravesaban la sala chocando y tropezando, a algunos incluso los entraban a rastras. Cuando trabajaba como reportero de sucesos, siempre les miraba a los pies; era incapaz de mirarles a la cara mientras los metían en la sala para su ejecución mediática. De haberlo hecho, me habría sentido culpable.
Los focos de las cámaras, que me buscaban y me encontraron, me hacían daño en los ojos; así es que pude cerrarlos sin que nadie me lo tomara a mal. «Ante todo, no sentir», pensé. Confundido entre gritos estridentes, pude entender en varias ocasiones mi nombre: «¡Eh! ¡Haigerer!», «¡Aquí, Jan!», «¡Jan, mira aquí!». Yo intentaba poner gesto amable, quería ser un buen excompañero.
Entre otras cosas, también escuché: «¿Cómo te encuentras?», «¿Estás enfermo?», «¡Di algo!», «¡Unas palabras, por favor!» y «¿Vas a salir absuelto?». Reconocí algunas voces, familiares antes, que no había echado de menos en todo este tiempo. Uno gritó: «¡Señor Haigerer! ¿Qué ha desayunado usted esta mañana?». Era una pregunta que les gustaba mucho a los periodistas; no importaba si se trataba de asesinos o de ciudadanos respetables, todos tenían su desayuno. A mí me hizo ilusión que me plantearan aquella pregunta; era tan banal que me sentó bien, así es que les devolví la pelota a mis compañeros con un «té y biscotes». De repente, cien periodistas escribían en sus cuadernos de notas al mismo tiempo las palabras «té y biscotes».
Ante mis ojos se disputaron cruentas peleas para hacerse con un buen sitio. Los fotógrafos querían acercarse más a mí; les faltaban unas buenas instantáneas en las que se me vieran con más claridad los pelos de la nariz. La policía, por su parte, intentaba hacer retroceder a los cámaras que se defendían haciendo uso de sus pesados aparatos. Todo el mundo estaba haciendo su trabajo y todos estaban dispuestos a dejarse allí la piel. Yo ni siquiera era imprescindible. Las contiendas seguirían adelante por un motivo u otro; que yo hubiera cometido un asesinato era solo una excusa más, y eso me tranquilizaba bastante la conciencia.
Le abrieron paso a un tipo con pinta de necesitar asistencia social, él me puso la mano en el hombro y yo sentí cómo se fundía sobre mi cuerpo. Ah, claro, se trataba de mi abogado; tenía que colocarse a mi lado y necesitaba que lo resguardaran de la jauría. Cuando alguien tenía miedo y llevaba varios días comiendo demasiado, despedía un olor bestial; a pesar de todo, yo me incliné para saludarle y le hablé al oído: «Me alegro de verle, letrado», le dije, o alguna tontería por el estilo. Me sentí miserable; ahora su madre tendría que verlo por televisión codeándose con un asesino.
Se le veía desesperado, me gritó una pregunta al oído y yo no entendí nada; pero asentí. Probablemente me había preguntado a ver si me había mirado la defensa. Siempre me preguntaba lo mismo. Hasta entonces, cada vez que lo hacía, yo le había respondido con un «todavía no». Después añadió algo más, de lo que solo entendí «del delito que se le imputa». Seguramente quería saber si iba a declararme culpable del delito que se me imputaba. Asentí vehementemente y le di unos golpecitos en el antebrazo para darle a entender que todo iba bien. Inhaló en busca de aire, como si estuviera olfateando el ambiente, y yo estuve a punto de aflojarle el nudo de la corbata. Pero… yo no era su padre.
Cesó el alboroto, la luz se hizo más tenue, y el bombardeo de flashes se dirigió hacia el estrado de la jueza. El que creía que iba a nevar me quitó las esposas, el que ya no esperaba que nevara me indicó que podía separar las manos y dejarlas caer a los lados del cuerpo; pero yo decidí mantenerlas juntas, arteria contra arteria, seguir preso de mí mismo. Así estaban las cosas y esa era mi responsabilidad.
—Se ruega a los fotógrafos y a las cámaras de televisión que abandonen por favor la sala —anunció por megafonía una voz muy agradable. Era Anneliese Stellmaier, la jueza. Estaba sentada en mi diagonal, a unos siete metros de mí, a la izquierda, en el centro de la escena. Yo no me atrevía a girar la cabeza para mirarla. Me daba vergüenza pensar que ya nos conocíamos, que ella me conocía de otra manera.
