ONCE

De los días siguientes no recuerdo nada. Los vomité de mi memoria como se vomita la comida cruda sin digerir. Mi vigilante de noche era el único que sabía qué había pasado. Al principio creyó que me había fugado del centro sin más; pero después me encontró delante del edificio de las calderas, acurrucado como un feto, tieso como un cadáver abandonado en mitad de la niebla de noviembre. Debí de desplazarme a rastras varios metros desde el lugar del suceso antes de quedarme allí tirado como un pordiosero.

—¿Quién ha sido? —se supone que me preguntó.

—Unos buenos chicos —habría mascullado yo.

Me arrastró a escondidas hasta mi celda, me trajo una pomada y me dio unas pastillas que me harían dormir a pesar de los dolores. Tenía un miedo atroz a que lo echaran del trabajo; los que tienen los trabajos más miserables suelen ser los que más miedo tienen a perderlos. Le prometí que el asunto quedaría entre nosotros y que no iba a contarle nada a nadie. Él me prometió no volver a concederme permiso para salir a correr directo a la tumba en plena oscuridad. Se supone que oyó mis gritos durante la noche y parece ser que esputé flemas y sangre. En algún momento, me arrancaron de mis pesadillas y me pusieron sobre una camilla, como aquella vez cuando, haciendo un cursillo de esquí con la escuela, me lesioné la rodilla y me desgarré los tendones y los ligamentos. Entonces había pensado que con eso había agotado mi cupo de sufrimiento.

A la mañana siguiente, cuando, sorprendentemente, amaneció, me descubrí en un lugar extraño: estaba ingresado. Olía a operación en el intestino ciego y una mujer me sujetaba la mano. Me recordó a mi madre, que había sido modista y nunca había llevado una bata de color blanco para trabajar; siempre las usaba en azul claro. Mi madre estaba muerta. Un trágico accidente de coche. Vi el rostro de Delia mientras ella miraba el mío mientras yo se lo decía. La enfermera que estaba junto a mi cama no tenía nada que ver con mi madre. Revisaba el gotero en el brazo de un asesino atacado por sorpresa por otros presidiarios. Por suerte, yo no era una persona depresiva.

—Intoxicación grave —le diagnostiqué al médico; y él a mí y los dos a todo el que tuviera interés en escucharlo. Gracias a Dios, a nadie se le ocurrió auscultarme el culo. Oficialmente, las excoriaciones y los moratones me los había hecho contra el muro de Berlín; probablemente había ido corriendo hacia él; ya había sucedido más veces con internos inestables que se encontraban en prisión preventiva. Ahora mi estado era estable, según me aseguró la enfermera. Ella sabía algo de medicina.

Mi vida no volvió a encarrilarse hasta que no estuve de nuevo en prisión. Helena Selenic me hizo llegar por medio de mi mayordomo sus «mejores deseos para una pronta recuperación».

—¿Ha dicho «mis mejores deseos»? —pregunté yo.

—«Mis mejores» o «todos mis deseos» o no sé, da lo mismo, que desea que tenga una pronta recuperación —replicó él.

Yo asentí; pero no daba lo mismo.

La lista de los que querían visitarme urgentemente o pretendían sacarme de allí con la máxima celeridad era desbordante. Con el paso del tiempo, los nombres de mis amigos y conocidos de antes ya me resultaban extraños. No podía dejar que se me acercase nadie; no se me ocurría de qué podría hablar yo con ellos, que solo conocían el homicidio y la violación por las películas o, en el mejor de los casos, por alguna investigación; pero que, desde luego, no los llevaban dentro, mientras yo no tenía nada más que eso: asesinato y violación. Una vez ejecutor, víctima para siempre.

Dos citas me dieron la sensación de que todavía no había llegado al final de mi trayectoria vital. Para la primera aún tenía que esperar unos cuantos días: «Causa penal por el caso “Rolf Lentz”. Comparecencia del imputado Jan Haigerer ante el juez de instrucción», ponía en la citación.

—¿El juez? —le pregunté al vigilante. Se me paró el corazón.

—Sí, aquí se les dice juez aunque sean mujeres —respondió él.

Sonrió. Yo me sentí aliviado. A Selenic no podía renunciar. Sin ella no podía superar ningún obstáculo.

La cita menos importante parecía ser la más urgente. «El catedrático» tenía prisa por conocerme. Catedrático doctorado por dos universidades señor don Benedikt Reithofer. Director del Instituto para. Presidente de honor de la Fundación por. Jefe del tercer departamento de. Profesor invitado de la Universidad de. Fundador de la clínica privada para. Perito judicial en. ¿Había existido antes de él algo parecido a la psiquiatría forense, o era él su inventor?

