CUATRO

Yo no me imaginaba que era verdad que el culpable siempre vuelve al lugar de los hechos. Pero, de todas maneras, a mediodía aparqué mi coche a la fuga frente al Bob’s Coolclub, y allí me quedé, observando el local cerrado a través de la ventanilla. Se veía que en aquel lugar, efectivamente, habían matado a alguien unas horas antes; yo esperaba que sucediera algún acontecimiento que me librara de mi estado paralizante y consiguiera colocarme las esposas.

Aproximadamente media hora después se presentó tal acontecimiento; y lo hizo bruscamente y por la puerta del copiloto. Me entregué de inmediato; quizás un poco demasiado pronto. Mona Midlansky, del periódico Abendpost, era quien se había sentado a mi lado; como de costumbre, sin que nadie se lo hubiera pedido.

—¡Eh, Jan! No quería asustarte —mintió.

—Demasiado tarde —dije yo. Y me puse la mano sobre el corazón como un mal actor representando un infarto. Sin embargo, yo era un buen actor; porque realmente estaba teniendo un infarto pero solo hacía como si estuviera fingiéndolo.

—¿Qué haces aquí? —me apresuré a preguntarle para cortarle el camino al «¿Qué haces aquí?» de Midlansky.

—Estoy investigando el asesinato de un gay en el Coolclub —contestó ella sin tapujos: como tenía que ser las veinticuatro horas del día alguien que quisiera sobrevivir como reportera de sucesos en la prensa de bulevar—. Y contigo he dado en el clavo —añadió dándome un rudo golpe en el hombro—, porque sé que fuiste tú.

No, no, eso último no lo dijo, aunque me habría dado igual; en aquel momento me daba todo igual. Me quedé enganchado en la expresión «asesinato de un gay». El estómago me recordó el momento anterior a los tres panecillos en casa de Alex.

—¿El asesinato de un gay? —pregunté.

—El inspector Tomek opina que posiblemente se trate de un homicidio relacionado con el ambiente homosexual —respondió Midlansky—. ¿O es que tú sabes algo más concreto? Tú fuiste testigo. Tomek dice que estabas en el local. ¿Sabes quién fue? ¿Lo has averiguado? Te pago una cerveza si me das una pista —dijo. E hizo una pausa táctica—. Vale…, tres cervezas.

Se decía que a otros les ofrecía «tres cervezas y te dejo que me toques las tetas». Hacia mí mostró algo más de respeto. Por supuesto, luego nunca dejaba que ningún colega le sobara los pechos, pero el juego funcionaba así y a ellos les gustaba. Cualquier resultado de una investigación, por pequeño que fuera, lo interpretaban como la posibilidad de meterle mano a Mona Midlansky. Probablemente por eso trabajaban día y noche en sus indagaciones.

Yo le expliqué que del asesinato ni me había enterado, que no me ocupaba del caso como periodista, que solo había vuelto a aquel lugar por interés personal.

—Es una sensación extraña haber vivido algo así…, quiero decir, estar sentado y que justo a tu lado maten a alguien —dije.

Ella me dirigió una mirada compasiva, me consideraba blando e ingenuo, aunque probablemente también tenía la impresión de que no era ninguna de las dos cosas; pero hizo gala de su honradez para con el gremio y me dijo:

—Si te enteras de algo, llámame a la redacción. Estaría fenomenal, oye. Y lo de las tres cervezas sigue en pie. ¡Chao!

En cuanto se cerró la puerta, arranqué el coche y conduje hasta la comisaría de la calle Traubergasse. Allí no conocía a nadie. Tenía que confesar de una vez por todas. No podía aguantar ni un minuto más esa vida en libertad degenerada, rodeado de los rostros de siempre mirándome como siempre.

El lugar olía como huele la policía a la una del mediodía un domingo soleado de octubre. Es cierto que el funcionario llevaba uniforme, pero parecía no estar de servicio: sujetaba en la mano una taza de café amarilla con mariquitas rojas dibujadas y ante él tenía abierto un ejemplar de un cómic. Los policías, en el fondo, eran niños incapaces de dejar de jugar a policías. Me miró como si yo acabara de cometer el mayor error de mi vida (entrar allí a la una del mediodía de un soleado domingo de octubre).

—He matado a una persona —le dije. No se me quedó atragantada ni media palabra.

Él asintió, comprensivo, y me ofreció asiento; soltó la taza, cerró el cómic (Astérix y los romanos) y preguntó en voz exageradamente baja:

—¿Me puede mostrar su documentación?

Metí la mano en el bolsillo interior de mi chaqueta, saqué el guante con su relleno, deposité aquel ovillo sobre la mesa y dije:

—Esta es el arma homicida.

Él retiró aquella cosa empujándola con el codo hacia un lado y volvió a pedirme, testarudo, la documentación. Se parecía al detective Mike Hammer (pero después de veinte años de servicio sin ningún caso relevante). Este seguramente ya había llegado a creer plenamente en la inocencia del ser humano.

