CINCO

A eso de la medianoche me desperté. «Bañado en sudor» habríamos podido leer en noventa de cada cien novelas policiacas. Había soñado con lo mismo que soñaba desde que podía soñar cosas malas: que había matado a alguien y había escondido el cadáver en el sótano. Así es que, después de despertarme, me encontraba imperceptiblemente peor. Estaba en la sala de consulta vacía del médico oficial de la policía, un lugar en el que se mezclaba el olor del aceite de las armas con el de los medicamentos. Aquí se atendía de urgencia a los criminales con los que los funcionarios se habían pasado de la raya; entre ellos solían encontrarse con frecuencia provocadores inofensivos que habían hecho una buena labor ayudando a los policías a liberar su agresividad contenida. Yo había escrito mucho sobre eso.

En ese momento mi pensamiento más claro se refería al hecho de que yo todavía no estaba en prisión; sí, me estaban aguantando bajo custodia, pero no me habían detenido. O sea, que aquí no se me había perdido nada, podía irme; y ya que podía hacerlo, de repente sentí la urgente necesidad de marcharme. En la zona de oficinas de la comisaría la luz estaba encendida, de una radio salía un sonido espantoso, una versión de una canción de Rod Stewart: aquello era como repetir un funeral a causa del éxito obtenido con el original. Dos funcionarios ociosos seguían con su guardia de noche.

—¿Ya está más descansado? —me interceptó uno.

—Sí, gracias —respondí yo. Tenía la costumbre de dar las gracias cuando me planteaban una pregunta tonta—. Que tengan buen servicio —les deseé. De todas maneras, ya daba igual.

El otro se miró el reloj y anotó algo. Cuando salí de la comisaría ya no me funcionaba ninguna de las neuronas que me quedaban en el cerebro.

Mi coche fugitivo me recogió y juntos avanzamos a lo largo de la calle esperando toparnos con alguna meta. Todavía debían de estar las llaves de mi piso debajo del asiento trasero. Yo alguna vez había tenido un piso y desde entonces no habían pasado ni cien horas.

«Dos seis cero ocho nueve ocho», repetí.

Podía ir a casa. Si Delia me hubiera estado esperando, en ese momento habría conducido hasta casa. No, es que ni siquiera habría salido. A ella no la habría hecho esperar (aunque, en realidad, ella tampoco habría esperado). Ella nunca había esperado. Así es que mi coche y yo giramos y nos pusimos a buscar gente con la que compartir nuestra segunda vida; necesitábamos apoyarnos, arrimarnos, aparcar, desahogarnos llorando.

Algo me llevó hasta el Bob’s Coolclub; mi coche se quedó fuera cubriéndome. El local echaba humo y olía como un cenicero con cigarrillos mal apagados. Bob se asustó cuando me vio; creyó que enseguida habría otro muerto en su local: esta vez iba a ser yo. Pero yo me abracé a la barra y pedí medio litro de Blauer Zweigelt.

—¿No hay pistas? —me preguntó Bob, como si fuera yo el responsable de la investigación.

—No hay pistas —contesté.

Eso lo tranquilizó; ahora creía saber por qué me encontraba tan mal.

—El muerto era un mariquita —dijo.

Yo no le hice caso.

—Eso ha sido una historia de celos, mira lo que te digo —continuó.

El vino me quemaba en la garganta.

—Los maricones no aguantan esas cosas.

—Estoy hecho polvo. Voy a sentarme en una mesa —le dije yo—. ¿Me puedes poner otro medio litro de Zweigelt, Bob?

La mesa del asesino, resguardada por la oscuridad, se encontraba libre. Yo ya llevaba en el cuerpo el porcentaje suficiente de alcohol en sangre como para poner rumbo hacia ella y dejarme caer en el rincón desde el que había disparado. Apoyé la cabeza en la pared, fijé mi vista en la salida, me imaginé al de la chaqueta roja y fui difuminando los contornos de su imagen poco a poco, bañándolos en alcohol. En algún momento, en mi campo de visión apareció la figura de Beatrice. A partir de entonces, mis ojos la acompañaron a ella, de mesa en mesa, recogiendo vasos, cambiando ceniceros, reponiendo velas.

Enseguida se sintió observada y se acercó a mí porque le dio la impresión de que yo quería pedir algo. Yo le pregunté si podía recostar mi mejilla sobre aquel vientre suyo adornado con un pequeño pendiente de plata; para poder sentirme durante unos segundos joven y sin cordón umbilical a su lado. No; le pregunté si podía traerme otra jarra de tinto, aunque ya sabía que era hora de cerrar. Me la trajo. Entonces le pregunté si quería tomarse un vaso conmigo. Quería. O, por lo menos, se lo tomó.

Estuvimos charlando un rato lo mejor que pudimos sin que yo tuviera que pronunciar palabra. Ella era estudiante. Su rostro estaba a solo unos milímetros del mío, yo estaba ya muy borracho. Empresariales, pero quería cambiar a Psicología, que era más interesante. Yo le toqué el brazo, ella lo consintió, lo interpretó como un gesto paternal.

