SIETE

El asunto progresaba. Me sentía como un turista que, después de buscar, desesperadamente, en un país extranjero, rodeado de gente extranjera, que hablaba una lengua extranjera y se comportaba de una manera extraña, por fin hubiera encontrado un alojamiento seguro. El funcionario que me condujo hasta mi celda parecía el botones de un hotel venido a menos al que solo le quedaba un monstruoso manojo de llaves recuerdo de tiempos mejores. Ahora ni siquiera les llegaba para contratar a un mozo que se hiciera cargo de los equipajes. Pero él no llevaba maletas y no esperaba que nadie le diera propina.

Yo le di la mano cuando vino a buscarme; en realidad le di las dos manos, porque ambas iban enganchadas. Él me miró, me quitó las esposas y creyó saber que yo era inocente; sin importarle qué supuesto delito se me imputaba. Poco a poco fui acostumbrándome a esas miradas.

Se sintió obligado a ofrecerme consuelo constante mientras recorríamos los pasillos del centro penitenciario; hablaba básicamente del mal tiempo, de lo negros que eran los pronósticos, de que el fin de semana haría frío, de la estación de mierda que se nos venía encima. De esta manera pretendía decirme que, dadas las circunstancias, desde un punto de vista meteorológico aquel era el mejor momento para que lo encerraran a uno. Yo le di la razón y mostré mi alegría. Él se puso triste; pensó que yo solo intentaba ser amable. Probablemente le habría gustado intercambiarse conmigo para limpiar su conciencia. Odiaba su trabajo. La mayoría de la gente odia su trabajo.

La celda era un cuarto pequeño, modesto, básico, que nunca había tenido nada que ver con la palabra libertad. Yo, inmediatamente, me sentí bien. A primera vista ya me quedó claro qué iba a poder hacer allí: nada. Podría respirar, dormir, estar despierto y pensar en Delia. Eso me bastaba. Me imaginé que ella me encontraba aquí por sorpresa: estaba acompañando a ese caraculo de escritor francés sobrevalorado, llamado Jean Legat, en una serie de visitas a centros penitenciarios realizadas con el beneplácito del poder estatal. Él necesitaba recopilar todavía un par de impresiones para plasmarlas en su nueva novela, esperada con gran interés por los lectores. (Las novelas esperadas con gran interés nunca eran buenas —dicho sea de paso—. Una novela, o se esperaba con gran interés, o era interesante. Porque el interés en la lectura se va despertando con la sorpresa, no con la espera). En cualquier caso, Delia iba haciendo manitas con él por los pasillos y entonces se abría la puerta de mi celda. Ella dirigía la mirada hacia el interior de aquel espacio frugal y… me veía. Yo estaba sentado encima de la cama pensando en ese momento justamente en ella. Mis ojos le lanzaban un anzuelo sin cebo y ella decía: «¿Jan?… ¿Jan?… Jan… ¡No!» (o lo que se diga en una situación así) al mismo tiempo que soltaba al caraculo como si él hubiera sido el culpable de todo (un hermoso detalle dentro de mis pensamientos). Yo respondía: «Delia, no pasa nada, estoy bien».

La lectura de párrafos de ese estilo me producía náuseas pero, en el campo de los pensamientos, cuando quería, podía llegar a ser bien cursi, sentimental y patético. Y ahora quería. Me regocijé en la escena y dejé que dos o tres lágrimas saladas se deslizaran por mi rostro y se me deshicieran en la boca.

Los inconvenientes se presentaron por la tarde. Me los pusieron sin mediar palabra encima de aquella mesita plegable tan fea: periódicos. Por suerte, yo no era una persona depresiva. Dejé que reposaran allí durante horas pero, por la noche, ya no soportaba más su vista y los escondí debajo de la taquilla. Cuando llegó la noche cerrada y yo empecé a estar cada vez más despierto, los saqué, de uno en uno, e hice lo que habría hecho cualquiera que pretendiera hacerse una idea general de las últimas noticias: miré de pasada la política, le eché una ojeada a la economía y me quedé enganchado en la cartelera. Resultaba perverso. Y me gustaba. Durante años había tenido que ir al cine porque todo el mundo iba al cine. Había que ir al cine, el tiempo libre nos lo exigía, las películas eran un calco de la vida y calcar la vida siempre ha sido más sencillo y más placentero que dibujarla uno mismo. Había mirado la cartelera mil veces buscando una película que no existía, el film original. Y ahora, por fin, tenía prohibido ir al cine. Justamente ahora que habría estado dispuesto a ver cada una de esas películas y a reírme de ellas porque la auténtica, la original, era mía y ya no podía arrebatármela nadie.

