Tres días necesité; después llegó el momento: ingresé en prisión preventiva. Solo los tres días y las dos noches de insomnio, que pasé en la policía darían para escribir una novela. Cuando todavía era lector en Erfos, sentía dolor cada vez que me topaba con un fragmento en el que se describía un interrogatorio policial. La literatura estaba plagada de clichés sacados de películas policiacas de bajo presupuesto. Para los autores solo existían polis buenos y polis malos, héroes o cerdos, maestros de la psicología o débiles mentales que hacían uso de la fuerza bruta. La literatura de élite se consideraba demasiado refinada para recrear situaciones en comisarías infames y tener en cuenta la gama de grises. No se esperaban tonos intermedios por parte de la policía: todo eran gritos o silencio. ¿Qué autor sabía de qué hablaba cuando intentaba describir la tensión y el aburrimiento de los policías durante los interrogatorios? ¿Alguno había pasado treinta y seis horas sentado a una mesa con tres de ellos por ser sospechoso de asesinato?
En los manuscritos de los autores de Erfos los policías se servían constantemente de trucos, ponían trabas, arrancaban confesiones a palos, eran comparsas o sádicos o ejecutores. Cualquier método era bueno para llevar al borde de su propio abismo a la figura trágica de la novela, con la cual se identificaba el escritor, y dejarlo caer. El lector quedaba obligado a mantenerse siempre al lado del que caía, porque la acción avanzaba con él y con él aterrizaba suave o bruscamente al final. De aquello, los policías salían ilesos; ningún escritor los conocía, ninguno quería tener relación con ellos, ninguno quería saber nada de esos tipos.
Pero para mí fueron tres días y dos noches en los que probablemente avancé más que en los tres años anteriores con todas sus noches. Avancé hacia abajo, naturalmente. Hacia el suelo. Hacia mí mismo. Los cuatro nos convertimos trágicamente en algo parecido a un grupo de amigos: uno de nosotros había cometido un acto terrible, había matado a alguien y sus amigos…, todos llevaban uniforme…, ellos… no se lo podían creer. Y cuando no les quedaba más remedio que creérselo, no querían hacerlo.
Cientos de veces me preguntaron por qué. Al final casi sonaba a: «¿Por qué nos has hecho esto?». Ya se sentían como si estuvieran implicados. Yo no era capaz de mentirles, a los amigos no se les miente, así es que me mantenía en silencio y mi silencio acrecentaba en ellos la esperanza de que al final no fuera cierto. Por eso necesitamos tres días.
La mayoría del tiempo hablábamos sobre otras cosas, sobre nosotros. Lohmann, el funcionario que estaba al mando, era unos años mayor que yo, ya estaba algo cansado, sus objetivos se habían transformado en ilusiones de las que él mismo se reía irónicamente: navegar alrededor de las islas del archipiélago de Cabo Verde, o atravesar Australia en moto llevando detrás a una mujer que todavía no se había inventado, que lo agarraba poniéndole las manos en el vientre y se apretaba con fuerza contra su espalda, una mujer que, por supuesto, pesaba diez kilos menos y no estaba hinchada como la que tenía en casa. En cualquier caso, el primer y último matrimonio de Lohmann seguía intacto. Tenía esposa y dos niños. No: su mujer tenía dos niños. Él tenía un trabajo aburrido tras el cual se atrincheraba con su soledad. Pero el adosado los mantenía juntos, el crédito no permitía su disolución y, en su pequeño jardín, ese año habían cosechado sus primeros tomatitos cherry: cinco; el próximo año las mismas matas deberían dar tres veces más. Bueno, entonces, sí, Lohmann todavía tenía objetivos.
Los otros dos eran más jóvenes. Rebitz, el audaz, sufría porque el destino había cometido el error de convertir a Tom Cruise en Tom Cruise y a él en el inspector de grupo Ludwig Rebitz y no al revés. Rebitz sabía preparar treinta y ocho longdrinks diferentes y, cuando hablaba de eso, salía el sol en Miami Beach donde, seguramente, algún día, inauguraría un local junto a la playa.
La segunda noche hablamos sobre mujeres. Entonces nos enseñó fotos de su Nicole, que iba a una escuela para modelos. Nos permitió mirarlas pero no desordenarlas; porque cada foto iba en su sitio: Nicole iba avanzando y en cada imagen se la veía más cerca y se apreciaban más detalles de su hermoso cuerpo. La última instantánea la mostraba en grande, de cuerpo entero, y en biquini, lanzando una mirada lasciva que hacía pensar que quería sexo con el fotógrafo o que, como mínimo, le estaba haciendo el favor de darle esa impresión.
—Se la hice yo hace pocas semanas —dijo Rebitz.
Lohmann soltó un silbido por entre los dientes, yo contribuí con un banal y adecuado «caramba» y, para Rebitz, fue como si Florida amaneciera en ese momento con tres soles.
