A Helena Selenic, mi saltadora de trampolín, mi jueza de instrucción, no la vi más que uno o dos segundos: toda vestida de negro, con su pelo rojo de siempre y esos hoyuelos suyos marcados como una incisión, grabados por encima de las comisuras de sus labios.
En vez de desearme buenos días y acercarse hacia donde yo estaba, permaneció sentada formalmente en su escritorio, me sonrió y realizó un gesto de carácter solemne: abrió los brazos como si fuera a darle instrucciones a un avión, como si fuera a empujar para cambiar de sitio un objeto invisible, como si estuviera anunciando la llegada del circo, o como si estuviera preparándose para rodar un plano con travelín. Lo mejor que se me ocurrió hacer a mí fue desviar la mirada, orientarla en diagonal sin centrarme en la visión de su persona. Y lo hice. Me arriesgué. Y, al instante, me arrepentí.
En el sofá de color gris claro me esperaba una visita sorpresa: las piernas cruzadas, los pies firmes, uno pegado al otro, con los dedos gordos atravesados, deformando la piel de sus zapatos de diseño. Una postura que solamente dominaba a la perfección una mujer, una postura digna solo de ella. En el momento en el que la descubrí, solo deseé volver a mi celda y tomarme un tiempo para pensar qué debía hacer; dentro de mí tuvo lugar una conmoción. Pero, por fuera, permanecí inerte. Delia. No era broma. No era un espejismo. No era una novela mala. Era Delia.
—Jan. Jan —dos tímidos gritos de desesperación de una persona poco acostumbrada a esa sensación—. Alex me ha contado por teléfono todo lo que están escribiendo sobre ti en los periódicos y hemos venido inmediatamente.
¿Hemos? Nosotros. Ella y el motivo por el que se había separado de mí. Seguían siendo dos. Seguían siendo fieles a sí mismos y profesándome infidelidad a mí. Su voz… sí era diferente: más ronca, más profunda. Con ese nuevo acento se burlaba de todos los años que habíamos pasado juntos. Literatura francesa oral. Probablemente en Francia tenía que hablar así para mantenerse bien arriba. Había llegado a lo más alto, despedía aires de grandeza, pero era superficial. Parecía una parisina que acabara de salir de una valla publicitaria con un anuncio de máscara para pestañas de Vichy o Lancôme o uno de esos. ¡Y menudo anuncio! Decenas de metros cuadrados, un tamaño que superaba al natural; seguro que aquella valla tapaba el Arco del Triunfo. Ante esa imagen discurrían cada día miles de piernas que se desplazaban por los Campos Elíseos, miles de ojos que se quedaban clavados en ella. Todas las mujeres que por allí pasaban le daban al marido un codazo para que mantuviera cerradas sus fauces de tiburón. Delia tenía a Francia a sus pies, el país la veneraba. Aunque el caraculo, realmente, no era digno de envidia: se consagraba por completo a la tarea de mantener a la mujer que llevaba al lado, para lo cual, cada pocos meses, tenía que publicar una nueva novela esperada con gran interés. Eso como mínimo. Y cualquier día le daría un infarto. No, no le tenía ninguna envidia.
Le dije: «Delia, me alegro de verte». Me obligué a decirlo y a sentirlo y a cincelar a la vez una sonrisa en mi rostro. Se me podrían haber ocurrido frases mejores para iniciar la conversación; todos los días se me ocurrían algunas. De hecho, prácticamente no tenía ninguna peor. Si hubiera tenido al menos unos segundos para pensar… «Me alegro de verte». Después de mil trescientos setenta y seis días de abstinencia y con un asesinato por medio. Otra vida, otro libro, un homicidio entre líneas, entre el tiempo, entre ella y yo. El de la chaqueta roja y los vengadores de la carpintería: en esas andanzas discurrían ahora mis noches. ¿Y las suyas? ¿En camas francesas?
—Jan, ¿por qué estás aquí? ¿Qué te ha pasado? Es horrible.
Estiró los dedos de las manos y movió un poco las yemas, como si esperara a que se le secara el esmalte. A pesar de todo, su actuación resultaba natural. Ella siempre había podido hacer varias cosas a la vez en diferentes niveles emocionales, así es que ¿por qué no tomar partido a mi favor mientras se hacía la manicura? Ella mostraba el cariño valiéndose también del rechazo, de la distracción y ofreciendo después de nuevo atención… Ella disfrutaba con la variedad, a ella le gustaba lo contrario de lo que era yo.
Ahora yo estaba sentado a su lado. Su olor me resultaba ajeno y le vi los labios más redondeados que antes, y los agujeros de la nariz más grandes. Superficialidad… Aires de grandeza… Y debía de tener más dificultades para respirar con un Jean Legat al lado. Cuando estaba conmigo, nunca le había faltado el aire. Y si hubiera escaseado, yo habría renunciado al mío para pasárselo a ella. Sus pupilas parisinas se deslizaban por mi cabello como si observaran a un niño de la calle al que le han quitado el balón: desprotegido y necesitado de consuelo. Pero ¡es que este chico siempre tiene que andar correteando por los peores barrios! Sí, eso era lo que me transmitían las nobles arrugas de preocupación que se le dibujaban en la frente. Movió la cabeza mostrando desaprobación, y me miró de una manera aterradoramente compasiva, como si se le estuviera ocurriendo la idea de meterme debajo de la ducha, como si mi presencia la desubicara.
