DIECISÉIS

Deseaba que para el juicio me asignaran uno de esos jueces jóvenes y rigurosos, que solo pensaban en hacer carrera lo antes posible porque ya se habían sacado un título para navegar en su propia embarcación. Pero a finales de enero me informaron de que sería Anneliese Stellmaier quien se iba a hacer cargo del proceso. Era la jueza de más edad y probablemente también la más blanda de todos. A mí me caía muy bien. Había cometido un error al elegir su profesión, era demasiado buena persona; más que una jurista parecía una misionera. Creía que las malas personas se volvían mejores por el simple hecho de habérselo prometido a ella bajo juramento, en agradecimiento por la reducción, en meses o años, del periodo que, legítimamente, les correspondía pasar en prisión.

El Tribunal Supremo había desestimado la petición de recusar a Stellmaier por posible parcialidad, a pesar de que éramos conocidos y nos saludábamos siempre con una sonrisa por los pasillos, a pesar de que en los descansos charlábamos sobre periodismo cultural o, más bien, ella charlaba animadamente mientras yo asentía. Tendría que haber participado más; si me hubiera implicado para defender mi profesión en contra de mis convicciones o hubiera traicionado mi ética profesional… Pero no lo había hecho.

Antes de la designación de Stellmaier habían sido recusados, con débiles argumentos, tres de sus colegas de primera línea a los que yo solo había observado en los litigios desde lejos y que, con toda seguridad, habrían dejado caer sobre mí todo el peso de la ley. De todo esto me enteré, sin quererlo, por medio de los funcionarios de vigilancia que, pobres incautos, me vendieron la noticia como si fuera una buena nueva.

Podría haber jurado que alguien estaba interviniendo por mí en las más altas esferas. Sospechaba de mi exjefe, el editor del Kulturwelt Guido Denk. «Tiene el apoyo incondicional de toda la plantilla», me había hecho saber con una nota en una tarjeta de felicitación de Año Nuevo con un deshollinador impreso. «Todos estamos profundamente afectados por su desdichada suerte y completamente convencidos de su inocencia», había añadido. Yo nos odiaba a todos los periodistas. Nadie sabía lloriquear como lo hacíamos nosotros.

Llevaba treinta y cuatro días esperando a Helena. Mis esperanzas se renovaban al final de cada jornada: todas las noches pensaba que en cualquier momento podría aparecer el hombre de las llaves para llevarme en presencia de la jueza instructora del caso; esperaba que por fin me mandaran salir a «respirar aire fresco»… en compañía de ella, me excitaba pensar en nuestro coche huyendo a través de la nieve, y en la manera que tenía Helena de poner el freno de mano, me excitaba su forma de abrirle la puerta a la eterna estación otoñal, cómo rodaba enrollada a mi cuerpo sobre la alfombra y con ese movimiento reducía a cenizas, como una apisonadora, todo mi pasado.

El día treinta y cuatro recibí una carta de mi abogado. El texto era breve pero preocupante:

Estimado cliente: Después de haber dedicado parte de mi tiempo libre a examinar con detalle su caso, me pongo en contacto con usted porque me gustaría que habláramos, ya que empiezo a vislumbrar ciertas posibilidades. Si se encuentra con ánimo, le ruego que me llame. Muchas gracias. Cordialmente, letrado Thomas Erlt.

P. S.: Adjunto un sobre cerrado que me ha hecho llegar una conocida suya para que le sirva de enlace.

El sobre lucía el nombre de «Helga» pero yo enseguida supe que se trataba de Helena. Preferí esperar para abrirlo porque quería encontrarme bien cuando lo hiciera pero, llegada la medianoche, ya no pude aguantar más.

«Querido amigo», escribía, «mi trabajo, ya sabes cuál, ha terminado. Mi solicitud de traslado ha sido aceptada y ya he pedido los días de vacaciones que me quedaban pendientes. Tenía que hacerlo rápido. Mejor para los dos. Vale más poner remedio a tiempo». Dejé la carta a un lado y esperé a ver si me sentía mejor. A la mañana siguiente me rendí y seguí leyendo.

