Mi saltadora de trampolín no dio señales de vida durante una semana. Que decidiera ignorar mi escrito y no venir a tomar café conmigo en mi celda de lujo, lo podía entender (porque probablemente quería seguir ejerciendo su labor judicial dentro de la prisión). Lo que me resultaba imperdonable eran las largas pausas que tenían lugar entre un encuentro y otro, para las cuales no me ofrecía ninguna explicación.
Por la mirada de mi mayordomo, yo ya sabía que otra vez no iba a transmitirme ningún mensaje suyo. Al principio preguntaba por ella varias veces al día, pero después dejé de hacerlo, porque ni yo mismo me creía cuando fingía haberme acordado de ella de repente, por casualidad; pero tampoco quería resultar diáfano y evidente poniéndome al descubierto en los escasos momentos en los que se despertaban las pocas esperanzas que me quedaban. Sentía un pánico mortal ante el hecho de que Selenic pudiera haber abandonado el caso. No me había dado oportunidad de luchar por ella. Sin embargo, pensaba, ella debía de ser consciente de que, en mi situación, no había nada más atormentador que esperar sin saber qué y me consolaba diciéndome que, precisamente, esa debía de ser su táctica, y que el hecho de que estuviera haciendo uso de esa estrategia significaba que no la había perdido.
Alex respondió a mi nota con una carta que me rompió el corazón en pedacitos aún más pequeños.
Sé que eres una buena persona, Jan. En treinta años no he conocido a nadie mejor que tú. Y ya solo por eso no puedo perdonarte lo que me has hecho. Solo podemos perdonar lo que comprendemos, y espero que al menos tú puedas hacerlo: entenderte y perdonarte. Los periódicos hablan todos los días de ti y están llenos de historias raras. Yo no me atrevo ni a encender la televisión porque me da miedo volver a ver tu cara. Todos hacemos conjeturas sobre lo que ha pasado realmente. Tienes un montón de amigos, Jan, y cada dos minutos me llama alguno, desconcertado, algunos llorando; y yo lloro con ellos. Michaela, Gerald, Benjamin, Doris. ¿Te has olvidado de todos? A veces ya no aguanto más y descuelgo el teléfono. Ya no tenemos otro tema de conversación. Nadie cree que hayas sido capaz de hacer nada malo; pero nos volvemos medio locos pensando cómo puedes estar todavía en prisión. Jan, quiero verte, pero todavía no puedo. Tu amiga, Alex.
Por cierto: Gregor se ha mudado a mi casa. Me he rendido. Me faltaba fuerza para mantenerme en pie yo sola. Me faltabas tú. ¡Tú, idiota! Sin ti no podía.
Fui incapaz de llorar. El dolor me escocía en los ojos. Ya había oscurecido, pero no me importaba; tenía que salir de mi habitación y respirar aire fresco. El empleado que me había traído la cena solicitó permiso para dejarme salir otra vez al aire libre. A cambio, yo habría de escuchar sus lamentos durante una hora entera; pero en otro momento. Me dieron permiso para dar diez vueltas de las grandes, pasando por delante de la sala de máquinas, bajando hasta las calderas de la calefacción, siguiendo en paralelo a lo que llamaban «el muro de Berlín», hasta el vivero, por detrás del taller de carpintería, y vuelta. Mi vigilante iba a esperarme en los vestuarios mientras se fumaba un par de pitillos. Confiaba en mí. En mí, allí, confiaban todos.
Realicé varios recorridos al mismo tiempo. Me desvié en la sala de máquinas y fui corriendo hasta casa de Alex, que seguía apoyada en el umbral de la puerta. Caí en sus brazos, le alisé con los dedos el pelo rubio alborotado, y decidimos no olvidarnos nunca, ni por un segundo, el uno del otro.
Al pasar por el vivero, que parecía un cementerio, el viento me azotó la cara y me golpeó con bolitas de hielo. Delia vino a por mí, atravesé mi primer invierno a su lado, nos recogimos en casa, en la cama, y transformamos cada copo de nieve que se deslizaba ante nuestra ventana en un beso. Con todos ellos nos hicimos una manta en la que nos enrollamos para protegernos del frío. Estábamos hechos el uno para el otro, nuestro amor era inmune a cualquier ataque invernal. No debería haber dejado de nevar nunca.
