CATORCE

Durante cada una de las veinticuatro noches que quedaban hasta Navidad, la servilleta de Beatrice con la inscripción «Brasil» permaneció al lado de la almohada de la cama de mi celda. Y allí siguió las setenta y dos noches restantes hasta que empezó el juicio. Brasil pasó el invierno conmigo. Cuando no sabía qué hacer, pasaba los dedos sobre aquellas letras. Y ninguna noche sabía qué hacer, así es que no dejaba en paz a Brasil.

Durante el día, a veces me daban ataques de autocompasión de los que me avergonzaba aún más que del imperdonable cambio de roles que había llevado a cabo, como consecuencia del cual había echado de mi vida a todos mis amigos de antes. Me pasé cinco días haciendo un calendario de Adviento para regalárselo a Alex. Solo con pensar en el objeto ya se me llenaban los ojos de gotas de agua salada. Un calendario de Adviento…, una mísera ilusión para el día que se avecinaba, en el que no habría nada mejor que hacer que abrir una ventanita de cartón para descubrir la grata sorpresa que se escondía tras ella. Ahora era yo mismo quien estaba construyendo una cosa así con cáscaras de nuez en las que metía papelitos que contenían mensajes embusteros que hablaban de calor y cercanía.

Fueron cinco días de vuelo sin visibilidad; situación causada por las lágrimas que me empañaban los ojos. Pero me encontraba tan cerca de Alex, que casi podía percibir el aroma de su piel. ¿Por qué no estaba en la cama, a su lado, mientras ella me preguntaba el nombre de un deportista chileno de siete letras, la tercera una S, y yo le decía: «Ni idea, no me sé el nombre de ningún deportista chileno»; y a mí me daba igual por qué letra empezara y si la tercera era o no una S; pero, a pesar de eso, seguía dándole vueltas, porque en ese momento en mi vida no había nada más urgente que averiguar el nombre de ese chileno y ayudar a Alex, porque la vida no me ofrecía retos más difíciles que el de adivinar el nombre de un deportista chileno de siete letras; para Alex, porque la amaba, porque la habría amado si las cosas hubieran sido así? Sí, esa era mi pregunta: ¿Por qué no…? No hubo respuesta. Por consiguiente, seguí montando el calendario y llorando hasta que las cáscaras de nuez desaparecieron de mi vista a nado.

A finales de noviembre Alex me había escrito para decirme que ya se encontraba preparada, que quería venir a visitarme y que no había peros que valieran; y yo acepté sin poner ningún pero. Por suerte, yo no era una persona depresiva. Entre nosotros se interponía un homicidio y una pared de cristal; ahora se me consideraba peligroso, aunque los funcionarios se rebajaban ante mí y se disculpaban continuamente por ello. Sin embargo, el fiscal ya había hablado abiertamente y había asegurado que presentaría cargos por asesinato. En un caso así, lo mínimo, como medida de seguridad y manera de administrar justicia preventiva, era aislar al acusado en la sala de visitas a través de una pared de cristal. Alex llevaba el jersey de cuello vuelto azul oscuro con motivos noruegos que yo ya le había visto en nuestra vida anterior. Su cabello rubio había perdido elasticidad, le caía en picado desde la nuca, le tapaba las orejas y le colgaba sin fuerza por la frente. Era evidente que su cutis se había negado a admitir maquillaje, y las mejillas empezaban a hundírsele hacia dentro. Vista así, parecía más bien una mujer a la que le habría bastado con pegar un bufido para agotar de golpe toda su energía vital.

—¿Cuándo va a ser, Jan? —le preguntó Alex con voz vidriosa (lo requerían las circunstancias) a la pared de cristal.

—El siete de marzo —dije yo. Palabras orgullosas tras meses de silencio entre nosotros por mi culpa.

—¿Hay alguna posibilidad de que te declaren inocente? —Alex se esforzaba por transmitir la sensación de que a ella le daba igual.