De momento había logrado no reconocer a ninguna de las trescientas personas que debían de estar mirándome en ese momento, no percatarme de su presencia; tenía los ojos abiertos, mirando fijamente hacia el centro, pero no percibía a nadie. A mi derecha, público y periodistas; bien podría haber una docena de filas de diez personas. En los palcos y reservados que había sobre ellos debían de estar los invitados de honor; era muy probable que allí se encontrara, entre otros, Guido Denk, mi exeditor. Quizás estuviera incluso sentado junto al presidente de la Audiencia, que le sonreiría para infundirle ánimo.
Inmediatamente detrás de mí, sudaba mi abogado. Lo reconocí por el olor. Los que estaban a su izquierda debían de ser los peritos. Y ya fuera de mi visión, en el ángulo muerto, se encontraba el lugar que debía ocupar el fiscal. A unos cinco metros delante de mí estaban sentados los miembros del jurado dispuestos en dos filas, una situada a mayor altura que la otra. Para mí no eran más que figuras borrosas que se confundían entre sí, aunque pude reconocer vagamente que había más mujeres que hombres. Habría preferido que fuese al revés.
Todas las voces se silenciaron al mismo tiempo, con lo cual nos ahorrábamos unos segundos, como en los rodajes, donde el tiempo vale oro. La mayoría de los que estaban allí conocían el significado de la palabra «juicio» más por las películas americanas que por la vida real. En realidad, sabían más de cine que de la vida real. En las películas, las verdades se servían con un envoltorio llamativo y, en consecuencia, resultaban más fáciles de reconocer que las puras y simples verdades que poblaban la realidad. No se podía meter todo en el mismo saco; había uno para lo bueno y otro para lo malo y, aunque reposaran uno junto al otro, aunque en el desarrollo de la acción, para aumentar la tensión, se escondieran o se intercambiaran los sacos varias veces, su contenido nunca podía mezclarse; no había público en el mundo que pudiera aceptar tal cosa.
Stellmaier me preguntó si sabía lo que me hacía; y no se refería al asesinato, sino al proceso. Tenía en la mano varios informes médicos que ponían al juzgado en la tesitura de tener que aplazar el juicio. Tenía diagnosticada una gastritis grave, un nivel preocupantemente bajo de azúcar y otros valores sanguíneos tremendamente alterados. Yo insistí en el hecho de que no estaba enfermo y que, teniendo en cuenta las circunstancias, me sentía bien, que, fuera como fuese, me encontraba totalmente capacitado para enfrentarme al juicio, le dije. Desgraciadamente no pude evitar que en algún momento me flaqueara la voz.
Entre los miembros del jurado se dejó sentir cierta inquietud. En la primera fila, la tercera persona empezando por la izquierda ladeó la cabeza. No me quedó más remedio que mirar: era una señora mayor que me recordó a mi madre y me miró como si yo le recordara a su hijo. Hice un esfuerzo para evitar sonreírle, porque de manera espontánea me salía decirle: «Tranquila, que va a salir todo bien, mamá». Por suerte logré dominarme y dejar de mirarla, esperando transmitirle la impresión de ser un tipo con mucha sangre fría. No podía permitir que me apreciaran. Y no podía permitirme ningún sentimiento. Dos mandamientos a los que me atendría estrictamente en los próximos días.
Se inició oficialmente el juicio.
—Vamos a intentar llevarlo a cabo con normalidad por deseo expreso del acusado, siempre bajo presencia médica —anunció la jueza.
En toda la sala se pudieron escuchar los murmullos de agradecimiento de mis excompañeros de profesión; un juicio suspendido habría supuesto para ellos una catástrofe. Habían tenido que luchar para conseguir unas líneas o unos segundos en televisión; con qué iban a llenar si no todos esos huecos que quedarían libres entre los anuncios, qué iban a poner en ese tiempo de emisión.
Anneliese Stellmaier empezó entonces, como de costumbre, con las cuestiones administrativas. Era como rellenar un formulario, pero de manera oral. Le confirmé que mi nombre era Jan Rufus Haigerer, nacido el 18 de julio de 1961, de nacionalidad austriaca, hijo de Hildegard y Berthold, ambos fallecidos, sin hermanos.