Por desgracia seguí pasando hojas. Me llevó a ello mi instinto de autodestrucción. Cuando me dolía una muela, ejercía presión con la punta de la lengua sobre ella —no podía evitarlo, era como si alguien me mandara hacerlo— o me la movía con el dedo para aumentar el dolor. Así me iba. La misma tendencia me llevó en aquel momento a mirar sin falta las crónicas de sucesos. Por supuesto, aparecía en todos los periódicos: el crimen. Los periodistas, aunque solo había pasado una semana, ya lo habían convertido en un asesinato de culto. «Homicidio en el Coolclub» sonaba tremendo; no importaba qué hubiera detrás.

El Tag aktuell lo titulaba: «Aparece por fin una pista en el asesinato del Coolclub». El inspector jefe Tomek confirmaba que habían encontrado el arma homicida. Del estudio de las huellas dactilares todavía no podía desprenderse nada pero, en cualquier caso, habían entrado en una «fase delicada de la investigación». Estos no sabían nada.

El Anzeiger escribía: «Asesinato gay en el Coolclub: sospechoso en prisión, la policía guarda silencio». Ni una palabra sobre mí.

El Kulturwelt, con quienes había estado trabajando y sufriendo hasta hacía unos días, solo publicaba una nota. Me daba miedo leerla. Pero, como casi siempre, Chris Reisenauer no dejaba nada claro. Chris era un buen tipo y un periodista honrado, yo me había encontrado a gusto compartiendo despacho con él. Sabía, como yo, que nuestro trabajo allí no valía nada; pero lo hacía mejor que la mayoría de los otros. Nunca escribía más de lo que sabía. En parte por decencia, en parte por vagancia, siempre le daba algo de ventaja a la verdad: dejaba que fuera saliendo a la luz por sí sola y él la seguía discretamente en la distancia. A veces la verdad se libraba de él y ponía pies en polvorosa. Esos eran sus días malos. Pero a él no le importaba; Chris no era un tipo que pretendiera hacer carrera. Lo que realmente importaba era que él sabía dónde vendían los mejores bombones de praliné de la ciudad. Y cuando yo me iba de vacaciones, me cuidaba la sparmannia.

Para terminar, hojeé el Abendpost. En la página nueve me llamó la atención una foto de tamaño desmesurado que se me clavó inmediatamente en el cerebro. Era un primer plano de Rolf Lentz: el de la chaqueta roja. Su rostro. Como si me estuviera mirando. Como si me sonriera. Como si se estuviera riendo de mí. Como si me suplicara. Como si todavía estuviera vivo. En un acto reflejo, lo tapé con la palma de la mano. La foto se ilustraba con un escueto texto colocado al lado. Pero de eso, desgraciadamente, me percaté demasiado tarde. Cuando quise deshacerme de él, ya había leído el título: «“Si eres gay mueres tres veces diarias” — El activista asesinado, Rolf Lentz, se codeaba también con famosos. Un reportaje de Mona Midlansky». ¿A quién le habría pagado una cerveza? ¿A quién le habría prometido que le iba a dejar tocarle las tetas? ¿A quién le estaba tomando el pelo esta vez?

Las primeras noches que pasé allí transcurrieron en una única dimensión en la que veía pasar diapositivas con una sola imagen: la del de la chaqueta roja. Me juré no llamarlo nunca por su nombre. Me juré no volver a leer nunca más una línea sobre él. Y me comprometí a cerrar los oídos si alguien lo mencionaba. Sabía hacerlo, lo había aprendido de pequeño en la escuela. «Ahora vamos a abrir bien los oídos y a cerrar la boca», nos decían. Y yo cerraba las dos cosas, era un rebelde silencioso. Nunca se enteró nadie.

