OCHO

El lunes en el que, de no haberme encontrado impedido, tendría que haberme reincorporado al trabajo después de las vacaciones para volver a prestar mis servicios en el Kulturwelt, me convocó por vez primera la jueza instructora del caso. Inesperadamente, la noche anterior yo había dormido. El de la chaqueta roja, en un gesto compasivo sin precedentes, había consentido que me durmiera. Pero era una trampa porque luego hizo que durmiera mal: me hizo dormir con Delia, me dejó dar vida a un par de fantasías sexuales y cuando, después, estando ya sobre ella, abrí los ojos, descubrí de repente que se trataba de otra. Aquella mujer me había engañado: tenía la piel áspera, su cuerpo no olía a ella y su rostro me era ajeno. Demasiado tarde. Ya no podía hacer retroceder el clímax. Cuando me desperté me sentía cansado y engañado.

Mi mayordomo me recogió con las esposas después de retirar el desayuno que yo, como era habitual, no había probado.

—Ahora le voy a llevar ante la mujer más bella del lugar —dijo. No se rendía; solo pensaba en hacerme la estancia lo más agradable posible. La jueza de instrucción se llamaba Helena Selenic. Eso me lo contó él por el camino a través de la zona de acceso restringido, donde nos cruzamos con varios internos con un aspecto que evidenciaba, más que el mío, la criminalidad. Me miraron de soslayo, como si yo hubiera cometido traición contra su causa.

Helena Selenic…, el nombre me gustaba. ¿Por qué una persona con ese nombre tan bonito tenía que hacerse jueza de instrucción? ¿Por qué no se dedicaba al salto de trampolín? «Helena» habría sido un nombre muy bonito para mi hija que no existía. «Helena» siempre había estado entre mis opciones. A Delia también le gustaba ese nombre; pero seguro que no lo relacionaba con la posibilidad de ponérselo a su hija o, al menos, no a una hija engendrada conmigo. «Helena Haigerer» habría sonado muy bien; tal vez incluso un poco demasiado bien. «Helena Selenic» era mejor, no tenía esas terminaciones tan perfectas pero era un nombre con clase y despedía cierto erotismo, tenía acentos suaves y duros, era frágil y compacto a un mismo tiempo…, como sacado de una buena novela.

Cuando todavía era lector en Erfos había pasado horas con los autores discutiendo sobre los nombres de sus héroes, preguntándoles de rodillas si no estarían dispuestos a intentar que quizás se les ocurrieran nombres mejores. La mayoría permanecía en sus trece; cuando se trataba de un bautismo, nadie se dejaba convencer con facilidad y todos se creían competentes en la materia.

En realidad bastaba con mirar la selección de nombres de los personajes para hacerse una idea del tipo de manuscrito y, muy a menudo, de la calidad de la obra. Las novelas con Anastasias, Sebastianes, Eugenios y Eleonoras ascendían artificialmente hacia el mundo de la literatura más elevada y no volvían a poner los pies en la tierra, donde tenían lugar las buenas novelas. Los literatos que usaban nombres como Tom, Jim, Rob, Kate, Phil y Ann desvelaban desde el principio que no tenían ningún interés en escribir algo nuevo. Los menos imaginativos de los autores que acudían a Erfos usaban los nombres de sus familiares, de sus amigos o, en el peor de los casos, de sus amantes secretos, en quienes pensaban mientras escribían. En vez de pensar en el texto; cosa que a este, desde luego, le habría venido muy bien. Si se me hubiera acercado un autor con una tal Helena Selenic, habría sido digno de todo mi respeto. Aunque después el personaje habría tenido que ofrecerme todo lo que su nombre prometía.

Helena Selenic no iba a quedarse mucho tiempo trabajando en el juzgado. Probablemente era una de las pocas personas que podían decir que era totalmente imparcial con respecto a mi caso; una de las pocas personas que no me conocía de nada. Yo ya tenía ganas de tenerla frente a frente. Tantas como tiene de que acabe la etapa un ciclista al que le ha dado un calambre en un ascenso escarpado. Después solo quedaría el juicio con jurado, lo más duro, el premio de la montaña, y asunto concluido. Mi mayordomo me quitó los cacharros de metal antes de entrar; así me quedarían libres las muñecas «para poder besarle la mano a la señorita del juzgado». No fue precisamente una muestra de mi mejor humor; pero, al menos algo estaba saliendo de mí. Y al funcionario que me acompañaba le gustó; en aquel sitio no debía de disfrutar de muchas exquisiteces por lo que a golpes de humor y estados de ánimo se refería. Ella debió de oír cómo se reía y me saludó con una sonrisa satisfecha, como si yo fuera un animador en vez de un asesino. Cuando la vi, pensé que me había equivocado de puerta; incluso de edificio. Ella se percató de mi desorientación y tuve la impresión de que le gustó. Probablemente estaba preparada para esa reacción. Me hizo ver que ya sabía que yo me sorprendería y yo me sentí inferior al instante. Tal y como ella lo había planeado.