«Jan, yo creo en ti.» Así comenzaba el siguiente párrafo escrito por Helena. «Y solo te pido una cosa: lucha. Eres tú quien tiene que asumir la responsabilidad, acaba de una vez por todas con tu comportamiento autodestructivo, supera esa vanidad masoquista de la que haces gala, saca ya la verdad a la luz, empieza por aceptar tu propia verdad. No pudiste retener a Delia. ¿Y qué? No estabais hechos el uno para el otro, y eso no es culpa tuya. Deja ya de autoflagelarte. Jan, me conozco el i. de memoria…», ¿el i.? ¡Ah, el informe! «y nadie es asesino por voluntad propia, solo porque quiere serlo, porque se cree culpable. Eso no se lo va a creer nadie. Solo existe una explicación lógica para todo lo sucedido y te pido que la hagas pública. ¡Dilo! ¡Dilo! Cuenta la verdad y sabes que podrás salir de prisión en muy poco tiempo. Si quieres. Yo iré a buscarte y vendremos los dos a mi casa. Tenemos todo el verano para nosotros». ¿Verano? ¿Había escrito «verano»? Sí, había escrito «verano». ¿Iba a llegar otro verano? «Si tienes éxito con tus trucos y eres condenado por asesinato, por favor, bórrame de tu memoria.» No necesitaba leer más. Estrujé la carta y borré a Helena de mi memoria. Cuando oscureció, mi memoria me jugó una mala pasada y me la trajo de vuelta.

A la mañana siguiente me sentía lo suficientemente apático como para llamar a mi abogado y quitarme de encima cuanto antes esa conversación con la que me amenazaba. Lo pillé en medio de una visita a un piso: agobiado y despistado hasta el punto de inspirarme compasión. Probablemente le avergonzara el hecho de que un funcionario de prisiones le pasara la llamada de un asesino mientras se encontraba en un lugar público, rodeado de su círculo habitual de clientes y agentes inmobiliarios. Si necesitaba hablar conmigo sin falta, le dije, entonces, por favor, tenía que ser ya mismo. Él se mostró comprensivo; seguramente no se hacía una idea de lo apretada que podía llegar a estar la agenda de un recluso en prisión preventiva y creyó que yo estaba haciendo un esfuerzo por encontrarle un hueco.

A mediodía nos encontramos, ambos agotados, en la sala de visitas. Yo por mis noches de insomnio y él por los veinte escalones más o menos que había que subir, sin ascensor, para llegar hasta allí. Erlt había engordado un par de kilos más durante las fiestas navideñas. Aunque también era posible que sudara por el simple hecho de que mi presencia le inspirara miedo. Yo iba sin afeitar, con el pelo casi tan seboso como su piel, y llevaba aquel traje gris de andar por casa que, arrugado, se desplomaba sin gracia sobre mi cuerpo; posiblemente ya empezaba a esbozar esa mirada de loco que presagiaba la aceptación de mi condena a cadena perpetua, porque ya iba ensayando poco a poco cómo iba a presentarme ante los miembros del jurado.

—El crimen, tal y como usted me lo detalló en nuestra última conversación —empezó diciendo con voz metálica— deja algunas cuestiones sin resolver.

Yo asentí comprensivo.

—Seré más preciso —dijo—. No es fácil entender qué motivos lo llevaron a cometer ese acto, qué pasos fue dando en esa dirección, cómo llegó a desembarazarse de los impedimentos…

Así continuó un buen rato. Yo, por cortesía, hice como si me resultara difícil seguir el tempo y la densidad de sus pensamientos.

—Concretando…

Yo ya no esperaba que lo hiciera; así es que me había relajado.

—Usted tenía que conocer a Rolf Lentz, su víctima.

Eso me pilló desprevenido. Quise levantarme, pero él se había quitado las gafas y me estaba clavando en el asiento con la mirada penetrante de sus ojos de cerdito.