Brandtner era el más joven y el más tranquilo. Tocaba el bajo y escribía las canciones del grupo Ultimo, que, según parecía, era la mejor bluesband de policías de la ciudad. Yo nunca me habría imaginado que hubiera más de una. Brandtner tenía una relación con Suzi, una compañera de la comisaría 13 que era la solista de los Ultimo. Mejor dicho: él deseaba tener una relación, así es que la tenía; pero ella todavía no había establecido ninguna con él.
Cuando nos despedimos le regalé una letra para una canción de amor. Me la sabía de memoria y se la escribí en la parte de atrás de la hoja del formulario para la declaración; trataba de un hombre que amaba a una mujer más de lo que se amaba a sí mismo y que era lo suficientemente tonto como para decírselo a ella; aunque ella, por suerte, estaba lo suficientemente enamorada como para interpretar sus palabras como la más bella de todas las bellas declaraciones de amor. En resumen: la historia acababa bien. Había escrito la letra para Delia, pero no había llegado a ponerle música. Fue en aquella época cuando se interpuso entre nosotros Jean Legat, el escritor. Delia estaba deseando tener una relación con él; es decir: ya había tenido una, y a partir de ese momento yo ya podía ahorrarme todas las canciones de amor que hablaban de nosotros y acababan bien. A Brandtner le hizo ilusión el regalo, porque las letras le costaban mucho trabajo; su fuerte eran sobre todo las melodías.
Yo también tuve que hablarles de mí. Eso fue lo más difícil. Porque era algo profesional, por eso estábamos allí. Yo percibía la tensión de los tres: en cualquier frase irrelevante de mi irrelevante historia vital buscaban explicaciones para fundamentar mi afirmación de que había sido yo quien le había disparado al de la chaqueta roja. Yo intentaba hablar lo más posible sobre mujeres, no quería que pensaran que era gay. Y tal vez precisamente por eso lo pensaron.
En esos tres días debió de haber nuevos hallazgos en la investigación de homicidio. En cualquier caso, a mis tres amigos se los veía cada día más tristes. En algún momento Lohmann me confesó que los otros tres sospechosos habían quedado excluidos y que no había dudas de que el disparo se había efectuado exactamente desde el rincón donde yo estaba sentado, dentro del Bob’s Coolclub. Eso me tranquilizó. Mi tranquilidad, por desgracia, intranquilizaba a los otros; el que más pena me daba era el joven Brandtner. Todavía creía tan firmemente en la bondad del ser humano que era capaz de descubrirla a simple vista. Tuvo que luchar contra las lágrimas cuando se enteró. Me dio la impresión de que se tomaba como algo personal el hecho de que pareciera evidente que el asesino era yo. Yo le había regalado la letra de una canción y él, en agradecimiento, tenía que ponerme las esposas. Eso no me lo perdonó; y mucho menos a sí mismo.
El acta de declaración fruto de nuestras conversaciones constaba de cuarenta y cuatro páginas. Me tomé tres horas para revisarlo. Cada tres frases exigía que corrigieran algo; pero no sirvió de nada, no pude cambiar el tono de aquella interpretación errónea pero consecuente. Pusieron en mi boca cosas que yo no había dicho (a pesar de que allí podían leerse textualmente mis palabras) y el delito quedaba suavizado. Leyendo entre líneas se podía deducir que había sido fruto de la casualidad o mero accidente, que yo podría haberme encontrado en completo estado de embriaguez o no estar en mi pleno juicio; según aquel texto, podría haber sido intimidado o incluso extorsionado por el verdadero asesino. Yo resultaba inocente o esquizofrénico y una parte de mí, que yo no conocía y que en el fondo no me pertenecía, de la que no podían hacerme responsable, era la que había cometido el crimen.
Mi asesinato, en la versión de mis amigos uniformados, carecía de toda maldad, de intencionalidad y de lógica. Y yo no tenía nada que se pareciera, ni de lejos, a un móvil. Pero de eso no podía culpar a nadie: yo me había negado rotundamente a hablarles del de la chaqueta roja, me había prohibido hasta pensar en él.
Me resultaba demasiado trabajoso insistir en la necesidad de redactar de nuevo la declaración y, además, no quería seguir torturando a mis amigos; así es que dejé el texto como estaba y firmé cuarenta y tres páginas pero, cuando llegué a la última, solicité que se redactara un apéndice, una aclaración a modo de resumen, que yo mismo le dicté a Rebitz palabra por palabra: «Para terminar, yo, Jan Haigerer, declaro categóricamente que planeé el crimen hasta el último detalle con varios días de antelación, que cometí el asesinato premeditadamente, que no estaba borracho ni confuso ni atravesaba ningún estado que disminuyera mis facultades mentales; que sabía perfectamente lo que me hacía. Sobre la víctima no tengo nada que decir. Sobre el móvil para el asesinato hablaré más adelante. Declaro expresamente que no estoy arrepentido de mi acto». Esta última frase nos llevó a una discusión que se alargó durante una hora. Éramos tres contra uno, así es que al final cedí. La frase sobre mi no arrepentimiento fue eliminada de la declaración.