UNO

Yo no quería estropear el día antes de que llegara la noche y, en cuanto sentí que estaba despierto, me puse en pie. «Sobre todo, no pensar», pensé. La tira de pasta de dientes rosa se mantenía en el centro del cepillo. Los días malos solía resbalarse al presionar el tubo y se escurría por un lado del cepillo para caer después en el lavabo. Y allí se quedaba pegada, como un triste montoncito de percance. Normalmente lo enjuagaba. Por suerte, yo no era una persona depresiva.

Esta vez había acertado. Era un buen día. Más no pensé. Vi en el espejo mi rostro normal. A veces por la mañana me miraba la lengua. Ese día no. A veces me retiraba el flequillo de la frente. Ese día no. A veces me contaba las canas de las sienes. Hacía semanas que ya no. Ya en la cocina, puse agua a calentar y la vertí en la tosca taza amarilla en la que había puesto una bolsita de té negro con sabor a melocotón antes de acostarme. Lo hacía siempre así. Siempre la misma taza amarilla. Siempre té negro con sabor a melocotón. Y siempre dejaba preparada la bolsita en la taza la noche anterior. Así ya sabía algo de lo que sucedería al día siguiente. Ya no me sentía tan receloso.

El pequeño bolso de viaje se había hecho solo. Me llevaba únicamente ropa negra y azul, suave y abrigada. Mis jerseys favoritos, así como los pantalones bonitos que hacían pensar a las mujeres «pantalón bueno, hombre interesante», se quedaban en casa. Al salir, sentí que ese era uno de los momentos más difíciles del día, pero supe controlar la situación porque me prohibí pensar en ello. Cerré los ojos: dos seis cero ocho nueve ocho. Inolvidable. Di vuelta a la llave hasta que hizo tope: la puerta de mi piso quedaba bien cerrada y eso me dio seguridad. Metí el bolso en el coche y lo puse en marcha.

A las once estaba en casa de Alex, como le había prometido. Ella estaba apoyada en el marco de la puerta. Le puse las manos sobre las orejas, calientes, y le dije: «Deja que te vea», o alguna tontería por el estilo. Viéndola tuve la impresión de que ante mí se encontraba una mujer que solo necesitaba pegar un buen bufido para poder comenzar una nueva vida. Lo que más me habría gustado a mí habría sido besarla y empezar esa nueva vida con ella. No; lo que más me habría gustado a mí habría sido besarla.

—¿Ya han llegado los otros? —le pregunté.

—Malas noticias, Jan —respondió Alex.

—No viene nadie más —bromeé yo.

—¿Son muy malas? —me preguntó.

Con eso quedó claro que prefería hacerlo solamente con mi compañía. Cambiarse de casa. Abandonar la casa. Dejar plantado a Gregor. Era sábado. Cuando él regresara el domingo por la tarde de su seminario (ella se llamaba Uschi), el piso tenía que estar vacío. Eso significaba: cien metros cúbicos de madera maciza, metal pesado, porcelana de calidad y similares tenían que ser arrastrados escaleras abajo a lo largo de tres pisos para después ser transportados escaleras arriba hasta el segundo piso de alguna otra casa.

—¿Ya has desayunado? —preguntó Alex.

Yo sonreí. En mi interior pegué un gritó. Ella desayunó, yo la observé, ella me observó mientras yo la observaba.

—¿Te pasa algo? —preguntó.

—¿Qué me debería pasar? —pregunté yo.

A mí hasta el momento nunca me había pasado nada.

El traslado se prolongó hasta la oscuridad de ese día de octubre. Fuera caía una lluvia brutal, como siempre que había un cambio de estación en esa ciudad. Por suerte, yo no era una persona depresiva. Una vez que el trabajo ímprobo estuvo hecho, Alex me permitió que tomara un baño caliente en su nuevo piso. Me sentó bien, sin quererlo siquiera. Intenté aprovecharlo para distraerme y pensar en sexo. Pero la idea no evolucionó bien: enseguida dio un salto y se concentró en Delia, así es que tuve que acabar con ella de inmediato.