—¿Podemos empezar ya? —preguntó.

Por cierto, sí se dedicaba al salto de trampolín; ahora estaba en lo alto, sobre la tabla, con los ojos medio cerrados, concentrándose en la próxima figura que ejecutaría. Despedía esa tristeza que emanaba de los competidores inmediatamente antes de que se resolviera el conflicto entre victoria y derrota, de esos deportistas que, habiendo superado ya el nerviosismo, se sumergían en sí mismos porque, ahora, se lo jugaban todo.

No me miraba. Y yo no tenía derecho a exigírselo. Me contó que había leído tres veces el acta de declaración. La sujetaba entre sus manos; demasiado delicadas para aquel tremendo archivador. Alrededor de su fino dedo meñique se curvaba el anillo negro más reducido del planeta.

«¿Y qué opina usted?», me habría gustado preguntarle. En mi nerviosismo, parecía un joven autor que hubiera presentado su primera novela a un admirado editor y estuviera a punto de escuchar el primer juicio de valor. Pero sabía (y eso me diferenciaba del joven autor) que ese juicio iba a resultar aniquilador.

—¿Lo hizo usted? —preguntó ella sin más preámbulos.

—Sí —respondí yo al instante.

—¿Por qué? —continuó ella sin terciar pausa.

Y yo repliqué:

—No, por favor, no.

Sentí que en ese momento me estaba mirando y fui lo suficientemente rápido como para apartar los ojos; fui un cobarde.

—De acuerdo. Gracias. Con esto ya me basta —dijo amablemente humilladora. Ese fue su salto; después, desapareció en el agua y no volvió a asomar a la superficie. Yo todavía me quedé un rato sentado en el bordillo. En algún momento, mi mayordomo me dio a entender que allí ya no pintábamos nada y que teníamos que regresar a nuestro apartamento. A mí no me apetecía. Cuando me echaban de un sitio, lo que quería era quedarme allí. Yo era un rebelde silencioso. Pero nadie lo sabía. Así es que me arrastré hasta mi celda y me tumbé en el suelo.

Helena Selenic me tuvo una semana en ascuas. Y yo era demasiado orgulloso como para preguntar por ella. Por suerte, sabía que le iba a dar todavía un buen montón de trabajo. Iba a tener que meterse de lleno en las actas policiales y tendría que volver a plantearme de nuevo las mismas preguntas. Y, precisamente por eso, todavía me desconcertaba más el hecho de que no diera señales de vida, de que ni siquiera me hubiera citado para un segundo interrogatorio.

Durante esos días conseguí evitar los contactos y mantenerme alejado del mundo exterior; cosa harto difícil, puesto que recibí más correo que en todo el año anterior junto. La mayoría de las cartas las tiraba sin abrir. Las remitían amigos dispersos por el mundo, conocidos y compañeros de profesión que probablemente no podían dar crédito a lo que de mí se decía y querían hacerme llegar unas líneas en señal de apoyo y solidaridad. ¿Con qué querrían solidarizarse?

También unos cuantos abogados defensores luchaban por escrito por mi representación, necesitaban hablar conmigo urgentemente, pretendían convencerme de la eficacia de sus estrategias. Todos ellos me aseguraban una liberación inmediata, o me prometían que saldría absuelto al final de un proceso impecable y que recibiría una jugosa indemnización con la que me haría rico y podría vivir hasta el final de mis días. Desde luego, era evidente que me había hecho famoso. Se me consideraba un mártir.

Los señores que formaban parte del personal del hotel no dejaban de servirme regularmente sus comidas y mantenerme al día con respecto al estado de su miseria laboral y vital. Completaban mi alimentación con información procedente del exterior, que me afectaba directamente y de la que yo no quería tener noticia alguna. Por ejemplo: el de la chaqueta roja tenía antecedentes porque en otro tiempo había sido adicto a las drogas. Incluso yo, antes del suceso, había tenido mis escarceos y había estado moviéndome por ese mundillo clandestinamente durante semanas. Mi madre había perdido la vida en un accidente de tráfico y yo no había sido capaz de superarlo: tenía serios problemas con el alcohol y estaba endeudado hasta las orejas.

Según información obtenida en el Bob’s Coolclub se sabía que el de la chaqueta roja había caído en las garras de la mafia rusa y que era víctima de extorsión. Yo mismo me había hecho cargo de la investigación; la policía me había utilizado como señuelo.

