Helena me ofreció asiento en el mismo sofá que había utilizado la princesa parisina de la moda para cruzar las piernas con elegancia.
—No, gracias —dije yo. Prefería quedarme en el lugar en el que había caído en sus brazos. No moví los pies del sitio.
Ella tenía que realizar un par de llamadas oficiales; y yo escuchaba el tono profesional de su voz. En un par de ocasiones dijo «servicio de vigilancia» y una vez «destinen por favor un funcionario del módulo 3», y luego: «urgentemente del centro». Eso iba por mí. Sonaba como si estuviera organizando los detalles de mi huida.
—¿Quieres respirar un poco de aire fresco? —me dijo cuando el teléfono descansaba ya por fin sobre su escritorio.
Yo seguía sin moverme del lugar del abrazo. Tenía las rodillas un poco flojas, pero eso podía soportarlo aún un rato más.
—Por mí… —respondí. Me daba igual lo fresco que fuera el aire. Lo único que me importaba era que fuera el mismo aire que respirara Helena. Lo importante era que ella respirara a mi lado.
Salimos del despacho. Un vigilante al que yo no había visto nunca nos acompañó hasta mi celda; tuve que ponerme (o, más bien, me dieron permiso para ponerme) unos zapatos resistentes y una chaqueta de invierno. Después, los tres juntos atravesamos los pasillos de la zona de acceso restringido: primero, el funcionario, callado, haciendo ruido solo con el manojo de llaves; después yo y, tras de mí, Helena, desafiando con sus tacones a los latidos de mi corazón. Llegamos al puesto de vigilancia. Helena rellenó un formulario y les deseó a todos, una vez más, feliz Navidad. El portón se abrió dando paso a un paisaje nevado. El oxígeno frío, que me recordó mi infancia, me quemó al pasar por las fosas nasales. Las farolas trazaban una línea de luces blanquiazules como las que aparecían en las últimas obras de aquel pintor demente. Un par de ramas de un árbol sin hojas crujían lastimosamente agitadas por el viento, un cubo de basura golpeaba contra un palo que impedía con dificultad que se desplomara. Así es que eso era la libertad a la que yo había renunciado.
Avanzamos varios metros a través de la nieve, hasta que nos pusimos a salvo delante de un edificio abandonado. Allí teníamos aparcado el coche. Era un coche a la fuga. Todos los coches que había allí afuera eran coches a la fuga, vehículos de gente que no hacía más que huir. Me metieron en el asiento trasero y me hicieron esperar sin decirme nada. Eso me tranquilizó, porque a eso sí estaba acostumbrado. Dentro del coche olía a Helena. Dejé que fluyeran mis pensamientos y que por allí circulara el de la chaqueta roja y mis torturadores y Alex huyendo hacia la muerte; quería comprobar que, de alguna manera, seguían conmigo. Y allí estaban; pero ya no podían hacerme nada. Yo estaba anestesiado. Entró Helena: anestesista y conductora. Puso el coche en marcha. Ahora solo faltaba el funcionario con el manojo de llaves. Éramos tres héroes de una novela de aventuras.
El vehículo se movió.
—¿Y el funcionario? —pregunté yo. Mis tres primeras palabras en libertad se estrangularon a sí mismas.
—Él no viene con nosotros —respondió Helena. No lo dijo ni alegre ni con una profunda tristeza.
—¿Y adónde vamos? —pregunté.
—A mi casa —contestó ella. No lo dijo ni triste ni con una inmensa alegría.
No hubo más preguntas. A mí me habría gustado arrancar el retrovisor con el reflejo de su mirada dirigida hacia mí; lo habría enmarcado y lo habría dejado para siempre colgado sobre la cabecera de mi cama en prisión.
El viaje fue un combate continuo entre las tinieblas y la luz. Apareció un último semáforo en verde pero el coche se encajó en un hueco y se detuvo. El motor se tranquilizó. Helena tiró de la palanca del freno de mano: un sonido brusco, estridente y definitivo me dio a entender que ella sabía lo que se hacía.