Yo lo conocía fugazmente de antes, de cuando tenía que hacer como que era periodista. Había estrechado su sebosa mano en varias ruedas de prensa. Por aquella época, a él ya se le habían hundido los ojos, ya había perdido el contacto con el mundo exterior, al que ya no consideraba necesario. El mundo interior lo componía una enciclopedia en cinco volúmenes: su obra, el legado que no podía negarle a la humanidad. Con ella se podía aprender por qué el ser humano era así como era: porque el catedrático Reithofer así lo veía. Llegar a esa conclusión había acabado con todas sus fuerzas; el catedrático estaba agotado y se encontraba «ejerciendo activamente» su profesión, pero disfrutando de una merecida jubilación de todas sus funciones. En realidad, la única parte de él que trabajaba era su tarjeta de visita. Y las notas que expedía por sus honorarios le sonaban a música celestial.

Pero yo debía tener cuidado porque él era uno de los mejores amigos de Guido Denk, el editor del Kulturwelt, mi jefe, mi ex jefe. Así es que iniciamos nuestro interrogatorio psiquiátrico charlando sobre Denk y su fascinación por la literatura, y el tema fue evolucionando hasta convertirse en Reithofer y su propia fascinación. Es decir: él hablaba y yo le daba la razón. Thomas Mann parecía haber sido el mejor de todos los tiempos. Seguramente; de lo contrario, yo no habría sobrevivido a esa hora.

—Muy bien, chico —dijo después. Y suspiró melancólico, porque en ese momento recordó que estaba conmigo por trabajo y que tenía que actuar de acuerdo a sus honorarios—. ¿En qué embrollo nos hemos metido?

La pregunta pretendía desentrañar mi personalidad y los nudos ocasionales en los que, malintencionadamente, me había enredado el destino. Yo fui amable, educado y servicial en todas mis anotaciones al respecto. Abrí ante él todo un abanico de intrascendencias referidas a mi vida y él, en el duermevela incansable de un anciano iluminado, las escudriñó en busca de marcadores de esquizofrenia y detonantes de psicosis; evidentemente, no obtuvo resultados.

La verdad es que quizás me lo puso demasiado fácil. Me preguntó si alguna vez me había sentido mentalmente enfermo y yo lo lamenté, pero: no, nunca. Me preguntó si en el último tiempo había oído voces que me daban órdenes y a mí se me ocurrieron un par de chistes malos, pero preferí permanecer serio y dije: «Voces sí, pero solo en sueños, y normalmente son de personas conocidas. Y no me dan ninguna orden. O al menos yo de eso no me acuerdo». Él asintió aliviado. Me preguntó si alguna vez había deseado morirme y yo fui sincero y contesté: «Sí, alguna vez, en varias ocasiones». Él me consoló diciendo que no debía tomarme esos deseos al pie de la letra, que era algo que le pasaba a todo el mundo, y al primero de todos a él mismo. Para hacerlo, utilizó palabras inteligentes que conocía por sus libros.

Yo le caía bien, confiaba en mí, le gustaba charlar conmigo. Noté que apostaba por mi inocencia. Y mi mayor fortaleza, y mi mayor debilidad, era que sabía satisfacer expectativas. Hablamos sobre mujeres. Es decir: él habló sobre mujeres mientras yo le sonreía. Tenía una a la que amar eternamente y varias para las muchas pausas que había hecho entre medias. Y la codicia por recuperar esos viejos tiempos, cuando todavía anhelaba la fama, hizo que los ojos volvieran a sus órbitas y yo, de repente, descubriera que tenía sentado ante mí a un señor mayor con la mirada llena de nostalgia y el sentimiento que se obtiene en la edad madura al saber que hay cosas irrecuperables.

—Jovencito, nos estamos desviando del tema —se le ocurrió decir en algún momento. Y se miró el reloj para ayudarse a salir del sueño—. Muy bien, chico —continuó. Carraspeó, y se alisó el escaso pelo blanco que le quedaba—, ahora cuénteme qué se le vino encima, de repente, aquella terrible noche. Y los ojos se le volvieron a hundir.

Media hora después ya habíamos terminado.