Mi mayor fortaleza y mi mayor debilidad era que sabía satisfacer expectativas: le mostré mi carné de periodista (otro mejor no llevaba encima) y él sonrió con satisfacción. Luego deshizo la sonrisa, pero volvió a dibujarla en el acto y leyó: «Jan Haigerer, del Kulturwelt». Sonó como el final de una alarma que cesara con retraso, como si creyera haber encontrado de repente la respuesta lógica a todas las preguntas planteadas en aquella sala. Yo me esforcé por hablar bien alto y resultar absorbente.

—El asesinato de ayer por la noche…, fui yo. ¡Yo le disparé al hombre que mataron en el Bob’s Coolclub! ¡Y lo hice con esta arma! —dije señalando el guante.

Me pareció que el funcionario no se había percatado de nada hasta el momento, estaba desorientado, no era capaz de relacionar los cuatro elementos: mi aparición, mi pistola, mi identidad y mis palabras.

Al menos me dejó quedarme. Estuve sentado allí durante un buen rato, mirándolo mientras enviaba misteriosos mensajes de radio a escondidas, observando cómo me observaba, cómo se esforzaba por resultar desconfiado y al momento me sonreía dando muestras de confianza. Entretanto, redactamos también mi declaración; es decir: él escribió, yo hablé. No tengo ni idea de lo que le conté; no debía de ser muy importante (en mi vida no había nada muy importante). No me resultó laborioso, no tuve que concentrarme. Pude seguir pensando en Delia perfectamente, incluso pude besarla a pesar de que ya hacía cuatro años que no vivíamos juntos… y una vivía mejor que el otro. Yo deseaba que volviera a amarme por eso, por haber acabado allí.

En un momento se nos unieron otros dos compañeros; olían como quien tiene que hacer guardia un soleado domingo de octubre. El olor era aún muy intenso; la cantina debía de estar a la vuelta de la esquina. Uno se hizo cargo del arma: la analizó sin llegar a tocarla; después la guardaron con mucha ceremonia, como lo hacen en las películas policiacas malas. El otro me explicó que él estaba abonado al Kulturwelt, que era un periódico muy bueno y serio. Yo le di las gracias, a pesar de que eso no era cierto. No hay periódicos serios; lo mismo que nunca será negro el caballo blanco de Santiago.

A primera hora de la tarde me llevaron a la comisaría central. Allí me recibió el médico oficial como si fuera un huésped de honor y, mientras me saludaba, ya había elaborado un diagnóstico: «Parece ser que al señor del periódico le caló muy hondo el crimen de ayer por la noche». Yo intenté defenderme, pero el médico era él: me sacó sangre, me olió el aliento (la experiencia le habría resultado más satisfactoria si se lo hubiera olido a los policías) y me examinó los ojos al detalle en busca de algún indicio de locura.

—Nos parece mentira, pero en este mundo todavía hay acontecimientos capaces de calarnos muy hondo —me susurró en la nariz. (Él tenía halitosis, como todos los médicos).

Yo asentí con la cabeza porque era una persona educada. A cambio me dieron té y sándwiches de jamón con tomate. Me los comí para contrarrestar las náuseas y me sentaron mal; sentía terror de mí mismo y de la gente que tenía que ocuparse de mí en esos momentos.

Después debí de quedarme dormido en el sofá. Es muy probable que el médico me hubiera puesto una inyección para los sucesos que a uno le calan hondo. Cuando me desperté, el inspector Tomek estaba sentado a mi lado como si fuera mi hermano mayor. Solo le faltaba agarrarme la manita.

—¡Hay que ver cómo sois! —dijo. Y se rio en alto—. Para una vez que vivís de cerca un suceso cotidiano, os fallan los nervios.

Cerré los ojos para acabar con aquella escena espeluznante. Fue en vano.

—¡Ánimo, Jan! Que ya tenemos una pista. Y además caliente —me consoló—, muy caliente, podemos decir que la cosa está que arde —dijo. Estaba satisfecho y se rio—. Mañana ya aparecerá en grande en todos vuestros periódicos —continuó. No dejaba de torturarme con sus palabras—. El muerto llevaba un buen calentón y tenemos a tres de sus amigos más íntimos con coartadas muy débiles.

Y dio unos golpes en el borde de la cama, dando así la conversación por terminada.

—¿Puedo quedarme aquí? —pregunté. Sonó como un lamento y me dio vergüenza.

—Claro, Jan, duerme bien y descansa. Has excedido tus fuerzas. Vosotros lo llamáis síndrome de burnout, ¿no?

Tomek se dispuso a salir.

—Una cosa más —añadió dándose media vuelta y esforzándose por lanzarme una mirada severa—. ¿Tú tienes permiso de armas?

—No, no tengo —dije yo.

Tomek levantó el dedo índice y lo balanceó varias veces de izquierda a derecha.