—No pinta bien —respondí yo; y, por supuesto, pensaba lo contrario.

Ella estaba a punto de pronunciar una frase que empezaba con «por qué»; entonces, yo moví la cabeza e hice como que iba a sonreír. Solo por eso deberían haberme condenado a cadena perpetua.

—He estado con la jueza que instruye el caso —dijo.

Yo le pedí disculpas, aunque su comentario no iba por ahí.

—Es una mujer estupenda.

Yo asentí moviendo la cabeza en diagonal. No quería decir «sí», pero tampoco mentir.

—Le gustas.

Y yo otra vez moviendo la cabeza en diagonal, pero ahora en la dirección contraria.

—Cree en ti.

—Alex —dije. Y moví la cabeza de un lado a otro en línea horizontal, lo cual quería decir «no, por favor».

—Cree en ti igual que yo —susurró ella.

Me habría gustado contarle que me habían violado. Para sacarme aquel episodio de encima de una vez por todas y para que ella me hiciera unas caricias, me curara las heridas y ahuyentara el espíritu del recuerdo. Pero nos separaba aquella maldita pared de cristal. Vaya manera más repugnante de hacer justicia. ¿No se podía acercar una de esas estatuas uniformadas y darle un golpe al cristal con su inútil revolver? Así, aunque solo fuera por una vez, haría algo de provecho.

—¿Ha estado aquí Delia? —preguntó Alex—. Me llamó y le conté toda la historia y me dijo que ella podía ayudarte, que conocía a alguien, y que iba a venir a visitarte. ¿Cómo? ¿Vas a venir? ¿Solo por eso? ¿De verdad?, le pregunté. Y me dijo que sí, que quería hacerlo, que te lo debe, que era lo mínimo que podía hacer. ¿Ha estado aquí?

—Sí, efectivamente —le respondí, como si todo fuera una broma del destino—, le va genial, se ha convertido en una francesa perfecta.

Alex se rio y le imprimió a la risa un regustillo ácido.

—Y tú, entonces, estás otra vez con Gregor —se me ocurrió decir, ya que había cambiado el curso de la conversación y estábamos hablando de cosas agradables. En fin, que yo, en esta vida, no paraba de hacerle daño a Alex.

—Sí, pero ya no me acuesto con él —dijo ella, mostrando su parte más testaruda. Y entonces me dio la impresión de que los carrillos, huecos, llegaron a tocarse dentro de su boca.

Estuvimos bastante tiempo buscando un tema de conversación que rompiera todo aquel hielo, pero no obtuvimos buenos resultados. Y, de repente, se me ocurrió sacar a colación algo medio cursi medio esperanzador: una travesía ficticia por los Dolomitas. Habíamos hecho mucho senderismo juntos en otra época. Una vez incluso nos acompañó Delia; aunque solo vino hasta el primer refugio porque lo de ascender una montaña le producía un aburrimiento mortal. Alex y yo siempre llegábamos hasta la cima. Teníamos que subir, no importaba si nos lo pasábamos bien o no. Ninguno de los dos era capaz de recorrer un camino solo hasta un punto que nos pareciera bien; no, había que llegar hasta arriba. Y, cuando estábamos allí, nos abrazábamos como dos auténticos campeones; aunque los únicos emocionados y sorprendidos por la hazaña éramos nosotros mismos. Los auténticos triunfadores siempre se quedaban sentados en el primer refugio, cuidándose para acometer después tareas más importantes.

—En cuanto salga de aquí, nos vamos una semana a los Dolomitas —dije.

Alex recompensó mi esfuerzo con un beso furtivo sobre la pared de cristal. De alguna manera, esa era también su despedida. Yo no tenía ni idea de hasta cuándo; ella, quizás lo supiera. Hasta que no estuve de regreso en mi celda no me di cuenta de que se me había olvidado entregarle el calendario que había confeccionado para ella.