Abajo, en las calderas, todavía había luz. Me imaginé que allí estaba Helena Selenic esperándome. «Ha llegado el momento de nuestro café», susurraba; me tomaba las manos y se las llevaba a las caderas. La fantasía no acabó en absoluto cuando dejé atrás el edificio; al fin y al cabo, ambos estábamos solos en aquella sala y hacía mucho tiempo que yo no tenía sexo. Pude sentir su cuerpo semidesnudo y a ella no le pareció mal que no pudiera controlar mi erección. Mi aventura acabó de manera abrupta, mientras corría…
La octava vez que pasé por delante del edificio, ya no había luz. Creí oír voces. Quizás fueran mis jadeos, conversando sobre el mal tiempo con el aire puro de noviembre. Aceleré mi tempo y entonces las voces aumentaron de volumen. Venían directas hacia mí. Dada mi cobardía, fui demasiado lento mentalmente como para poder huir y me faltó la capacidad de reacción suficiente para dar media vuelta; era demasiado tarde cuando me di cuenta de que me encaminaba directo hacia mi final.
El vivero estaba en una zona escarpada y la oscuridad se tragaba el suelo que se deslizaba bajo mis pies; de repente, un obstáculo me desvió de mi trayectoria: tropecé, perdí el equilibrio y me di un fuerte golpe con el hombro contra el asfalto, probablemente contra el muro de Berlín. Entonces supe qué era lo que acababa de pasar, pero me negaba a verlo. No sabía si eran dos o tres. Uno me cogió un brazo y me lo llevó por la muñeca hasta la espalda. Uno me agarró por el cuello y me dio unas sacudidas. Uno me tomó por el pantalón del chándal, me levantó y me colocó sobre sus hombros. Me arrastraron durante unos cuantos metros como si fuera un saco de harina, oí el chirrido de una puerta: nos encontrábamos en una habitación oscura y caliente; probablemente en la carpintería. Uno de ellos me desplomó contra el suelo y me colocó allí en una postura en la que yo quedaba medio sentado mientras él me agarraba por detrás como si estuviéramos en un trineo, oprimiéndome la tripa con uno de sus anchos brazos. Por delante, me agujereó la mejilla con un dedo hasta que logró abrirme la boca. Entonces, me metieron un líquido dentro. Yo pensé en gasolina, en fuego, y en que no hay vida después de la muerte. Era aguardiente, con una gradación que debía de andar alrededor del 100% de alcohol. Me supo a anestesia para lo que vendría después. Yo no tenía miedo. Ya era demasiado tarde para tenerlo.
Uno produjo los primeros sonidos: un graznido bronco desde el que se precipitaron algunas palabras. Confirmó lo que yo me estaba negando a temer.
—¿A quién tenemos aquí? Mira quién ha venido corriendo hasta nosotros. ¿No es el que ha matado a un maricón? ¿No sabe él qué es lo que hacemos aquí dentro con los asesinos de maricones?
Lo supe. Lo supe incluso antes de sentirlo. El brazo que me agarraba por detrás se ciñó más a mi cintura, una mano se precipitó como un ave de rapiña sobre mi bajo vientre y empezó a hurgar, a cogerme, a azuzarme. Me alivió sentir dolor inmediatamente; eso no daba opción a la vergüenza ni al asco. La mano iba escarbando por debajo del pantalón y me estaba succionando; un dedo enorme se abrió paso y me agujereó el ano. El ave de presa me jadeaba al oído. Su excitación me causaba escalofríos.
—¿Otro trago?
