Cuando todavía trabajaba como lector en Erfos, lo que peor llevaba eran los manuscritos que tenían un principio prometedor pero enseguida empezaban a decaer sin esperanza. Todo comenzaba con un despliegue de ideas que ascendía como una exhibición de fuegos artificiales, disparándose e iluminando con su claridad y belleza en todas direcciones. Allí aparecían personajes con tendencias maniacas ante los que se erguían postes de alta tensión que no dejaban de echar chispas y que ponían en peligro incluso la vida del lector. Allí entraban en erupción volcanes de pasión que habían permanecido varios años aletargados. Alimento para el espíritu, cúmulo de sabiduría, altas dosis de emoción…
Pero, a más tardar, después de leer un tercio del texto, la energía concebida en el ordenador y almacenada en el procesador de textos comenzaba a esfumarse, la apasionada obra literaria y artística sufría un colapso, la acción caía en la exageración, se crispaba, estallaba y quedaba reducida a una serie de jirones grises e inservibles; los personajes, de repente, carecían de vida y de volumen, eran planos como las figuras de la baraja y se pasaban unos cientos de páginas en bajamar hasta que, por fin, el mar indultaba al último capítulo y lo arrastraba hasta la orilla, donde tenía lugar un final que solía ser banal aunque, al menos, habitualmente era verdadero. Por fin, terminado, pensaba yo cuando acababa de revisar uno de esos manuscritos que empezaban con tanta fuerza y acababan exhaustos. Y también pensaba: qué pena, tenía muchas posibilidades.
Cuando se sentaban ante mí los autores —que con frecuencia eran grandes talentos, literariamente brillantes, que usaban unas imágenes geniales y sabían qué resaltar, que muchas veces demostraban tener un olfato impresionante para la dramaturgia, la comedia de situaciones y los juegos de palabras—, cuando los tenía ante mí, cuando veía de cerca el rojo del lecho de sus uñas, los labios abiertos de tanto mordérselos, las arterias hinchadas en el cuello, cuando veía cómo apretaban la mandíbula inferior contra la superior buscando el equilibrio entre la tensión procedente de sus pretensiones y la realidad, cuando veía cómo les parpadeaban los ojos y les temblaban las rodillas y se tambaleaban sus balones, entonces sabía claramente qué había pasado: habían pretendido dar forma a demasiadas experiencias y en su interior tenían muy pocas. La fantasía y el talento les habían jugado una mala pasada.
Las novelas crecían en el interior de uno mismo, se llevaban dentro y había que esperar pacientemente a que maduraran para poder liberarlas. Llegado ese momento, unos las vivían y otros las escribían. Los que las vivían no tenían por qué saber escribirlas; sin embargo, los que las escribían sí tenían que haberlas vivido. Una novela nacida solo de la experiencia también podía ser una mala novela. Pero una novela que nunca había sido vivida ni sentida nunca sería buena.
—¿Y qué les decías a los pobres autores? —me preguntó Helena. Era el tercer día de interrogatorio, debíamos de haber pasado unas catorce horas juntos. Casi habíamos acabado. Solo faltaba que uno de los dos dijera: «Bueno, ya hemos acabado». Pero ninguno parecía dispuesto a dar el paso.
Estaba casi seguro de que ella, por fin, me creía; creía que yo había matado intencionadamente al de la chaqueta roja. Yo le había narrado el suceso explicándole hasta el último detalle; no había ocultado nada, porque no había nada que ocultar.
Ella me había preguntado unas cien veces, directa o indirectamente, por qué lo había hecho. Nada de lo que veía en mí le remitía a la imagen de un asesino; y eso que ella sabía de lo que hablaba pues, según decía, se había visto las caras con docenas de homicidas, había investigado su entorno y había hablado con ellos sobre sus crímenes.
Yo contraataqué: en mi función como cronista judicial del Kulturwelt también había visto de cerca a docenas de asesinos, había sido testigo de las investigaciones realizadas en su entorno y había conocido sus trágicas historias de primera mano. Y todo lo que había en ellos me devolvía la imagen de un ser humano normal, que había ido cayendo en el abismo después de atravesar los mismos umbrales que cualquier no-asesino de este mundo. Lo único que cambiaba era el orden en el que se iban sucediendo esos umbrales y la manera en que se atravesaban. Eso nos dividía en dos grupos; la tendencia descendente cuando se habían cruzado demasiadas líneas a la vez era lo que hacía que un ser no-asesino se convirtiera en un asesino.
—¿Y cómo fue en tu caso, Jan? ¿Dónde está esa tendencia descendente? Yo no la veo —dijo. Era otra de sus preguntas alambicadas para llegar al porqué. Una pregunta para la que no había respuesta—. ¿Tiene algo que ver con Delia?