Alex me trajo una toalla. Se tapó con ella la vista para que yo no me sintiera avergonzado. Yo agarré la toalla y la puse a un lado para mostrarle que no me daba vergüenza. Por desgracia el sexo no funcionaba si no había algo de excitación; porque a los dos nos habría venido muy bien.

—¿Qué vas a hacer esta noche? —me preguntó después mientras tomábamos un café que me descompuso el estómago.

—Nada del otro mundo —mentí infamemente. Y dibujé una sonrisa que denotaba solo una mentirijilla.

—¿Una nueva? —preguntó ella. Y levantó una ceja.

Me habría gustado besarla por eso (porque siempre creía que yo tenía alguna nueva).

—No seas tan curiosa —le dije. O alguna frase horrenda de ese tipo.

Tenía que dejar a Alex urgentemente, a pesar de que todavía era demasiado pronto. Al darle el abrazo de despedida, la estreché con fuerza. Intenté llevarme de ella lo máximo posible sin que se diera cuenta.

—Ánimo —le grité cuando ya me iba (por lo de Gregor). En una situación normal le habría dicho: «Ya sabes que puedes llamarme cuando quieras». Pero esta vez no iba a ser posible.

Las horas siguientes fueron una tortura. Ya no había nada más que hacer. Prácticamente me pasé todo el tiempo sentado en el coche aparcado intentando no pensar en nada. Por suerte, la lluvia golpeaba contra el techo; una sensación con la que podía vivir perfectamente y en la que podía dejar transcurrir los instantes sin problemas.

Cuando todavía trabajaba de lector en la editorial Erfos, una vez me encargué de una novela en la que cada cierto número de páginas la lluvia golpeaba contra el techo de un coche. Cada vez que a la autora se le acababan las ideas y la acción se le escapaba de las manos, la lluvia batía contra el techo de algún coche.

—Es una imagen muy bonita —la consolé en nuestro primer encuentro.

Me daba pena. Estaba sentada a mi lado, con el aspecto de una patinadora que se hubiera caído tres veces durante el ejercicio libre y ahora esperara la puntuación de los jueces. La ambición le hacía morderse los labios. No tenía más que treinta años y ya había sucumbido a la ilusión por la literatura. Su novela era conmovedoramente vacía; no tenía nada que transmitir a los lectores; no había vivido nada. Nada más que lluvia golpeando sobre un tejado de chapa.

El Bob’s Coolclub abrió a las diez. Yo fui el cliente número cinco. Desde el coche había visto entrar a los cuatro primeros; no conocía a ninguno de ellos.

—Hola Jan —me dijo Bob—, vaya tiempo de mierda.

Yo miré hacia el suelo. A él pudo darle la impresión de que me sacudía el agua del pelo. Cuando pasé por delante de él lo saludé dándole unos golpecitos con la mano izquierda en el antebrazo. Por suerte, uno podía comportarse como un tío cool en el Bob’s Coolclub. De hecho, allí, quien decía más de tres palabras, ya llamaba la atención.

Yo había reservado la mesa redonda pequeña en la que me había sentado ya las noches anteriores. En aquel rincón solo cabía una persona y no se podía agregar otra silla; además, el saliente de la pared me protegía de los clientes de las mesas vecinas. La luz de los focos spot que iluminaban con su destello mate el lúgubre local de Bob apenas alcanzaba mi nicho. Las noches anteriores yo había hecho como que estaba trabajando en una historia. Bob y los otros sabían que yo era reportero. Pensaban que ese era un trabajo que consistía básicamente en andar por cuchitriles como el Bob’s Coolclub, y estar todo el tiempo tomando notas (sin importar lo oscuro que estuviera el local) mientras consumía vino tinto Blauer Zweigelt. Y cuanto más Blauer Zweigelt, más fuerte sería la historia y más notable el reportero; eso es lo que pensaban. A mí me debían de considerar muy notable.