—No debería beber más —me dijo mientras yo me servía otro vaso y lo vaciaba de un trago—. ¿El muerto era amigo suyo? —me preguntó.

—Por favor. No —me oí balbucir.

Entonces el alcohol realizó dos pausas: una para beber y la otra para desconectar el cerebro. Mi frente se desplomó sobre su clavícula, mi rostro rozaba su cuello, ¿el sollozo procedía de mí? El club empezó a dar vueltas y se sumió en la oscuridad. En algún momento, mucho más tarde, abrí los ojos. Alguien había apagado la música, allí ya no había nadie y habían colocado las sillas sobre las mesas.

Otro salto más en el tiempo. Entonces, una voz me despertó.

—¿A Brasil? —me preguntó Beatrice.

Olía más bien a Siberia. Estábamos fuera, ella me sujetaba. «¿A Brasil?» Se reía. Yo la abrazaba. La besé. ¿O ya estaba soñando?

Mis huesos estaban tirados encima de un sofá color ocre. Sobre una mesita de cristal había una jarra de agua. O era para unas flores o para mí. Para mí. Mi miseria ya estaba haciendo horas extra, estaba arrastrando a otras personas a mi torbellino; ahora le había tocado a una joven camarera.

—¿Resucitado de entre los muertos? —me preguntó desde la habitación contigua. Tenía la voz dulce. «Dulce» era una palabra que solo se podía pensar; nunca se decía porque siempre era malinterpretada por las personas dulces, como si fuera un indicio de que no los ibas a tomar en serio. Pero yo me tomaba más en serio a Beatrice, con su voz dulce, que a mí mismo.

Era evidente que me encontraba en su casa. Y eso no estaba planeado. No tenía ni idea de cómo había llegado hasta allí. Ni de en qué condiciones. Ni sabía qué había pasado antes. Ni después. Eso podía pasarle a cualquiera; a cualquiera menos a mí.

—Esto es tremendamente desagradable —dije con voz rasposa. Y entonces, los últimos restos de mi cerebro salieron proyectados desde la rigidez de mi cuerpo y me produjeron un dolor infernal.

—¿Siempre bebe tanto? —me preguntó ella. Estaba de pie en la sala, no sé cómo, por encima de mí.

—No pretendía ser un pesado —le juré.

—No fue pesado, estaba inconsciente —respondió ella.

Estaba sentada frente a mí con un pie metido por debajo del muslo y la rodilla asomando desafiante, dirigiéndome reproches. Yo junté los residuos de mi cuerpo y los recogí en cuclillas.

—No podía dejarlo tirado en la calle a las cuatro de la mañana —dijo.

Yo no sabía cómo disculparme por mi comportamiento en estado de embriaguez y eso es lo que le dije; tantas veces que ella ya no quería oírlo más.

—¿Se acuerda de lo que me contó? —me preguntó. Su voz ahora sonaba semidulce. Y me dirigió una mirada escrutadora y desconfiada que no cuadraba con su actitud despreocupada.

—No, no, ya ni sé —respondí yo a la defensiva. Y lo que pretendía dar a entender era: no, y no quiero saberlo.

—Tiene que ver con el asesinato —dijo ella semiseca. Sus ojos me enviaban un brillo incisivo, como si fueran a dispararme en cualquier momento para obtener una instantánea de mi persona.

—¿Con el asesinato? —pregunté.

Estábamos echando un pulso, a ver quién aguantaba más, y yo estaba a punto de perder.

—Con el de la chaqueta roja —añadió ella amarga.

Eso eran palabras mías y no se les había perdido nada en su boca. Me dio pánico solo pensarlo.

—¿Tiene alguna pastilla para el dolor de cabeza? —le pregunté. Con lo que quería decir: me rindo.

Ella era una buena y modesta vencedora y dijo:

—Claro, ya le traigo una.

Le pedí que fueran dos.

La gente se compadecía de mí. Después de todo lo que había sucedido, Beatrice consintió que me duchara en su casa y me dejó ropa interior limpia delante de la puerta del baño. No pregunté de quién era, pero ese alguien debía de tener probablemente veinte años menos que yo y… seguramente era muy bueno practicando surf, con el skate, haciendo snowboard y cosas de esas.

—¿Qué va a hacer ahora? —me preguntó como por casualidad. Había café. Me enjuagó los fragmentos del cerebro y me dio ánimo—. ¿Brasil?

Se rio, volvía a tener la voz dulce, muy dulce. A mí me habría gustado decirle: «Sí, Brasil. ¿Te vienes conmigo?». Las posibilidades de que me hubiera respondido «Sí, por qué no» estaban a dos contra noventa y ocho. En las novelas policiacas las mujeres jóvenes y despreocupadas como Beatrice muchas veces se marchan al extranjero con asesinos a los que prácticamente no conocen. Le dije:

—Me voy a ir a casa a acostarme.

—Buena idea —respondió ella agridulce.

Las posibilidades aumentaban: cincuenta a cincuenta a que por lo menos me ofrecía que me quedara unas horas más en su casa. ¡Oh, fallé! ¡Qué pena!