Yo levanté un hombro; el otro cayó por sí solo. ¿Había algo en mi vida que no tuviera que ver con Delia?
Helena también podía ser implacable. Eso era nuevo, apareció en la tercera fase del interrogatorio. En un principio me había castigado con su objetividad, después me había engatusado con los hoyuelos, ahora me llevaba agarrado de la mano, era mi aliada y al mismo tiempo estaba hermanada con mi víctima, me escudriñaba en busca de la verdad, hurgaba esperando encontrar mi conciencia. «¿Por qué precisamente Rolf Lentz?» «¿Lo conocías?» «¿De qué?» «¿Te movías por el ambiente gay?» «¿Qué te había hecho Rolf Lentz?» «¿Cómo has podido acabar con la vida de una persona?» «¿Cómo puedes permitirte jugar a ser Dios?» «¿Cómo fuiste capaz de apretar el gatillo?» «¿De dónde te viene toda esa brutalidad?» «¿No se te ocurrió pensar en su familia?» «¿Cómo puedes transformarte así?» «¿Qué tipo de persona eres?» A mí me habría gustado abrazarla y no soltarla nunca, pero no me atrevía ni a rozarle el dedo índice que tenía tendido hacia mí. Era su dedo de jueza instructora, era insobornable, inquebrantable, y tenía que señalarme a mí. Yo era culpable.
Helena quería dar por concluidos los interrogatorios en dos semanas; le faltaba todavía el inspector Tomek, los familiares de la víctima, el policía a quien yo le había entregado el arma, tres clientes del Bob’s Coolclub, el propio Bob y la camarera jovencita. ¿La camarera?… Brasil. Me faltaban muchos fragmentos de esa noche, no me acordaba. También iba a citar a Alex.
—¿No queda más remedio? —pregunté.
No quedaba. Eso era lo que más me dolía.
Helena contaba con un máximo de tres semanas para escribir su informe y hacerle llegar todos los documentos al fiscal encargado del caso. «Teniendo en cuenta el estado de cosas actual, podría darle luz verde para que presente una acusación por asesinato», me dijo. Sonó a amenaza, pero reconocí en su voz cierto consuelo; iba a esperar hasta el último momento, a ver si le ofrecía una explicación que pudiera hacerle cambiar de idea. Yo le decía todo el tiempo: «De acuerdo, está bien». Y eso no le gustaba nada, se ponía enferma.
—¿Y qué les decías a los pobres autores? —me preguntaba entonces Helena. Si en vez de un interrogatorio de tres días, se hubiera tratado de una cena para dos en un restaurante italiano, en ese momento nos encontraríamos tomando un cóctel en la barra después de cenar. En el Juzgado de lo Penal de la Audiencia Provincial habían cesado todos los ruidos; era como si sonara música de piano. Las luces del pasillo ya se habían apagado; solo en el despacho de Selenic, en nuestro despacho, se mantenía encendida la lámpara del escritorio; se asemejaba a la luz de las velas.
En una novela mala, en ese momento Helena me habría seducido. En una novela aún peor, se habría dejado seducir por mí. El autor no habría tenido en cuenta que yo, desde aquella torturante noche en el taller de carpintería, había quedado incapacitado para cualquier tipo de fantasía sexual. A pesar de todo, Helena y yo estábamos a punto de colarnos en una novela mala. Aquella manera de mirarme y la forma en la que dijo «es una pena»… ¿Se iniciaba así la cuarta fase del interrogatorio?
—Es una pena; tendríamos que habernos conocido unas semanas antes.
—Sí, es una pena —mentí. Y es que unas semanas antes ya habrían sido unas semanas demasiado tarde. Observé el anillo negro más pequeño del planeta, cómo brillaba en el meñique más fino de la jueza instructora más delicada del mundo. Estuve a punto de olvidar cuál era el motivo por el que estábamos allí sentados. Estuve a punto de no recordárselo a Helena.
Que qué les decía a los autores de los manuscritos que se iban a pique por pura y mísera falta de vivencias. «Bien», les decía, porque quién era yo para juzgarlos, para pegarles el tiro de gracia en el mundo de la literatura, «el principio es perfecto, la parte central todavía tiene que trabajarla un poco y el final hay que madurarlo; pero está bien». Y añadía rápidamente, para no dar tiempo a que la decepción se precipitara sobre ellos: «En general, bien, con momentos muy buenos, incluso algunos pasajes brillantes. Una obra a tener en cuenta. En su interior se esconde el autor revelación del año». No les desvelaba un detalle: de qué año. Y, en cualquier caso, las revelaciones, sean del año que sean, pueden pasarse toda la vida escondidas.
—¿Por qué escribes todo eso? —le pegunté a Helena.