Estaba muy contento con el abogado de oficio que me había tocado, el letrado Thomas Erlt; al menos, me gustaba su fachada. Era doce años menor que yo y tres veces más ancho. Seguro que, cuando era pequeño, más de una vez le escondieron las gafas y le pusieron las orejas coloradas. Y un dato más: nunca había visto un caso por homicidio. Su especialidad era el derecho arrendaticio; era capaz de reconocer a cien metros a un especulador del suelo en contra de la rehabilitación de un edificio antiguo. El derecho penal no le interesaba en absoluto.

La ley establecía que, hasta que diera comienzo la vista oral, tenía que venir a visitarme por lo menos una vez al mes y no pasar conmigo menos de una hora en cada ocasión. Por supuesto, nunca se quedaba ni un minuto más porque siempre tenía algún piso que ver con urgencia; y yo era absolutamente comprensivo en ese sentido. De hecho, lo que me dolían eran los ciento ochenta minutos que tendría que robarle; pero así estaban las cosas: yo tenía derecho a representación jurídica y él seguramente aprendería algo con este caso, algo que quizás le fuera útil «en la vida». Eso es lo que le habría dicho yo si hubiera sido su padre (y a veces me sentía como si lo fuera). De todas formas, mi caso no solo le haría crecer como persona, sino que, además, le gustara o no, lo iba a hacer muy famoso. Y eso, a todos los que lo eran, acababa gustándoles.

El primer apretón de manos que me dio Erlt no fue una experiencia que nos gustaría repetir muchas veces a ninguno de los dos. El rostro le chorreaba grasa en estado líquido y, por mucho que se esforzó, no fue capaz de mirarme a los ojos. Probablemente era el primer hombre que me tenía miedo. Deseé que fuera también el último, porque no era capaz de hacer nada si tenía una persona temerosa al lado.

—Señor Haigerer, ¿cómo se plantea usted su defensa? —me preguntó.

Le temblaba la voz como si tuviera la garganta llena de lengüetas de metal. Así mismo, pensé.

—Voy a hacer una confesión detallada de los hechos —le dije—. Usted no tendrá mucho que hacer. Y tampoco puede pasarle nada por eso.

Él tragó saliva y le desapareció algo de metal de la garganta.

—¿Está usted arrepentido? —me preguntó tímidamente.

—No lo sé —repliqué yo—, pero todavía nos queda un poco de tiempo para pensárnoslo.

Después, le conté brevemente qué había hecho. Antes de que se le ocurriera preguntarme por el móvil, lo enredé en una conversación sobre la nueva enmienda a la Ley de Arrendamiento. Debió de creer que yo amenizaba mi estancia en prisión con la compraventa de inmuebles, para que el tiempo se me pasara más rápido, y eso hizo disminuir su recelo. Al despedirnos (sin darnos la mano), se sentía mucho mejor en su húmedo pellejo.

—Oiga, por cierto, ¿usted ha leído alguna vez una novela policiaca? —le pregunté. No pretendía hacer un chiste, pero Erlt movió las carnes de sus carrillos y se rio un poco antes de responder.

—Donna Leon; pero me quedé en la mitad. Si quiere que le diga la verdad, prefiero las obras de divulgación. Así, después de leer, también puedo dormir.

Me cayó bien. Le di el calendario de Adviento que debía haber sido para Alex. A lo mejor él le daba un buen uso; aunque probablemente no pues, viéndole las manos, bien se podía decir que aquel calendario caía sobre «terreno húmedo».

Por Navidad se celebró una pequeña fiesta en el centro. Habían montado un árbol muy feo en la sala de estar; no era ni pino ni abeto, era una cosa con unas agujas caídas y sin punta porque, con los internos, había que tener cuidado; allí no se permitían pinchos de ningún tipo. Por supuesto, tampoco había velas: unos cirios auténticos habrían ardido de verdad y con cableado eléctrico a alguien se le podría haber ocurrido la idea de montar una magnífica escena y llevarse de paso unos rehenes.