—Era de su misma quinta. ¿Fueron juntos a la escuela? —dijo. Pero estaba demasiado nervioso para esperar una respuesta—. Lentz estudió Germánicas dos semestres. Quizás se conocieron en la universidad…

La situación estaba traspasando la frontera de lo absurdo. No pude evitar reírme a voz en cuello. Erlt sacó una carpeta de color rosa; dentro había guardado recortes de periódico y ahora intentaba apresuradamente extenderlos todos ante mí.

—Lentz fue el creador de una iniciativa para defender los derechos de los homosexuales, formaba a otros sobre cómo emprender acciones de protesta, estuvo a la cabeza en una manifestación para la liberación del consumo de algunas drogas, había colaborado en la organización de un congreso sobre SIDA y era uno de los portavoces de la plataforma contra la discriminación jurídica de los homosexuales. Y usted cubrió estas noticias, señor Haigerer. ¿Lo conoció de cerca en alguno de estos actos? ¿Es usted gay? ¿Mantuvo una relación con él? ¿Se sintió usted engañado? ¿Fue una cuestión de celos? ¿Un crimen pasional? Sería un atenuante según el artículo seis…, no, eh…, el artículo…

—¡Ya basta! —grité.

E incluso yo mismo me asusté. Él se sobresaltó, reunió precipitadamente todos los artículos, los guardó en la carpeta y la hizo desaparecer; había sido víctima de un ataque de exaltación del valor. Un alumno modelo como él, un Sherlock Holmes en potencia, enmascarado bajo la apariencia de un niño de mamá, acostumbrado probablemente desde pequeño a que premiaran sus buenos resultados, quizás con algo dulce como unas galletitas de vainilla… Enseguida sentí lástima por él.

Le expliqué con la mayor delicadeza posible que no me encontraba en las mejores condiciones a nivel mental y que de momento ni tenía nada que decir ni quería escuchar nada que estuviera relacionado con la víctima; ni siquiera su nombre. Y que él lo interpretara como quisiera, pero que, por favor, me ahorrara a mí sus conclusiones, que no era necesario que se siguiera ocupando de mi caso, que yo ya había confesado y que las pruebas hablaban por sí mismas. Él asintió tímidamente y no se atrevió a volver a mirarme.

Yo le pasé una mano por el hombro, rozándolo apenas, y le dije: «Créame que aprecio su gesto y sé que usted solo pretende ayudarme; pero es un esfuerzo innecesario, yo no voy a salir ganando nada y usted tampoco; a usted ni siquiera le van a pagar por ello. Resérvese la energía para casos más difíciles, que este es muy fácil». Durante unos breves instantes, su mirada se posó en mí. Después, sus ojos de cerdito volvieron a parapetarse tras las gafas. Yo le hice un guiño: «Va a salir todo bien», le dije. Él me dio las gracias. Sin saber por qué. Pero es que también se sentía mal por dejarme, se sentía inútil. Y lo era. Me dio pena que se diera cuenta.

Los días siguientes, metido en la celda, me resultaban insoportables. No aguantaba más allí solo y buscaba en vano una ocupación que me distrajera un poco de mí mismo. En algún momento se me ocurrió hojear la Biblia que había en el cajón de la mesilla de noche. Todas las celdas estaban equipadas con una edición encuadernada en negro de las Sagradas Escrituras para casos de extrema emergencia. Aquel lenguaje me puso triste. A los lectores como yo, no les llegaban esos textos; me afectaba que las parábolas no me afectasen. La religión no era nada que pudiera aprenderse; o creías, o sabías, o hacías como que sabías. Y yo no era bueno en ninguna de las tres cosas; mi mayor fortaleza era que sabía satisfacer las expectativas de los otros, pero esta vez se trataba de las mías. A ver si aguantaba… Dejé la Biblia a un lado. Me habría gustado más leer la Novela de ajedrez[1]. Y mucho más me habría gustado vivirla y escribirla.