El portal de la casa, el ascensor, la puerta del piso. Mi puño. Mis ojos. Mi abrigo. Todo se abrió. Helena siempre tenía la llave adecuada entre las manos. El pasillo. La chimenea. El piano. La alfombra. Los cuadros. El armario. El sofá. Todo tenía el brillo, el color y el olor de su propietaria. Allí dentro, todo era como un otoño sin viento.
Jacques Offenbach facilitó que estuviéramos callados sin que se generara tensión. Allí no había lugar para palabras, y yo me agarré a un vaso de whisky para no perder el equilibrio. El vaso acabó vaciándose cinco veces antes de que yo pudiera siquiera pensar en quién era y qué estaba pasando exactamente conmigo. Mis dedos se habían hecho con su pelo en la zona de la nuca, sentía sus labios junto a los míos. Bastaron unas pocas caricias para cubrir con una capa protectora todos los mordiscos del pasado. Su aliento se posó sobre mi rostro y me insufló vida, dibujó unos círculos con la lengua alrededor de mi boca y acabó penetrando suavemente en ella; tenía la consistencia de la miel y a miel sabía.
Sus manos buscaban el tacto de mi piel. Helena estaba muy cerca de mí, yo vislumbraba el escaso resquicio que dejaban abierto sus párpados y, a través de él, sus ojos dirigiendo la búsqueda de mi cuerpo. Yo veía en lo más profundo de su deseo y me di cuenta de que también era el mío, que estimulaba el suyo, que avivaba el mío, que hacía crecer el suyo más allá de lo controlable. Helena gemía suavemente. Si aquel juego prohibido, aquella puesta en libertad de mi ansia reprimida, hubiera acabado en ese mismo momento, yo habría dicho que alcanzamos el clímax. Pero no; aquello no era más que el principio.
El whisky y el delirio amoroso me arrastraron hasta tenderme en el suelo. Entrelazado con Helena Selenic, mi saltadora de trampolín, mi jueza, mi verdugo, fui rodando por la alfombra hasta quedarme allí boca arriba. Ella se recostó sobre mí, me levantó la camisa agarrándola con los dientes, revoloteó con sus rizos rojos por encima de mi abdomen, me metió la lengua en el ombligo y dio rienda suelta al ardiente deseo que vivía enterrado, profundamente sepultado, entre mis piernas. Lo dejó libre, libre, más libre.
De nuevo se escuchó un sonido brusco, estridente y definitivo, que me dio a entender que ella sabía lo que se hacía. Esta vez era la cremallera de sus pantalones. Helena estaba tomando todas las decisiones y asumía toda responsabilidad. Yo no tenía que plantearme hasta dónde podía llegar; de hecho, ya habíamos ido incluso más allá. Helena era cada vez más directa y me susurraba su deseo al oído. Cruzó los brazos para deshacerse del jersey rojo regalo navideño; siguió sentada, frotándose ahora contra mi mano abierta; dejó caer uno de los tirantes de la última prenda que cubría su piel, se desprendió de la parte de arriba y me acercó un pecho a la boca. Demasiada felicidad ilícita surgida de la nada, demasiado descaro, demasiado fuerte, demasiado concentrado: a mis ojos acudieron las primeras lágrimas. Tenía miedo de perder esos segundos en un instante, de lapidarlos entre los tristes restos de mi aburrimiento eterno. Helena llevó los brazos hacia atrás y avanzó un paso más para completar lo que quedaba pendiente. Yo me sentí profunda, estrecha, firmemente dentro de ella. Lo prohibido había llegado al punto culminante y se preparaba para abandonar nuestros cuerpos; grité con todas las voces conocidas, proferí gritos de placer, gritos de felicidad, gritos de dolor, gritos de angustia, gritos de muerte.
Helena arqueó la parte delantera del cuerpo, se incorporó y volvió a recostarse, se dio media vuelta y se dejó caer sobre mí; juntos rodamos sobre el suelo mullido y de repente ella estaba debajo de mí, seduciéndome, enardeciéndome, implorándome que continuara, más, más, que no parara nunca.
