En esa ocasión no me hizo preguntas acerca del porqué. Pensaba descubrirlo por sí misma. Yo fui correcto: en ningún momento le di la sensación de que podría conseguirlo. A pesar de todo, ella me permitió quedarme allí casi dos horas. Y no escribimos nada para el informe.
Al principio me molestó tener que hablar sobre mí mismo. Mi vida entera me parecía absolutamente insignificante. No valía la pena gastar saliva. A lo largo de los años había ido reuniendo las experiencias que me habían sido impuestas o las que el azar me había puesto a los pies. Yo, ni siquiera me había molestado en agacharme a recogerlas. De alguna manera, los acontecimientos se habían ido precipitando sobre mí y así habían ido cayendo en mis manos. A veces era yo quien tropezaba con ellos y los atrapaba. Y así, paso a paso, se iba forjando mi camino, que se extendía llano, monótono, a través de un paisaje que se repetía, sin curvas, sin elevaciones, sin interrupción y sin descanso. Yo ignoraba las escasas grandes encrucijadas que lo salpicaban y no me arriesgaba por atajos. A derecha e izquierda, la pendiente siempre se me antojaba demasiado escarpada. Así es que continuaba y continuaba, avanzando siempre en línea recta hacia delante. Y en ese camino había ido envejeciendo. ¿Qué comentarios podía hacerle sobre eso? ¿Tenía que aburrir a aquella mujer hermosa e inteligente, que podía conseguir a los hombres más interesantes del mundo, con detalles sobre mi monótona trayectoria vital?
Cuando se dio cuenta de que no pasaba de la «infancia feliz por naturaleza» y de que la sonrisa se me había quedado pegada a los labios, de repente, empezó a hablar sobre sí misma. Supuse que esa era su táctica en los interrogatorios; lo hizo de una manera muy profesional. Comenzó en el lugar en el que se había quedado clavada mi mirada: hablando de esos rizos pelirrojos con los que había venido a este mundo.
—Qué mona —dije yo. Aunque mi pensamiento iba en una línea mucho más fuerte.
Después supe que tenía dos hermanas pequeñas gemelas y que ella, por celos, había encerrado en el frigorífico a sus hamsters Billy y Lilly, y que, desde entonces, solo abría el frigorífico cuando tenía un ataque agudo de hambre y primero solo una rendija, para comprobar que los espíritus atormentados de Billy y Lilly no acudían a vengarse, a pesar de que hacía tiempo que el delito había prescrito. Me preguntó si yo tenía hermanos. No, yo no tenía hermanos, era hijo único. Una pena, realmente, dijo ella. Yo no me defendí; asentí.
—Pero por eso puedo abrir los frigoríficos sin problemas —se me ocurrió decir. Ambos sonreímos sin verle la gracia al comentario.
Continuó hablando de la escuela de arte dramático y de cómo acabó su ilusión por conquistar los escenarios; de su primer, sus dos, sus tres grandes amores y de cómo se convirtieron en pequeños dramáticamente de la noche a la mañana; de su carrera y otras victorias de la razón sobre la pasión; por ejemplo, de cómo se había comprometido con el hombre que después se convirtió en su marido; y de lo contrario, de su profesor de tango, el golpe más aniquilador y más amargo que le había asestado la pasión a la razón; de su separación, de la casita unifamiliar que había dejado en el campo, de su nuevo piso con terraza en la ciudad. Debió de percatarse de por dónde iban mis pensamientos y me habló de sus relaciones esporádicas, me dijo que bien podría prescindir de todas ellas, pero que, por desgracia, de eso siempre se daba cuenta cuando ya habían pasado. Y me contó que necesitaba tres noches por semana para ella sola y que no estaba dispuesta a compartirlas nunca más con nadie. En una hora escasa pasó revista a treinta y seis años de vida y, mientras lo hacía, en las mejillas se le dibujaron cientos de hoyuelos que luego volvieron a desaparecer.
Después yo le hablé un poco más de mí y de Delia, buscando paralelismos con lo que ella me había contado. Me esforcé porque todo resultara irrelevante, lo cual no fue difícil. Las pocas cosas que podían tener cierta importancia me las callé; por ejemplo, el hecho de que Delia solo estaba buscando una aventura cuando se topó conmigo. Yo me había enamorado al instante; ella no tuvo que hacer nada. Todo lo que nos había unido a ambos estaba en los libros: yo los revisaba y ella los vendía, juntos los leíamos y hablábamos sobre ellos. Pero ella, en realidad, buscaba a alguien que viviera y escribiera esos libros, un auténtico héroe. Bueno, al final lo había encontrado. Y tenía mi bendición. No, no tenía mi bendición, pero eso no podía desvelárselo a Helena Selenic; simplemente porque apreciaba demasiado su sonrisa y no tenía ninguna intención de espantarle los hoyuelos.