Los días me gustaban más. Solía quedarme dormido por el agotamiento después de la proyección de diapositivas nocturna. El inconveniente de mi pequeño establecimiento era que allí se podía presentar cualquiera cuando le diera la gana. Al principio era solo el personal del hotel, que me traía la comida que nadie había pedido; pero ellos tenían que cumplir con los horarios y eran amables. Les habría encantado quedarse charlando allí conmigo durante horas. Yo despedía un aura de persona comprensiva que nada tenía que ver con la realidad y ellos empezaron a quejarse ante mí de las condiciones en las que trabajaban. Había sido demasiado condescendiente desde un primer momento y ahora, además de comer cuando no tenía ganas, tenía que escuchar todos sus sermones.

La fase de tranquilidad terminó con Leitner.

—Jan, te voy a sacar de aquí inmediatamente —me amenazó ya desde lejos, antes de haber pisado siquiera el suelo de la celda. Jadeaba, debía de haber venido corriendo para ganar un par de minutos más y sacarme de allí cuanto antes.

—Las cosas están bien así —repliqué yo.

Y lo que quería decir con eso, aunque lo hiciera de esa manera demasiado cortés que me caracterizaba, era que se esfumara. No necesitaba que el abogado defensor más famoso, más caro y con la mejor crema bronceadora de la ciudad estuviera a mi lado. En realidad no necesitaba ningún abogado a mi lado, no tenía nada que defender. Pero, evidentemente, tendría que haberme imaginado que los abogados se iban a lanzar sobre mí como moscas porque mi caso olía a grandes titulares.

Leitner fue el primero, el más rápido, el más codicioso. Desgraciadamente ya nos conocíamos; de los grandes procesos con jurado en los que él había sabido, como nadie, hacerse el simpático con la prensa para salir en los periódicos. En una de las robustas garras con las que acostumbraba a manosear, sacudir o estrangular la justicia según exigiera su profesión, sujetaba esta vez un ejemplar enrollado del Abendpost, motivo de su visita homicida.

—¿Tú un asesino? Estos están locos —gritó—. Vamos a llevar este caso a Estrasburgo. Y mañana sales de aquí, eso te lo prometo yo. A estos se les ha ido la cabeza. Pero ¿en qué país vivimos? ¿Qué somos? ¿Salvajes? Ahora resulta que se puede agarrar a un periodista de éxito en la calle y meterlo en la cárcel.

Lo de «periodista de éxito» se lo decía él a todos los periodistas, pero pobre del periodista que denominara «abogado de éxito» a alguien que no fuera él. Como si a mí me interesara saber de dónde procedía toda aquella rabia, añadió:

—Aquí está todo. Esto es un escándalo y tendrán que pagarlo con la misma moneda.

Golpeó varias veces con el periódico sobre la mesa para entremezclar las letras, pero ellas siguieron en su sitio; lo que aparecía en un periódico era definitivo.

Mi arresto había «caído como una bomba». Me enteré de que el inspector Tomek había abandonado el caso ante la presión de los medios. Ese día estaba prevista una rueda de prensa para presentar al nuevo funcionario responsable de la investigación. El asesinato en el Coolclub era portada de todos los periódicos y en casi todas aparecía mi foto. Los únicos que habían prescindido de ella eran los compañeros del Kulturwelt, quienes, además, habían escrito solo las iniciales de mi nombre. Pobre Chris Reisenauer, me habría gustado ahorrarle toda esta historia.

En el Morgenjournal habían retransmitido un programa especial. El sindicato de periodistas exigía mi liberación inmediata. Ellos me conocían… (o creían conocerme).

—Ahí afuera se ha desatado un infierno, ya te lo puedes imaginar —dijo Leitner a gritos. Yo, por suerte, estaba dentro y no me lo quería imaginar—. Es un caso claro de difamación, único en la historia de la justicia. Los vamos a empapelar con demandas a esos cerdos; eso te lo prometo yo —siguió gritando—. Vamos a ir al Tribunal Constitucional y al Parlamento Europeo, y nos presentaremos…

—Fui yo —le interrumpí.

Por fin unos segundos de calma.

—¿Tú estás de broma? —me preguntó en voz baja y se palpó el corazón con la mano que tenía libre. Con la otra seguía agarrando el periódico—. No vuelvas a decir eso nunca más. ¿Me oyes? ¡Nunca más! ¡Nunca más! No quiero volver a escucharlo. Nunca. ¿Me has entendido?

Yo no dije nada más.