Mi perseverancia se veía interrumpida, a intervalos deprimentemente regulares, por las visitas que me efectuaba el personal del centro. De la comida que me traían yo tomaba solo lo justo y necesario para que no pareciera que estaba en huelga de hambre; correo ya no aceptaba y ellos ya no se atrevían a dejarme periódicos en la celda, porque una de las pocas ocupaciones con las que realmente conseguía alejarme de mí mismo era romper las hojas de los periódicos en pedacitos del tamaño de confetis. A pesar de mi miserable estado de ánimo, siempre intentaba ser amable con los funcionarios. Ellos se sentían agradecidos y ya no me contaban más historias sobre lo que pasaba fuera. «Bien, vamos tirando, gracias», solían responder a mi saludo; se les habían pasado las ganas de conversación. Seguramente después de verme se encontraban automáticamente mejor.

En un ataque de necesidad de vivencias desenterré la carta de Helena. Me propuse leer solo el final, nada de lo que ya había leído antes; pero no lo conseguí. Leí: «Si tienes éxito con tus trucos y eres condenado por asesinato, por favor, bórrame de tu memoria». Esa frase era odiosa, brutal, un intento de chantaje; no obstante, había fracasado en su tentativa desde el primer momento.

Pero, tratándose de negocios, siempre había que leer la letra pequeña; y allí aparecía, casi ilegible: «En caso de urgencia muy extrema, si te encuentras realmente perdido, puedes hacerme llegar un mensaje. Palabra clave: Wilfried. ¡Con W! Por cierto, uno de estos días tengo que pasar por el despacho a recoger mis cosas. ¿Te acuerdas? Me preguntaste si volveríamos a vernos y yo te dije que sí. Helga».

Esperé hasta que me trajeron la siguiente comida. Entonces pregunté por un tal Wilfried que debía de trabajar allí de vigilante. El apellido, dije, se me había olvidado, pero tenía que darle recuerdos de un amigo común y transmitirle una noticia… en persona, si no era mucho problema. Wilfried Hörl. Era el único vigilante con ese nombre; estaba destinado en el módulo 3; sus compañeros lo conocían con el sobrenombre de «El conde Drácula»: «conde» porque antes había servido como mayordomo en una casa señorial y «Drácula» porque no tenía sangre en las venas y solo hacía turnos de noche. El funcionario se mostró de acuerdo en hacerle llegar la petición de que pasara por mi celda y yo, en agradecimiento, me tomé un bol entero de sopa de patata y dejé una nota en el bordillo del plato para el cocinero: «exquisita».

El conde vino esa misma noche. Llevaba el mismo manojo de llaves y el ruido me despertó recuerdos dolorosos: Navidades de luto. Alex ya estaba bajo tierra. En algún momento debían de haberla enterrado y yo no había estado presente. Había dejado a Alex en la estacada. Como siempre; al menos en eso era consecuente.

A modo de saludo, le entregué al conde unos billetes. Dinero no me faltaba; tenía más del que podía necesitar.

—¿Dónde está la carta? —me preguntó él.

Entonces lo olí. Claro que no tenía sangre en las venas; por sus venas corría aguardiente.

—No, es que no tengo ninguna carta, yo…

—Mañana, ¿a las dos de la madrugada? —me preguntó.

—Perdone, pero es que me gustaría hablar con ella —repliqué yo.

—Mañana, ¿a las dos de la madrugada? —repitió él enervado.

—Sí, gracias, lo puedo arreglar para mañana, está bien —dije.

Él no se rio. No entendía los chistes malos de un asesino desconcertado. Como despedida le di otro billete. El dinero me daba igual. Él hizo sonar las llaves; fue el único gesto humano que hizo.

Había perdido la costumbre de alegrarme por algo; ya no sabía cómo hacerlo. Me invadía un sentimiento de exaltación, pero me faltaba el manual de instrucciones para poder canalizarlo. Tenía la presión, pero me faltaba la válvula, sentía un sudor frío bajo la piel. Pensé en Delia, en cómo la besaría el novelero Jean Legat; me entraron ganas de vomitar y me convencí a mí mismo de que era por la sopa de patata.

—Es un problema de circulación —atestiguó el médico del centro, al que me habían llevado a rastras tras encontrarme tumbado en el suelo y pálido como la cera—. Debería practicar deporte, debería empezar otra vez a correr, porque eso le iba muy bien —dijo.