—¿Qué va a hacer hoy? —me preguntó demasiado pronto, adelantando el final de aquel llamado interrogatorio nuestro. La pregunta era grotesca.
—Hoy me voy a quedar tranquilito y a gusto en casa —le respondí.
Me premió con un par de hoyuelos.
—¿No quiere que lo pongan en libertad?
—No —dije yo—, para qué. Solo se retrasaría el proceso.
Ella no me escuchó. Dijo que en mi caso no existía riesgo ni de que huyera ni de que reincidiera, y que ella estaba dispuesta a firmar inmediatamente la puesta en libertad bajo la correspondiente fianza. Seguramente pensaba que el homicidio había sido un accidente. Lo único que tenía que hacer yo era buscarme un buen abogado. Asentí. Pero no necesitaba ningún abogado. Solo necesitaba a alguien que me creyera y que no hiciera preguntas.
—¿Me va a permitir volver aquí? —le pregunté. El «permitir» lo utilicé conscientemente y lo acentué con intensidad. Me costó mucho esfuerzo. Ahora nos estábamos mirando a los ojos. Le mantuve la mirada. Habría podido quedarme allí para siempre.
—La próxima vez tendremos que trabajar —me dijo. Y se permitió deslizar un halo de debilidad en la voz. En una película de amor mala habría dicho: «No quiero que me vea así». Me habría gustado estar en ese momento en una película de amor mala—. Llámeme Helena —añadió. Pronunció su nombre en un susurro y me tendió la mano. Agarró la mía con toda la fuerza que pudo para no dar una impresión equivocada. Sin embargo, la impresión se produjo.
—Jan —respondí yo. Y probablemente tenía la cara completamente colorada.
—Pero, por favor, solo aquí dentro —dijo ella. Y levantó su delicado dedo índice.
—Solo aquí dentro —le prometí—. Solo aquí dentro —murmuré todavía mientras me recogía mi mayordomo. Solo allí dentro estaba cautivo.
Ahora las noches se me pasaban algo más rápido y mejor. Gracias a Helena, a la imagen del de la chaqueta roja se le desdibujaban en ocasiones los contornos. Sin embargo, cada dos horas yo volvía a cometer un asesinato, me despertaba empapado en sudor, y hacía todo lo que podía para no volver a dormirme. Por ejemplo, le escribí una carta bastante utópica y más bien privada a la jueza instructora de mi caso.
Querida Sra. Dra. Helena Selenic:
Para mí sería un gran honor y me causaría un placer de las mismas dimensiones como mínimo invitarla a usted en un día de su elección (pero, por favor, que sea uno de los próximos tres días y si es hoy mejor que mañana) a tomar una tacita de café en mi humilde morada. En mi frigorífico (perfectamente asegurado contra hámsters), un pedazo de tarta de chocolate, que me ha regalado el atento personal que se encuentra a mi servicio, espera con ansiedad que llegue el momento en el que poder sentir el roce de sus labios.
Lo de «espera con ansiedad que llegue el momento en el que poder sentir el roce de sus labios» lo había escrito solo para mí. Lo borré enseguida. Corregí: «un pedazo de tarta de chocolate… espera ser degustado por usted». En una tercera versión sustituí el «degustado» por «espera que usted se lo coma». A la mañana siguiente, le entregué el escrito a mi mayordomo con las palabras: «Una nota que añadir al informe. Para la jueza de instrucción Sra. Dra. Selenic». Él no era fácil de engañar; me respondió con un guiño.
Ahora me permitían correr un rato por la mañana y otro por la tarde, bajo vigilancia, por el patio interior ajardinado de la penitenciaría. Nunca había sido un gran corredor. Nunca había creído que hubiera motivo para sentir el cuerpo más de lo comúnmente normal. Por supuesto, un cierto afán de superación no le sentaba mal ni al cuerpo ni a la mente; pero, en cualquier caso, creía que era importante tener al menos una mínima idea de qué era eso que se quería superar, y lo cierto es que yo no la tenía.
Empecé a hacerlo por otras cuestiones. Corría para cansarme, para agotarme, para destrozarme, para consumir toda la energía que, de otra manera, utilizaría forzosamente para pensar en el de la chaqueta roja. Corría para ablandar en mi cabeza la imagen de la víctima, para agitarla, para marearla hasta que se descompusiera. Pero no había manera; a pesar de que el velo, con el que todo lo cubría la niebla de noviembre desde afuera, suponía una ayuda excelente. Tenía que aumentar el tiempo y correr cada vez más rápido si quería librarme de mi víctima. Así es que enseguida empecé a chocar con los límites locales. No me dejaban correr más de una hora por la mañana y otra por la tarde, y él siempre me estaba esperando en la sala en la que tenía que presentarme después, quejándose con su rostro provocador e inexpresivo de foto de carné. La prisión, desde luego, no era el mejor lugar para que uno huyera de su destino.