—¿Estado civil?
—Soltero —dije.
—¿Con residencia…?
Una manera fascinante de plantearle la pregunta a un preso. Estuve a punto de responder que sí, que tenía residencia; pero estaba claro a qué se refería, así es que me limité a darle mi dirección.
¿Formación escolar? Sí, había ido a la escuela, era un buen chico, como bien podía comprobarse. Tenía la educación básica y el Bachillerato.
—¿Con matrícula de honor? —me preguntó Stellmaier. ¿De dónde había sacado esa información?
—Sí, con matrícula de honor.
Vi cómo movía la cabeza hacia un lado y la levantaba haciendo un gesto hacia donde se encontraban los miembros del jurado. Y diez semestres en la Facultad de Filología: Germánicas.
—¿Terminó la carrera?
Sí, la había terminado. Siempre terminaba todo. Para engañarme, para que pareciera que tenía algún sentido.
¿Trayectoria profesional? «Trayectoria», qué palabra tan bonita y tan honesta. Avanzar, recorrer un trayecto. A alguna parte llegaríamos, solo había que seguir adelante, dejar que el trayecto siguiera su curso… sin ir demasiado rápido, porque el circuito estaba delimitado; y en mi caso había sido un camino bien marcado, sin muchas oportunidades para realizar un cambio de sentido. En mi trayectoria no habían sido necesarios muchos hitos: siete años de lector en la editorial Erfos.
—¿Lector jefe? —me preguntó Stellmaier.
Sí, lector jefe. Después se produjo un giro en mi trayectoria. Un girito, tan pequeño que se podría pasar por alto: Escuela de Periodismo de Hamburgo.
—¿Terminó con matrícula?
Sí, con matrícula, pero qué tenía que ver eso con el asesinato. Me tragué la rabia, ella bajó hasta el estómago y empezó a oprimirme desde el esófago hasta la garganta.
A continuación: nueve años ejerciendo el periodismo. Reportero y redactor de la Kulturwelt.
—Entre otras funciones, encargado de la crónica de sucesos —sabía Stellmaier.
Yo asentí. Ella me sonrió.
—Está más que familiarizado con esta casa y con lo que aquí sucede —añadió.
—Digamos que sí —dije yo. E intenté permanecer serio; pero es que, si alguien me sonreía, no podía evitar corresponderle.
¿Ingresos? Sí, ganaba bien. Tenía ahorros, incluso acciones y unos bonos y cosas de esas. Lothar Hums, un compañero de la sección de Economía, me había estado insistiendo para que invirtiera y yo al final cedí, pero no tenía ni idea de qué valor tenían. El dinero, bien lejos; nunca me había interesado acumular, ni sabía muy bien para qué servía. ¿Cargas? ¿Custodia? No, nada. Cargar, cargaba con muchas cosas, pero no había nadie bajo mi custodia. Una pena, porque si hubiera tenido dos hijos ilegítimos y no les hubiera pasado la pensión correspondiente, la señora del jurado que se parecía a mi madre a lo mejor habría colocado de nuevo en posición recta su cabecita inclinada en gesto compasivo.
—¿Antecedentes? —me preguntó Stellmaier.
Ella, por supuesto, ya conocía la respuesta, pero seguramente varios de los miembros del jurado no tenían por qué saber que ella ya lo sabía. Yo hice como que pensaba y, por fin, tras un momento de reflexión, dije: «No, ninguno».
—Sí, aquí no constan, la ficha del registro está limpia —confirmó Stellmaier. Se giró hacia el jurado y añadió—: El acusado carece de antecedentes penales.
Y llegó el momento de las fórmulas que yo ya me conocía de memoria. Stellmaier les dio su toque personal. Dijo:
—Señor Haigerer, le ruego que permanezca atento a la evolución del proceso. No hace falta que se lo recuerde. También podría ahorrarme las recomendaciones que siguen a continuación, pero le recuerdo que su responsabilidad es realizar una declaración que corresponda a la realidad de lo ocurrido y que en nuestra jurisprudencia la confesión es el mayor atenuante para una posible reducción de condena —parecía incapaz de zanjar el tema y añadió con cierta vergüenza—: Lo digo para que conste en acta.