Le agradecí su intervención de rescate en plena noche y le di un par de besos en las mejillas que, vistos desde fuera, resultaron superficiales. Ella apretó los ojos y frunció la nariz, gesto con el que quería decir: mucha suerte. Entonces yo quise saber:

—¿Por qué no llamó usted a la policía?

—¿A la policía?

Aquella pregunta ya era en sí misma una respuesta.

Mi coche estaba a tres manzanas de su casa. Afuera, la niebla hacía que aquel lunes de octubre sin sentido se viera sumergido en el abismo por la acción del otoño. Los compañeros del Kulturwelt ya estarían sentados en el despacho, exprimiendo aquel día mohoso, haciéndolo picadillo hasta que solo quedaran de él unos cuantos titulares. Yo me había tomado la semana libre. Precisamente eso: libre. Me abochornó tanto atrevimiento por mi parte, pero ahora ya no lo podía cancelar. Conduje hasta casa.

La llave del piso volvió a abrirme la puerta hacia el pasado, hacia esos años de vida en barbecho subyugados por una existencia carente de sentido. En el suelo, papel para tirar a la basura, recién recibido, me ofrecía panceta a muy buen precio. Colgando del perchero vi bambolearse las mangas de mi ya raída americana negra, que pedían a gritos unos refuerzos en los hombros y unas buenas coderas. Junto a la ventana de la cocina se erguía mi valiente sparmannia africana, la única planta que había allí con vida. Había dejado que sus hojas se desvanecieran un poco para darme remordimientos de conciencia. Le di agua como para tres días; después iba a tener que cuidar de sí misma, los tiempos se habían puesto más duros. Avancé a hurtadillas, pasando por delante del reloj de pared parado, hasta el dormitorio; me tiré en la cama y escondí la cabeza entre las almohadas. A mi lado estaba el teléfono, alerta, en una especie de velatorio.

La llamada que estaba esperando llegó a última hora de la tarde.

—Soy el inspector Tomek —dijo con seriedad. Le temblaba la voz. Era lo que yo quería—. Jan, tienes que venir urgentemente a comisaría, queremos hacerte un par de preguntas importantes, tienes que darnos una explicación. Se trata de…

—Voy ahora mismo —le interrumpí.

No había más tiempo que perder ni que ganar. Le dirigí una última mirada a la sparmannia africana, machaqué la panceta con las suelas de mis zapatos, dejé la llave puesta y cerré la puerta sin más al salir.

Tomek apenas me saludó. Tenía la cara roja; y no, no era rabia, sino vergüenza. Y era contagiosa: yo también me avergoncé; sentí vergüenza propia y ajena. Dos policías a los que se les había confiado el caso, y a los que yo conocía de vista, tuvieron que ayudarle a encontrar las palabras adecuadas. Me informaron de que ya tenían resultados del análisis rutinario de la pistola.

—Y desgraciadamente de ellos se deduce…

Tomek se frotaba el bigote con las yemas de los dedos.

—Es el arma homicida —dijo el más alto.

—Existen muchas probabilidades de que así sea —apuntó Tomek. Y tartamudeó—. Por supuesto, vamos a examinarlo todo otra vez —dijo siseando, como si se hubiera quemado la lengua.

—También hemos comprobado las huellas digitales —añadió el gordo bajito.

Los tres intercambiaron miradas temerosas. Probablemente estarían jugándose a pito, pito, gorgorito quién me iba a transmitir la siguiente noticia. Le tocó al alto.

—Las únicas huellas que hemos encontrado son las suyas.

—Por supuesto, eso no demuestra nada, Jan —se apresuró a decir Tomek.

Yo saqué el hombro de su mano.

—¿Me podrían dar un vaso de agua? —pregunté.

Los tres se pusieron a ello, a cual más solícito. El más rápido fue el gordito.

—¿De dónde sacaste el arma, Jan? —me preguntó Tomek. Me pidió que esta vez dejara de lado «vuestro compromiso de secreto profesional»; tenía que hablar, contar todo lo que supiera. Se trataba de un asesinato y a quien ocultaba información se le consideraba cómplice—. Así es que… ¿dónde la encontraste, Jan?

Les dije que no me la había encontrado, que la llevaba encima todo el tiempo, metida dentro del guante, y que el guante lo llevaba en la chaqueta. Maldita sea, era mi chaqueta, mi guante, mi arma, era mi asesinato. Lo de «mi asesinato» no lo dije. No tenía que decirlo, estaba claro. Pensaba yo.

—Como queráis —dijo Tomek.

Se refería a nosotros los periodistas. Estaba rabioso, creía que se trataba de un juego conjunto, una puesta en escena de los medios, una trampa malintencionada para que cayera la policía. Seguramente ya se veía delante de su superior, este último dando golpecitos con los dedos en el periódico mientras le preguntaba: «Inspector Tomek, ¿qué significa esto que me he encontrado aquí?».

Ya en el calabozo, solo se escuchó una frase: «Lo siento, Jan pero, dadas las circunstancias, vamos a tener que retenerte aquí». La pronunció Tomek. Después se cerró la puerta. Los otros dos se quedaron pero no hicieron nada. No sabían qué hacer conmigo.