La camarera se llamaba Beatrice. Me conocía de vista. Yo a ella la conocía de girar la vista: no quería conocerla, pero no hacía más que escuchar su nombre constantemente. Desde hacía una semana, hasta en sueños escuchaba cómo el Bob’s Coolclub gritaba el nombre de Beatrice. Cuando se acercó a mi mesa, yo me sumergí en la carta de bebidas, apoyé una mano delante de la frente a modo de visera y, casi sin voz, pedí medio litro de Blauer Zweigelt. Lamenté no dirigirle la mirada a la camarera mientras me hablaba; era lo que hacían los clientes que no podían dejar de dar muestras de su poder ni en los actos más cotidianos; y yo, esta vez, me había comportado como uno de ellos.

Una vez servido, me alegré de que nadie más me dirigiera la palabra. Me dolía la espalda por culpa de Gregor. En mi cerebro se llevaban a cabo contiendas cada vez más duras: uno entraba en pánico, y acudía otro para taparle la boca; uno quería pensar, y el otro se protegía contra el pensamiento; yo me puse del lado del otro e hice todo lo que pude para no abandonarlo. Sobre todo, no pienses, Jan. Ya hacía mucho tiempo que estaba todo pensado.

Sobre las once empezó a venir más gente. Desde mi hueco solo había unos cuatro metros hasta la puerta de entrada. La tenía todo el tiempo, completa, en mi campo de visión; no había ningún obstáculo por medio. A la derecha, varios clientes, apoyados en la barra, me daban la espalda. A la izquierda, las primeras tres mesas se extendían en paralelo a la pared marcando la profundidad del espacio; la cuarta mesa desaparecía en una nube de humo.

Yo siempre sabía con antelación cuándo iba a entrar alguien, porque veía cómo descendía el picaporte; a partir de ese momento, transcurrían aproximadamente cinco segundos hasta que el nuevo cliente se encontraba, de pie, dentro del local. La mayoría todavía se volvía para cerrar la puerta; e incluso aquellos que no lo hacían (porque partían del hecho de que la puerta se cerraba sola) siempre permanecían parados allí durante unos segundos, para hacerse una primera impresión general, para acostumbrar la vista a la niebla, para buscar a alguien conocido o divisar a algún interesante desconocido al cual acercarse.

La entrada se encontraba iluminada por un spot colocado en el techo; pero el haz de luz se cortaba a una altura de aproximadamente un metro y medio. Por encima de este tramo, proyectaba su sombra una imponente viga. Desde mi posición, yo veía a todo el que entraba; pero, como mucho, hasta la altura del cuello. Los nuevos clientes llevaban zapatos de hombre o de mujer, en punta o redondeados, de color o negros; tenían las piernas largas o cortas, con pantalones ajustados o anchos, y barrigas pequeñas o gordas envueltas en chaquetas desenfadadas o abrigos clásicos. Ninguno se parecía al anterior, todos eran diferentes; a su manera, inconfundibles. Y, sin embargo, tenían algo en común: todos entraban en el local sin cabeza, todos acababan decapitados por la sombra de la viga. Ninguno de ellos tenía cara; ninguno hacía muecas, ninguno se movía.

Cerré los ojos y volví a abrirlos de inmediato; en cuanto me di cuenta de que me sentía. Le di un trago al Blauer Zweigelt. Sabía a Delia. Me pasé el dorso de la mano por la boca para borrar un rastro inexistente. Por suerte, yo no era una persona depresiva. Ante mí, un par de papeles con notas que pretendían dar la impresión de texto periodístico. Yo no era capaz de leer lo que ponía allí; las letras se me difuminaban antes de completar su camino hasta el cerebro.

A las once y media en punto deslicé la mano izquierda en el bolsillo interior de la chaqueta, saqué de allí el guante negro de lana con relleno, lo puse sobre la mesa, lo rodeé con las manos como haría un niño tragón con una tableta de chocolate y en, aproximadamente, tres segundos, me despedí de cuarenta y tres años de vida. Dos segundos fueron dedicados solo a Delia. Parece ser que la amé.