Yo disfrutaba con su ansiedad; incluso demasiado, teniendo en cuenta que yo no era precisamente un hedonista. Y eso tenía que cambiar; había llegado la hora de la venganza: me prohibí pensar en el silencio que vendría después, aunque fue en vano; sabía que tras el último grito, cuando la desvergüenza llegara a su punto más álgido, todos los caminos me llevarían de vuelta al abismo. Oí cómo se me iba debilitando la voz hasta desaparecer ahogada entre unos últimos gemidos intensos. Helena había alcanzado el orgasmo e intentaba fundir su sonido con el mío. Me clavó las uñas en la nuca. A mí me escocían los ojos, los tenía inundados de lágrimas. Un mechón de cabello rojo se desplomó sobre ellos y los secó.
Mi vaso de whisky se vaciaba cada vez más rápidamente. Offenbach continuaba a lo suyo como si nada hubiera ocurrido. Helena me acariciaba la cara.
—¿Lo has hecho por compasión? —le pregunté, borracho.
—Claro, por supuesto —dijo ella con una ironía mal interpretada. Y sonrió relajada, como lo hacían los amantes, después de la primera vez, en las películas.
—Te estás jugando el puesto —le advertí con dureza.
—Para mí no es un juego —respondió ella seria y sincera—. Se trata de tu vida; y no puedo quedarme mirando cómo la destrozas.
—Y entonces ¿por qué estás acostada a mi lado? —pregunté.
Ella no dijo nada. Avanzaba a pasitos con los dedos sobre mi pecho, como si estuviera esperando algo. El whisky me daba vueltas en la cabeza a velocidad cada vez más rápida e intervalos cada vez más cortos.
—¿Por qué haces esto conmigo? —pregunté.
—¿Por qué lo has hecho tú? —replicó Helena.
Vacié otro vaso entero de whisky para taponarme los oídos desde dentro. ¿Era aquello la última fase del interrogatorio? ¿Se trataba de un programa de emergencia para intentar solucionar el caso? ¿No le quedaba más remedio que tener sexo conmigo para conseguirlo? ¿Tendría que amarme después de eso?
Cuando me desperté y quise gritar, Helena estaba acostada a mi lado, abrazada a mí.
De repente no había más tiempo que perder.
—A las seis tenemos que estar en la puerta de la prisión. Tenemos que darnos prisa —dijo ella. Yo lo entendí, se trataba de su trabajo y era más importante que cualquier otra cosa que tuviera que ver conmigo. Metí la cabeza debajo del agua y me esforcé por convertirme de nuevo en algo parecido a un ser humano. El trayecto en el coche de servicio de Helena resultó crispante; al fin y al cabo, era como un regreso al pasado, como huir de nuestra huida, fugarnos hacia atrás, no dejar huella de lo ocurrido, poner punto final a un día de excursión, regresar al cole, centrarse en el orden del día. Primero había sido el placer y ahora venía la obligación. Por suerte, yo no era una persona depresiva.
Nuestros vigilantes corruptibles estaban esperando en el mismo lugar en el que los habíamos dejado. Yo dejé que me enfundaran las esposas sin rechistar. El aire invernal me cortaba los pulmones empapados de whisky. Se abrió el portón. La penitenciaría me engulló en la misma entrada y me escupió directamente delante de mi celda.
Helena continuaba en silencio. Sus últimas palabras, «tenemos que darnos prisa», se habían quedado en su piso de ambiente otoñal. Yo sabía cuál era la pregunta que no le podía plantear y, sin embargo, cuando quise darme cuenta, ya se la había hecho: «¿Volveremos a vernos?». Me di la vuelta a toda velocidad para darle la espalda y no oír su respuesta. Pero todavía pude escuchar un «sí». Había pronunciado un «sí»; difuso, tímido, apocado, pero: ¡Sí!
Tenía que aguantar tres meses.