Había hablado el segundo. Me puso las manos en las rodillas y me abrió las piernas. Yo sentí cómo el aguardiente corría por mi rostro. Saqué la lengua para hacerme con él. Pensé en Delia. Deseé que pudiera verme en ese estado. No que viera mi cuerpo y las manos que lo profanaban y abusaban de él, que viera solo mi cara, mi expresión, mi vergüenza, mi dolor, mi desmayo, mi castigo, mi expiación, mi penitencia. La determinación para sufrirlo todo y aguantar. Un consuelo inquebrantable en la mirada. No me podía suceder nada malo. ¿Qué podría ser más insoportable que no sentir nada? ¿Había algo peor que la mirada despectiva de Delia, reflejo de mi vacío interior?, ¿algo peor que su decepción al hojear un libro sin contenido? Ahora podía mirarme, ver cómo sentía, descubrir que estaba vivo y me movía. Y entonces sus ojos brillarían como lo hicieron después de nuestra primera aventura amorosa. Entonces me querría. Entonces desearía hacerse vieja a mi lado…
Entre Delia y yo se interpuso un torso de hombre que le quitó a ella la vista y a mí el sentido. Yo intentaba contener la respiración para no sumergirme en la peste a sudor y alcohol que exhalaban mis torturadores.
—Ahora enséñanos todo lo que sabes —dijo en tono codicioso el que tenía delante.
Decidí convertir el vello de su pecho en grava, en piedras granito: mi rostro descendía raspando contra una pared escarpada. Me estaban vejando y yo era incapaz de oponer resistencia. Mi boca eligió abrirse y dejar que en ella entrara un saliente de la roca, una zona resbaladiza, viscosa, escurridiza, pastosa en la punta, que chocó contra mi paladar, me taponó la garganta y me estrangulaba desde dentro. Aquel hombre se erguía sobre mí, de rodillas, asiéndome por el pelo como si fuera un jinete, y de tanto en tanto me atizaba unas bofetadas, unos golpes blandos, suaves, que, precisamente por eso, dolían más: la sutilidad de la humillación. Pero una vez más conseguí desterrar de mis pensamientos aquellos gemidos de bestia, el olor a harina de pescado, los dedos febriles que me hurgaban, cada vez más adentro, entre las piernas, y el abominable pivote de piedra que iba aumentando la fuerza de sus sacudidas dentro de mi boca. Por primera vez consentí, voluntariamente, que el de la chaqueta roja se instalara en mis pensamientos. ¿Había sido esa su muerte natural? ¿Cuánto tiempo habría durado de no ser así? ¿Cuándo habría muerto si yo no hubiera intervenido? ¿Aquella misma noche? ¿Al día siguiente? ¿Diez, veinte, treinta años más tarde? ¿Habría llegado a viejo y habría muerto enfermo? ¿Más o menos feliz que con mi ayuda? ¿Con un corazón más bienaventurado o más pobre? ¿Tras una existencia con o sin sentido? ¿Con el alma más dolorida o más aliviada?… Noté que algo se contraía y se crispaba dentro de mi boca, los jadeos se transformaron en gritos, las garras tiraron con fuerza de mi cabellera, el animal salvaje seguía raspando y perforándome ahí abajo. Apreté los ojos y dejé salir unas lágrimas de aguardiente; solo tenía que aguantar unos segundos; después, ya sabía que no iba a quedar mucho de mí.
El saliente de roca que tenía en la boca me dio unos golpes contra la lengua y me llenó la cavidad bucal con un líquido ardiente que parecía lava. El asco empezó a ascenderme en espiral desde el estómago, quise retirar la cara hacia un lado para librarme del veneno, pero el torturador se ayudó ahora de las manos para taparme la boca y cerrar hasta el último orificio. El fragmento de roca se fue ablandando, como un pez en estado de descomposición, se retiró, desenfundó, golpeó contra mis labios y allí dejó los últimos restos de sus oleosos jugos.
—Agua, por favor —me oí decir entre jadeos.
Se compadecieron de mí y me vaciaron media botella de aguardiente en el gaznate.
—Nos vemos, asesino de maricones —retumbó una voz. Fue como una tormenta que empezara a amainar. Ellos se marcharon. Yo me quedé allí tirado y abrí los ojos para demostrarme que era invulnerable. Y fue en ese momento cuando la oscuridad se cernió sobre mí y Delia retiró el libro hacia un lado y bostezó.