Yo doné un par de docenas de regalos para una tómbola; porque todos mis compañeros del Kulturwelt, a pesar de haberse convertido en verdaderos desconocidos para mí, me habían enviado una caja de bombones, un paquete de café o algún libro de contenido no comprometedor que podría animarme un poco en prisión; o sea, que ninguno me mandó una novela psicológica seria, sino más bien textos acordes a mi situación, con los que entrenar los músculos de la risa. Y lo cierto es que consiguieron el efecto deseado: solo con imaginarme que había gente que creía que me iba a pasar las Navidades tranquilamente en el calor de mi celda, engullendo novelas de entretenimiento, dándome palmaditas en el muslo mientras soltaba carcajadas al ritmo del delicioso arrullo que los literatos de vida relajada le habían arrancado con un pellizquito a su próspera vida cotidiana, solo con imaginarme eso, ya se me dibujaba una sonrisa.

En algún momento me imaginé incluso a mis violadores, sentados en el taller de carpintería, hojeando esos libros tan aburridos que les habían tocado en la tómbola. Seguro que se les aplacaba el impulso sexual. Lo consideré también como una especie de venganza.

Como premio por haber donado todos esos regalos, me permitieron volver a mi habitación a los pocos minutos de que empezara la fiesta de «la empresa». Allí me refugié sumergiéndome en recuerdos de otros tiempos. No eran muy sentimentales; las Navidades siempre habían sido más bien una prueba que había que superar: mi padre nunca podía ofrecerle nada a mi madre y enseguida se iba (al final, lo hizo para siempre), mi madre no podía ofrecerme nada a mí y se sentía triste y débil (a veces, al menos yo había conseguido consolarla), yo no podía ofrecerle nada a Delia, quería festejarla a ella; pero ella siempre había preferido otro tipo de celebraciones en las que no encajaban mis requiebros.

La mañana del 26 de diciembre, día de San Esteban, creí haber superado otras Navidades. Entonces, mi mayordomo me trajo una carta que había retenido durante tres días. Era de Gregor y yo no necesitaba ni abrirla para enterarme de lo que había pasado. La tarjeta llevaba estampado el mismo borde negro que la que habíamos mandado imprimir para mi madre unos años atrás; en el centro, en letras demasiado grandes, se podía leer «Alexandra». Como si Alex todavía viviera. Vi las palabras «abandonó voluntariamente esta vida» y estrujé el papel. En una nota aparte, Gregor mostraba su compasión hacia mí y hacia sí mismo. Escribía: «Al final tenía profundas depresiones, nadie podía ayudarla. Tomó pastillas. Fue muy rápido, no sufrió».

Por la noche, el funcionario que me trajo la cena se asustó al verme y me preguntó si quería que llamase al médico de guardia. Yo le respondí que solo quería confesar. Era mentira. ¿Qué iba a confesar? No tengo ni idea de cómo se me ocurrió decir eso, pero dio buenos resultados; las cosas más banales daban siempre los mejores resultados.

—Mañana mismo avisaremos a la jueza —me dijo.

—Mañana mismo es demasiado tarde —repliqué yo.

—¿No quiere llamar a su abogado? —me preguntó él.

Era un tío sensible e intuitivo aquel funcionario; de hecho, hablar con mi abogado era casi lo último que yo quería hacer.

—Es que, desgraciadamente, está en el extranjero y no está localizable —se me ocurrió decir a tiempo.

El servicio acabó dándome permiso para llamar a la señora Selenic a su móvil privado; ella misma me lo había apuntado en una tarjeta de visita para casos de emergencia como ese. De repente, me sentí orgulloso de mí mismo; en mi situación, otro, con aquella tarjeta, tal vez habría intentado cortarse las venas.