Durante el día, entre salida y salida, me ocupaba básicamente de defenderme de las visitas. A veces me flaqueaban las fuerzas y acababa dejando entrar en la sala de visitas precisamente a aquellas personas a las que menos quería ver, que eran las que más tenazmente insistían en hablar conmigo: Mona Midlansky del Abendpost.
—No me hables del muerto —le grité cuando aún estaba lejos, mostrándole las palmas de las manos con todos los dedos extendidos.
Como respuesta recibí tres destellos de flash, dolorosas instantáneas disparadas al centro de mi rostro. Los dos vigilantes ya iban a lanzarse sobre Mona para arrancarle la cámara fotográfica de las manos, pero yo me puse en medio para protegerla.
—Está bien, no pasa nada —les dije—, es parte de su trabajo, es lo que distingue su trabajo.
Mona me miró con ojos radiantes, su rostro desprendía alta tensión. Para frenar su nerviosismo mascaba chicle como lo haría un caballo. Cuando apretaba la mandíbula se le disparaban las venas en las sienes. Se sentó y se inclinó sobre la mesa orientando su imagen hacia mí: entre el segundo y el tercer botón de una blusa demasiado estrecha que envolvía solo provisionalmente su exuberante busto, yo podía (tenía que) ver el sostén de malla gris que al ajustarle los senos le marcaba pequeños rombos en la piel. No me habría extrañado que, solo por regalarle aquellas fotos, me hubiera ofrecido acceso a sus pechos con dibujos cuadriculados de por vida. Porque las fotos probablemente doblarían su valor como periodista en el mercado; lo cual era un buen indicador para descubrir qué valores cotizaban al alza en el mercado periodístico.
Pero Mona Midlansky todavía no tenía todo lo que quería de mí.
—Jan —me susurró en tono conspirativo. Y se acercó a mí descaradamente. Yo podía oler su sudor incisivo. Sus ojos se centraron en mis labios codiciando respuestas. «Sospecha de asesinato» para ella era sinónimo de «puro sexo»—. Jan, esto es un montaje, ¿no?
Yo negué con la cabeza.
—Te has infiltrado en la prisión para escribir algo gordo. Es eso, ¿verdad?
—No, no es eso —repliqué.
—Entonces, ¿qué es? Vamos, por favor, dímelo —me suplicó.
Me daba pena. Estaba absolutamente sometida… pero no a una persona, sino a una cosa: a su trabajo.
—¿Eres gay? Tú no eres gay. No, tú no eres gay —dijo.
Se inclinó más hacia adelante. Ahora le quedaban los pechos en toda su extensión encima de la mesa. Su lenguaje corporal, delante de los funcionarios, me resultaba desagradable. Qué pensarían de mí, qué círculos se imaginarían que frecuentaba yo.
—Puedes escribir que he confesado el asesinato. Eso debería escribirlo alguien de una vez por todas —le susurré cerca del oído.
Los vigilantes no oyeron nada. Acababan de mirarse mutuamente, viendo el reloj o la garganta del otro mientras bostezaba. La boca de Mona se quedó congelada en plena mordida, abierta y torcida hacia un lado.
—Eso es una locura, Jan —dijo—, tú estás loco. Yo no puedo escribir eso. Nunca, nunca, nunca. Nadie me creería. Nadie me lo va a confirmar. Me despiden.
Forcé una sonrisa. Eso era lo trágico de la historia. El problema no era que yo hubiera cometido homicidio, sino que Mona Midlansky corría peligro de ser despedida en vez de escalar en su carrera. Alcé los hombros y los dejé caer de nuevo.
Mona bajó la cabeza y oprimió sus pechos contra la mesa de tal manera que empezaron a asomar por la parte de arriba de la blusa. Yo era incapaz de apartar la mirada. Del asco al deseo solo había un pequeño paso. Tan pequeño como el que separaba el acto de amar del de matar. Las cosas que se encontraban más distantes en el círculo vital retrocedían tanto al encontrarse una frente a otra, que llegaba un momento en el que, de repente, chocaban de espaldas. Entonces solo hacía falta que se giraran; y se convertían en una sola.
—¿Tú, un asesino? Me parece que estás un poquito mal de lo tuyo —dijo Mona en tono casi cariñoso. Y se irguió. A partir de ese momento la conversación adquirió de nuevo carácter oficial. Los funcionarios se despertaron y se percataron de nuestra presencia. Ambos se miraron el reloj (esta vez cada uno el suyo) y le dieron un golpecito con un dedo de la otra mano. Yo también consideraba que ya habíamos tenido suficiente.
—No hay quien te entienda —concluyó Mona. Y con los labios les agradeció a mis mejillas el detalle de las fotos. No era necesario.