El portero de mi casa siempre había intuido que yo era gay, apostaba a que se trataba de un homicidio pasional causado por los celos y, cuando le preguntaban por mi apariencia, desconcertantemente inocente, y por mi vida, aparentemente ordenada, respondía: «¿Es que se puede ver lo que hay dentro de una persona?». Por fin alguien decía una frase inteligente; aunque no fuera nada nuevo.

Para concluir, una compañera de profesión, cuyo nombre yo no había oído nunca, afirmaba estar convencida de que yo era inocente, de que conocía al auténtico asesino y lo estaba encubriendo. Y así se iban sucediendo los días. Y las comidas. En cualquier caso, según me contaban, los periódicos dedicaban a diario páginas enteras a sacar a la luz historias de terror en exclusiva relacionadas conmigo y con el misterioso asesinato en el Coolclub. Y los del suministro de comida disfrutaban cumpliendo su función como portadores de noticias, a pesar de que yo les pidiera con insistencia varias veces al día que me libraran de ellas. Porque no servían precisamente para abrirme el apetito y yo ya debía de estar varios kilos por debajo del peso ideal.

En las breves fases en las que me encontraba bien porque tenía la sensación de que a todos los demás que estaban allí les iba peor, intentaba componer un texto para escribirle una carta a Alex. Después de una semana tuve la sensación de que ya lo tenía y lo releí. Le pedía que me perdonara lo imperdonable: haberle hecho «eso» y además haberla nombrado después como cómplice en la fuga y haberme servido de ella para paliar mi estado de excepción emocional. Me disculpaba de antemano por la citación que recibiría en algún momento para declarar como testigo y por todo lo desagradable que podría desprenderse de su participación en un juicio. Si bien era bastante probable que, al tratarse de mi mejor amiga, no se vería obligada a declarar.

Le aseguré que yo me encontraba bien y que estaba dispuesto a asumir las consecuencias del delito que había cometido. No tenía por qué preocuparse. Yo no estaba enfermo, ni era adicto, ni depresivo, ni nada que ella no supiera. No tenía secretos, «aparte de los que no me revelaba ni a mí mismo», le escribí. Le hablé de mi celda de lujo, de la amabilidad del personal de vigilancia, de la excelente calidad de la comida, del trato más que digno que recibía. Solo me faltaba «un tranquilo emplazamiento» y «unas hermosas vistas» para disfrutar de una deliciosa estancia en un balneario.

Sabía a ciencia cierta que mi crimen le resultaría absolutamente incomprensible y que así iba a ser siempre. «Pero, Alex», le escribí, «intenta, por favor, no indagar en lo sucedido. De esa manera no podrás acercarte más a la verdad porque, sencillamente, no hay nada que entender; en este caso se trata de aceptar las cosas como son». Una de las peores repercusiones que tendría este asunto era que yo ya no podría estar con ella como antes, le decía. Y de esta manera quedaba patente que libraba de toda responsabilidad a mi mejor amiga. «Pero si, a pesar de todo lo que ha pasado, tú sigues estando de mi lado, quizás consigamos una nueva forma…». No pude seguir leyéndome. Rompí la carta y escribí otra más corta: «Alex, por favor, perdóname. Jan». Después, por fin, fui capaz de llorar. Me sentó bien. Las lágrimas pasaron por agua la imagen del de la chaqueta roja.

El primer lunes de noviembre volvió a convocarme Helena Selenic. Antes de ir a verla me permitieron darme un afeitado rápido y cambiarme de ropa. Me puse Impulsive, de Armani. No tenía ni idea de quién me podía haber metido en el bolso aquel frasquito de perfume. Me enfadé por haberme dejado en casa los pantalones bonitos y disimulé los vaqueros viejos escondiéndolos por debajo de una chaqueta de punto larga de color azul oscuro. Cuando entré en el despacho de la jueza instructora, el rojo me invadió las mejillas.

—Siéntese, por favor. ¿Cómo se encuentra? —me preguntó como si fuera un médico de familia vestido de paisano. Aquel jersey negro ajustado le sentaba demasiado bien para mi situación.

—Bien, gracias, no me puedo quejar —respondí lo más suelto que pude.

Ella sonrió satisfecha; probablemente para recompensar mi esfuerzo. Al hacerlo, redondeó la boca y por debajo de las mejillas se le dibujaron unos pequeños, tímidos hoyitos que desaparecieron en el mismo momento en el que descubrieron que yo los había visto.

—¿No le gustaría hablarme sobre usted? —preguntó.

La falta de objetividad era algo nuevo; sumada a su voz clara y directa, me generó cierto nerviosismo.

—Sí, claro —mentí—, pero no sé qué puede interesarle.

—Me interesa usted —dijo ella.

Hacía tiempo que no escuchaba esa frase. ¿Me la habían dicho alguna vez?