—Soy Jan Haigerer —tartamudeé en tono oficial al oír el sonido de su voz a través de la línea telefónica—. Tengo que hablar urgentemente con usted.

Ella fue cortés pero me preguntó cómo se me ocurría llamarla un día de fiesta por la tarde.

—Tengo que transmitirle una información muy importante —le dije. Y no, no podía esperar hasta mañana. Tenía que ser ahora o nunca. Tuve que ponerme testarudo. ¿Cuándo, si no en ese preciso instante, iba a ponerme testarudo?—. Muy, muy importante —repetí un par de veces más para que quien me servía la comida pudiera entender por qué la señora Selenic acabaría mostrándose dispuesta a poner fin a su tarde libre, en plenas fiestas navideñas, y venir voluntariamente a tomarle declaración a un interno.

Me tomé un descanso de pensamientos y sentimientos. Y me fue bien. Solo veía «Brasil» y las horas se me pasaron acariciando con los dedos la servilleta. Mi mayordomo se preocupaba por mí y me dedicaba palabras de ánimo. Luego me llevó hasta su puerta y me soltó las esposas. Helena acababa de entrar. Todavía podía apreciarse el brillo de unos cuantos copos de nieve derretidos sobre su abrigo.

—No hace falta que espere —le dijo al guardia—. Yo le llamaré cuando haya terminado para que venga a buscarlo.

Su abrigo tenía tres botones que, al abrirse con ayuda de aquellos delicados dedos, dejaron a la vista un jersey rojo de cuello vuelto que olía a regalo de Navidad. Probablemente acababa de desempaquetarlo. Me acerqué y ella no retrocedió ni un paso; deslicé las manos sobre el terciopelo rojo y recliné el rostro sobre su hombro.

—Alex se ha matado —me oí decir.

Restregué la frente contra la suavidad del tejido, sentí las manos de Helena en la espalda, cerré los ojos. Mi cuerpo se había enganchado al fluir de su corriente eléctrica; estaba recargándolo por completo: desde el dedo meñique del pie hasta la coronilla.

Retiré la cabeza de su hombro, me incorporé y acerqué mi mejilla a la suya. Del tacto de su rostro apenas me separaban diez centímetros. Ya habían pasado setenta días desde que mi dedo índice se había decantado por otra dirección, desde que un movimiento milimétrico me había lanzado desde la vida civilizada hasta el más profundo abismo. La existencia humana no era más que una travesía por un estrecho acantilado. La vida y la muerte estaban tan cerca que podían tocarse; la línea que las separaba la iban conformando los pequeños trayectos que recorríamos.

En ese momento, yo podía sentir su mejilla junto a la mía y creí que acababan de darme una oportunidad de deshacer todo lo sucedido. La tomé por las caderas, mis piernas se posaron junto a las suyas, Helena no hizo nada por defenderse; consintió que mi cuerpo se ciñera cada vez más al suyo, estaba relajada y la mano que descansaba sobre mi espalda emanaba calor. Nada se movía.

Me sentía de nuevo vivo y empecé a contar, una tras otra, cómo se iban sucediendo mis respiraciones. Iba por la sesenta y cinco cuando un sonido estridente hizo temblar toda la sala; Helena me soltó.

—Sí, está todo bien —la oí hablar por teléfono alejada de mí—. Se va a alargar bastante —dijo. Y añadió—: Entiendo. —O sea que entendía algo. La conversación continuó—: Entonces, usted ya ha acabado. Gracias —dijo. ¡Gracias!—. Yo se lo haré saber a su sustituto cuando llegue el momento de venir a recogerlo —continuó. Yo me puse la mano sobre el corazón para acallar el sonido de mis pulsaciones—. Sí, es mejor que esté a solas con él. —Mucho, mucho mejor, pensé yo—. Sí, como le digo, puede alargarse durante todo el turno de noche.

Turno de noche. Turno de noche. Turno de noche.