—Se va a aclarar todo —le dije.
No hacía falta que me diera ninguna ducha. Limpio estaba. ¿Tenía algo más que decirle? ¿Le debía alguna explicación? ¿Tenía que esforzarme para encontrar las palabras adecuadas? ¿Quién, si no ella, podía entender mejor lo que había pasado, sin ni siquiera saberlo? Dos seis cero ocho nueve ocho. Nadie estaba tan cerca como ella.
—Estás muy guapa —añadí para defenderme.
Aquel comentario justificaba por sí mismo el hecho de que ella ya no me quisiera. Se encogió de hombros y esbozó un «gracias».
—Jan, he venido para…
Yo cerré las orejas. Sabía hacerlo; cerrar la boca y las orejas, como en la escuela. Los golpes del látigo de Delia, el Jan-he-venido-para, eran demasiado peligrosos. ¿Para despedirme para siempre? ¿Para decirte que voy a casarme con Jean? ¿Para decirte que estoy embarazada de cuatro meses? Tenía miedo a escuchar frases como esas. Siempre aparecían cuando tenía miedo de escucharlas.
En otro tiempo, al final de nuestro décimo tercer verano, había tenido miedo de perder a Delia. Mi tranquilidad la había puesto a ella irremediablemente intranquila y mi camino le resultaba demasiado amplio para ser atravesado solo por nosotros dos; demasiado llano, demasiado rodado. Entonces, un día, yo estaba trabajando y me llamó el portero del Kulturwelt; me pidió que bajara a recepción. Y allí estaba ella, en un lugar que no le correspondía. Me llevó a un rincón y me dijo en voz baja: «Jan, he venido para decirte que voy a dejarte». «¿Por qué?», pregunté yo. «Porque sí, por eso», dijo ella. El motivo se hallaba reflejado en sus ojos; aparte de eso, nada más.
—¿Me estás escuchando? —preguntó. No, no lo hacía. Por fin un reproche; ya los estaba echando de menos—. Jan, he venido para sacarte de este lío —repitió.
«De este lío.» Qué palabras más decepcionantes. Pero a mí no podían hacerme daño, no podían quitarme nada; de hecho, incluso me encontraba un tanto agradecido. «De este lío» ostentaba una cierta forma, tenía carácter impreso, iba acompañado de una tarjeta de visita que ella depositó sobre la mesa. Remarcó los ángulos con el índice y el pulgar, convirtiendo la tarjeta en un cuadro en miniatura y dijo: «Es el mejor abogado que hay para los casos como este». ¿Para los casos como este? ¿Es que había algún otro caso igual? «Pascal Bertrand, 14, place de la Victoire, París.» Una letra muy bonita.
—¿Es amigo de…? —pregunté. No me salía el nombre.
—Sí, de Jean —contestó ella. Y cómo lo dijo: Jean; como si le estuviera suplicando que llegara al clímax en ese mismo momento. Ahora—. Pascal te va a sacar de aquí —me prometió. ¿Sacarme? Dios, como si no me hubiera resultado bastante difícil entrar. Pero asentí. Mi mayor fortaleza y mi mayor debilidad era que sabía satisfacer expectativas. Y la gente estaba acostumbrada a eso. Si alguna vez no lo hacía, si no cumplía sus expectativas, todo se derrumbaba a mi alrededor—. Pascal se va a poner hoy mismo en contacto con la jueza que instruye el caso —dijo ella.
¡Ah, claro, la jueza que instruía el caso! ¿Dónde estaba? ¿Seguía allí sentada? ¿Nos estaba observando? ¿Estaba escuchando? ¿Estaba tomando nota de todo?
A Delia ya se le había secado el esmalte de uñas y empezó a traquetear impaciente con los dedos sobre la mesa. El tipo había trabajado durante mucho tiempo en Hamburgo y allí había ganado todos los juicios, grandes procesos. Yo ya estaba empezando a odiarlo. Ella no hablaba en términos de justicia e injusticia; se trataba de ganar o perder. Por el tema económico no tenía que preocuparme, dijo humillándome.
—No quiero ni un solo euro tuyo, Delia —dije haciéndole frente.
Ella sonrió con suavidad. Probablemente no se trataba de su dinero.
Me levanté y preparé la mano derecha para grabar en ella mi despedida definitiva de Delia. Había llegado el momento de poner punto final a aquella escena sobre la caridad interpretada por una actriz invitada. Seguro que el caraculo la estaba esperando abajo en un taxi. Tal vez habían previsto alguna actividad cultural para esa noche. Ojalá hubieran reservado entradas para la ópera con suficiente antelación, porque en esa época era difícil conseguirlas; incluso para los escritores franceses de renombre internacional con una acompañante que se encontraba más que a la altura de las circunstancias. Que te vaya bien, Delia. Yo realmente tenía cosas mejores que hacer que dejarme torturar por sus deseos benefactores. Prefería quedarme tumbado en mi celda a la espera de que se resolviera mi proceso.