—Me hago cargo de tu defensa gratis, amigo, que lo sepas —dijo precipitadamente, abrió su maletín plateado, tanteó buscando algún documento, sacó un papel y me lo puso en la mano—. Por una guarrada como la que te han hecho no te voy a cobrar. Lo necesito; necesito que lo paguen esos tipejos.

Yo puse el contrato a un lado y fingí un ataque de migraña que lo obligó a dar por finalizada la visita. «Es mejor confesar un asesinato que dejar que te defienda Leitner», pensé.

—Chico, aguanta un poco, que te voy a sacar de aquí —me gritó todavía cuando se marchaba.

Al día siguiente recibí la visita del director del hotel en persona. El presidente de la Audiencia Provincial nos concedía a ambos el honor de presentarse en mi humilde morada. Era un hombre culto, normalmente hablábamos sobre Shakespeare. Acepté. Sin embargo, esta vez tuvimos un problema de comunicación porque a él la situación le resultaba tremendamente vergonzosa. Y a mí su visita. Así es que el encuentro no duró mucho.

—Señor, eh, Haigerer, hoy mismo lo van a trasladar a otra…, a otro…, sí, a otro cuarto —tartamudeó.

—No es necesario, señor presidente —dije yo.

Él creyó que yo me refería a que en realidad lo que debía hacer era dejarme libre.

—Lamentamos enormemente esta situación. Pero, como usted ya debe de saber, nosotros, de alguna manera, de momento tenemos las manos atadas por los dictados de la justicia —dijo. Y se frotaba los pulgares, uno contra otro.

—Yo, también, de alguna manera —respondí. Y sonreí. El chiste me pareció más gracioso a mí que a él.

—Señor, eh, Haigerer, usted es una persona muy popular. Ya tenemos una lista considerable de personas que solicitan visitarlo —dijo. Y puso el papel sobre la mesita plegable—. Por supuesto, puede recibir visita siempre que lo desee —continuó. Y que los funcionarios que estuvieran presentes en esos momentos no iban a molestarme—. De todas maneras, esperamos que este terrible malentendido, eh, sí, malentendido, se solucione con la mayor brevedad posible —concluyó.

—Dejémonos sorprender —repliqué yo. Y sonó a amenaza.

El presidente torció el gesto. Temía por el nombre de su casa, que ya, de todas maneras, no tenía buena fama. Poco después, efectivamente, tuve que mudarme. Me instalaron en la suite presidencial. Allí había una cama grande, un armario ropero, un televisor, un despertador, un pequeño espacio para cocinar, una cafetera, un escritorio y un rincón donde sentarse, con libros y periódicos. Todo aquello me dio vergüenza y me juré no tocar el inventario. Debía de haber intervenido alguien con poder y yo no podía defenderme. Me tumbé en el suelo, cerré los ojos e hice que desapareciera todo lo que me rodeaba.

El inspector Lohmann, el de los tomatitos cherry, uno de los tres inolvidables con los que había pasado las últimas noches libres de mi vida, fue el primero en sacarme de mi maldito alojamiento con aires de nobleza. Aunque, por desgracia, solo para redactar los anexos que darían por concluida el acta de declaración. Al menos ese fue el pretexto para apelar a mi conciencia.

—Jan, por favor, no importa qué te pasara aquella noche en ese local. Ahora no lo empeores —me susurró—. Piensa en toda la gente que está fuera temblando por ti —dijo. Eso fue cruel. Enseguida me vino a la cabeza Alex. Pero yo todavía no era capaz de presentarme ante ella; me parecía mejor que siguiera temblando—. Solo tienes que responder, por favor, a dos preguntas —pidió el inspector. Su mano, tan pesada como su pena, descansaba sobre mi hombro—. ¿Hasta qué punto conocías a Lentz?

—No bien —respondí. Lo que quería decir era que aquella pregunta no estaba bien. Que yo no me encontraba bien. Que no me parecía bien que Lohmann no dejara que las cosas siguieran su curso.

—Jan, ¿eres gay?

Esa era la segunda pregunta. Yo dije:

—No.

Pero lo que pretendía decir era: «No, no quiero responder a esa pregunta porque no tiene nada que ver con este asunto».

Lohmann ocultó el rostro entre las manos y suspiró. Era un hombre delicado.