Giré el guante con relleno de tal manera que el dedo gordo rígido, que sobresalía unos milímetros del tejido, señalara hacia la puerta, coloqué encima la palma de la mano derecha e inmovilicé el objeto sobre la mesa. El índice de la mano izquierda se hundió en el agujero que había recortado en la lana y allí dibujó un par de círculos con delicadeza, para tomar nota de sus pequeñas dimensiones y de la frialdad de sus bordes. Entonces dejé que la yema del dedo descansara sobre el arco de metal.

Entretanto, el Bob’s Coolclub se había tragado todo rastro de individualidad: las voces aisladas se habían mezclado hasta convertirse en una amalgama de sonidos sobre la cual destacaba de vez en cuando algún tropezón, alguna nota exageradamente estridente. El alcohol estaba haciendo sus efectos. Lo único distinguible era el nombre de Beatrice. Solo escuchar cómo la llamaban me provocaba agudos pinchazos en el estómago. Aparte de eso, me dolía la espalda y estaba contento de poder darme cuenta de ello.

Encima de la mesa estaba todo bajo control, así es que levanté la mirada hacia la puerta de entrada y en el trayecto alcancé a ver el reloj que colgaba sobre la barra: 23:38 h. Pasaron unos tres minutos y el picaporte empezó a descender. Yo, durante esos tres minutos, no había respirado; y eso me tranquilizó: ahora, mi cerebro, incluso por motivos médicos, ya no se encontraba preparado para enviar más órdenes que las que ya estaban programadas.

Se abrió la puerta. Conté: uno, dos, tres, cuatro. La yema de mi índice izquierdo ejecutó el movimiento como si fuera una luchadora independiente de la resistencia; fue a apretar la fría pieza de metal e, inmediatamente después, se reincorporó para dejar de ejercer presión. En la puerta, el cuerpo del recién llegado, resistiéndose con descaro contra su destino, se atrincheraba tras un gran círculo oscuro. Yo quería gritar, elevar mi protesta. El que yo estaba esperando no podía escudarse tras un paraguas. Quise pegar un salto, pero tenía las piernas paralizadas, los labios ateridos, las manos incapaces de moverse, fusionadas con el objeto que estrechaban.

El segundero del reloj de pared describió una vuelta honorífica y todavía añadió unos cuantos segundos más. Entonces volvió a moverse hacia abajo el picaporte de la puerta de entrada y yo empecé a contar hasta cinco para mis adentros. Al llegar al tres, se me desgarraron los tímpanos y se me paró el corazón: «¿Quiere tomar alguna otra cosa?». Eso iba por mí. Yo perdí el control y miré a Beatrice a los ojos. A ella le dio miedo ver mi pánico. No era lo que yo pretendía; yo nunca había asustado a nadie y me maldije por ello. «No, gracias», me oí decir; tal vez incluso esbozara una sonrisa. Beatrice desapareció. Yo borré el recuerdo de su rostro; mi memoria volvía a estar vacía, casi vacía: dos seis cero ocho nueve ocho.

Mis dedos habían vuelto a su posición. Arriba a la derecha el minutero marcaba cincuenta, cincuenta y uno, cuando de nuevo descendió el picaporte. Con el «uno» se abrió el resquicio de la puerta, con el «dos» reconocí unos zapatos de hombre de color oscuro. «Tres»: vaqueros azul claro. «Cuatro»… los tonos rojizos se difuminaron y se convirtieron en algo negro. Me lloraban los ojos. Los cerré con fuerza. Bajé la cabeza. Mi índice izquierdo se curvó. Toda la fuerza de mi cuerpo y de mi mente ardía concentrada en la yema de un dedo, atravesó todos los umbrales y todas las barreras, y presionó el gatillo. Mis propios dientes me arrancaron las sienes del cerebro. El dedo completó su movimiento. El «cinco» fue un sonido sordo y algo se precipitó con fuerza en la entrada. El eco se encontraba muy lejos de mí. Lejos, muy lejos, en otra vida.