Tomó mi mano entre las suyas y la apretó fina y discretamente: a la francesa. Mientras lo hacía, abrió los ojos de par en par un par de veces para insuflarme ánimo. «Va a salir todo bien», quería decir aquel gesto. O simplemente: «Mira, ¿ves? Es la nueva máscara para pestañas de Vichy». En realidad, lo mismo daba una cosa que otra.
Yo sabía que enseguida me invadiría una sensación absolutamente abominable; lo único que podía hacer para minimizar los perjuicios era pronunciar unas palabras. Cuando le acerqué la boca al oído, todavía no había decidido qué quería decirle. Por los pelos logré desechar el «todavía sigo queriéndote» o un «tú eres mi vida»… No, esa novela ya había sido escrita. Pensé en un «has cambiado», pero… ¿en realidad, lo había hecho?, quizás «te sigo esperando», pero antes me habría arrancado la lengua que pronunciar esas palabras; y con un «me alegro de que hayas venido» no habría sido sincero.
Así es que me decidí por un «Delia, para tu información te diré que he cometido un asesinato y que reconozco mi culpa. Házselo saber también al abogado». Centró su rostro en el mío y permaneció durante una molécula de eternidad clavada con tristeza en mis ojos. Ese fue todo el tiempo que estuvo conmigo. Y me hizo mucho bien.
—Enhorabuena. Una puesta en escena fantástica —le dije a la jueza instructora del caso. Se le habían borrado los hoyuelos. Delia se había ido y yo estaba otra vez hundido en mi asiento. Sentía vergüenza sollozando de aquella manera. Selenic no se atrevió a ofrecerme consuelo. Mejor así.
—Creo que vamos a posponer el interrogatorio. Lo aplazamos para esta tarde —dijo ella. Yo no la contradije. Me tapé la cara con las manos—. Lo siento. Yo no sabía… —dijo Selenic. Hasta ese momento no, pero ahora ya lo sabía. Cerré los oídos; solo dejé pasar la palabra «libertad»—. ¿No desea ser puesto en libertad? Si lo solicita, se le concederá de inmediato. Se ha depositado una fianza de un millón.
—¿Quién? —pregunté.
—Usted tiene muchos amigos, Jan —replicó ella. Me había llamado «Jan». Ya estaban ahí otra vez los hoyuelos. Estaba haciendo todo lo que podía por animarme. Yo solo era consciente de la pena que daba cuando veía cuánta compasión despertaba en la gente que me rodeaba—. Piénsatelo, Jan. Si tomas la decisión hoy, mañana mismo puedes estar en la calle —dijo. Otra vez mi nombre; y me había tuteado. Lo cierto es que ya habíamos logrado estar muy cerca el uno del otro en aquella habitación antes de que apareciera la parisina.
Por la tarde ya me encontraba mejor. A los que me traían la comida les había dejado que hicieran horas extra en su turno de quejas. Protestaron por las condiciones del centro, que se encontraba en un estado cada vez más deplorable, por la falta de personal, la reducción de los días de vacaciones, las guardias de los domingos, el mal ambiente, los sueldos tan bajos; se lamentaron por las crisis que habían atravesado en sus matrimonios, las crisis sin matrimonio, los niños después de la crisis matrimonial, la pensión alimenticia, los coches deportivos rotos, viejos o prohibitivos, el aburrimiento infinito de la rutina sin dinero, todos los días lo mismo y sin recibir nada a cambio. Lo mío no eran más que problemillas en comparación con lo que tenían ellos encima.
Había tomado un par de determinaciones.
Helena Selenic se quedó perpleja al ver lo rápido que me había recuperado en cuestión de horas.
En primer lugar: nada de puesta en libertad. La solicitud era rechazada por el propio solicitante; quería quedarme en el lugar al que pertenecía. Ella movió la cabeza indicando desaprobación. Castigado sin hoyuelos.
En segundo lugar: nada de abogados defensores franceses, nada de ganar el juicio a mis espaldas y a mi costa para satisfacción del amigo del caraculo.
En tercer lugar: tampoco quería a ninguno de los muchos abogados famosos que habían estado revoloteando por mi celda durante esas semanas, ni pensaba hacer uso de ninguno de los trucos secretos que les iban a proporcionar el ascenso a primera división con el que soñaban. Insistí en tener un representante neutral, relajado, objetivo y discreto; le pedí a la jueza que me proporcionaran un abogado de oficio. Era mi derecho legal, estaba financiado por el Estado y probablemente su motivación sería acorde a las circunstancias. Me pareció hermoso ver la sorpresa brillando en los ojos de Helena. Ella interpretó la petición como una muestra de la confianza que tenía en mí mismo y en la situación. Se alegró. Aunque no sabía bien por qué y eso la intranquilizó.
Empezamos con el interrogatorio.