El vigilante me había ido reduciendo la dosis de somníferos. Ahora ya por las noches apenas lograba escapar de mi vivencia en el taller de carpintería. Las garras del violador me iban haciendo perforaciones entre los muslos sin descanso, abriéndome una y otra vez las mismas heridas; aquel pedrusco en estado de descomposición se me seguía resbalando de un lado a otro en la boca; yo escupía, vomitaba, pero el sabor se me había asentado en el paladar y en la garganta. Cualquier ruido, por mínimo que fuera, que se produjera fuera de mi celda, me hacía presentir otro ataque; estaba condenado a quedarme acostado, al acecho, con el pulso acelerado. Hasta que no amanecía, era incapaz de conciliar el sueño.

Los que me traían la comida no cesaban de fustigarme con noticias procedentes del exterior y pasarme titulares por delante de las narices. Los periódicos seguían llenos de artículos que hablaban de mi historia. «Asesinato gay en el Coolclub: famoso periodista será pronto puesto en libertad», decían. O lo contrario: «Asesinato en el club: nuevos indicios contra Jan Haigerer». Y subtítulos como: «Testigos aseguran haber visto al periodista del Kulturwelt con la víctima en locales de ambiente». El Abendpost publicó junto al titular «Impresionante caída de Jan Haigerer» una serie de fotos que me había tomado Mona Midlansky en prisión. Sin embargo, el texto no mencionaba mi confesión y mentía a los lectores descaradamente: «Los expertos consideran que es posible que se tratara de un accidente. Y, según el estado actual de las investigaciones, tampoco puede descartarse que se trate de un intento de suicidio con fatales consecuencias». Pensé en Alex e intenté llorar. Sin resultado.

Continuaban diciendo que el informe del caso se encontraba en manos de la jueza instructora y que en los próximos días se decidiría si procedía la acusación por asesinato. Lo más posible era que se presentaran cargos por homicidio imprudente. El fiscal encargado del caso, Siegfried Rehle, conocido por todos por su costumbre de «esquivar a la prensa», de momento no se había mostrado dispuesto a «hacer declaraciones». Después de leer el nombre de Rehle, pude dormir bien un par de horas.

Una carta sin remitente se convirtió en mi centro de atención durante el tiempo que faltaba para que llegara el momento de la cita con Helena. Me pasé una noche entera leyéndola, unas cien veces por hora. Luego la repetí en mi pensamiento cien veces más. Cien veces dejé que su mensaje resbalara por mis labios resecos, lo acuné en mi lengua rasposa, lo soplé al ambiente sofocante de mi habitáculo de preso.

El papel que lo contenía era de una servilleta ajada. El texto estaba escrito con rotulador rojo. El mensaje que invadía aquel papel, así como hasta el último rincón de mi campo de movimiento, consistía en una sola palabra compuesta por dos sílabas. Cada una de ellas constaba de tres letras. Es decir, seis letras en total, cuidadosamente estampadas en letra de imprenta; se podría decir que dibujadas, en vez de escritas, realizadas posiblemente por una mano femenina.

Probablemente se trataba de una mujer. Seguro que era una mujer. Yo no sé si estaba sorprendido, alterado o contento, conmovido, herido o afectado. En cualquier caso, me sentía embriagado y sobrecogido. Y me regocijaba en esas emociones. Era lo contrario de una violación. Aquí no era ni ejecutor ni víctima. Y, por supuesto, enseguida supe a quién tenía que agradecérselo.

Ninguna de las letras estaba repetida, pero había una sobre la que recaía todo el peso: la I. Le daba a la palabra toda su profundidad, su fuerza, su acento, su color, su calor, a pesar de ser un símbolo frágil, pálido, delicado, como una flor de lis. Anticipaba un final redondo, satisfecho, cálido, un final que no era un punto final. Aquella palabra podía dividirse y volver a recomponerse en muchas otras. Contenía «sal» y «lis» y «risa» y «bar» y «lisa» y «brisa» y «raíl» y «libra» y «ras» y «abril» y «asir» y «silbar» y «salir». Y, desgraciadamente, también «liar».

A la mañana siguiente, el vigilante me encontró postrado, acurrucado en el sillón; me agarró por los hombros, me dio unas sacudidas y me obligó a regresar de mi viaje. Yo arqueé la frente; la servilleta, húmeda, se me había quedado pegada a la piel; la retiré y la coloqué encima de la mesa. Tenía que prepararme para el interrogatorio. Me mojé el cuello con agua fría para despejarme.

—¿Qué pinta tengo? —estuve a punto de preguntarle. Pero estaba ocupado, de pie, junto a la mesa, leyendo: «Brasil».