Yo pensé en el taller de carpintería y enseguida me vinieron otra vez las náuseas. Pero al menos me dejaron tranquilo el resto del día; cuando oscureció, me encontraba mejor y esperé a que viniera el conde sin sangre con su manojo de llaves. En el fondo, todo tenía un cierto sentido: era el vampiro el que había dejado fuera de combate a mi circulación sanguínea.

A medianoche me duché, me afeité y me puse ropa limpia. Mi sustancia estimulante fue mi propia adrenalina; por un momento, incluso pensé que estaba en paz conmigo mismo y que no podía haber sucedido nada malo en las últimas tres semanas. Después, me vi la cara en el espejo. Me vi llorar, vi cómo se me torcía el gesto, cómo se me empequeñecían los ojos y las arrugas me desfiguraban el rostro. Me retiré los mechones de pelo de la frente y me conté las canas que me poblaban las sienes. Cuando llegué a sesenta lo dejé.

El conde apareció puntualmente. Me trajo unas esposas. Avanzamos despacio por un pasillo lúgubremente iluminado. Las paredes nos devolvían el olor a sopa de patata a perpetuidad. Delante de algunas celdas todavía reposaban los cuencos de hojalata, daba la impresión de que tras aquellas rejas dormitaban animales salvajes recién cebados. Fuimos avanzando hasta dejar a nuestras espaldas los últimos gemidos y ronquidos, y llegamos al módulo donde realizaban sus funciones los juristas, donde las paredes, por fin, solo olían a paredes. Allí continuamos caminando despacio, tanteando en la oscuridad hasta llegar a nuestra meta.

El conde me retiró las esposas en el umbral de la puerta, me empujó dentro del despacho de Helena, y cerró la puerta con llave desde fuera. El sonido del manojo de llaves se fue oyendo cada vez más lejos hasta que despareció. En aquella sala hacía demasiado calor, estábamos totalmente a oscuras y las persianas estaban cerradas por completo. El sudor que se alojaba bajo mi piel se recalentó y salió a la superficie, mi capacidad de acción me abandonó. Me quedé allí de pie, parado, esperando hasta que el miedo se apoderó de mí. ¿Un chiste malo? ¿Un juego peligroso? ¿Una intriga? ¿Una trampa? Me vino a la cabeza el taller de carpintería y a la garganta un grito de socorro; solo tenía que abrir la boca y dejar que saliera.

Me salvó la voz silenciosa de Helena.

—Jan, estoy aquí.

Procedía del sofá en el que la parisina había efectuado su elegante cruce de piernas. Me dirigí a tientas hacia allí y el olor de Helena me salió al encuentro, me abrazó, me envolvió. Un otoño eterno sin viento.

—Qué bien que hayas venido —susurró. No se la oía; pero yo lo entendí porque ambos lo dijimos a la vez.

Me deslicé con ella bajo la manta, me arrimé a ella, la apreté contra mí, la estreché entre mis brazos y entre mis piernas, y allí me quedé: impertérrito, descarado, como si estuviera en todo mi derecho, como si tuviera derecho a estar bajo su protección de por vida. El único que se oponía a que realmente fuera así era el reloj del despacho, cuyo tictac sonaba de fondo sin piedad, provocándome continuas subidas de sudor caliente que me iba brotando por la frente.

—Tienes escalofríos —dijo Helena cuando ya habían pasado unas horas.

—Es la circulación —respondí yo.

—Deberías hacer más deporte, tal vez podrías volver a correr —susurró.

Yo sonreí. Y la besé. Pero aquel beso nos mandaba ya en otra dirección, nos acercaba más a la despedida. Me había lanzado en caída libre y solo esperaba el golpe final, escondiéndome de mí mismo, recostado sobre la piel caliente de Helena. Me sumergí por debajo de la manta, pero el sonido se oía cada vez más cerca hasta que llegó el momento: de pie, ante la puerta, se encontraba el conde amenizando la separación con su manojo de llaves. Helena tenía que quedarse. Venía a buscarme a mí.