Capítulo 86

—¡Steve!

Johnson oyó a su superior gritar su nombre y se volvió para ver qué estaban mirando Birch y Megan detrás de él.

El Niño de la Ira escogió ese momento para asestar el golpe.

Le clavó el cuchillo con una fuerza inaudita.

El golpe fue tan contundente que el arma le traspaso el cráneo con un ruido seco y le pulverizó los huesos de la sien rebanando la parte superior de la cabeza. El casquete superior del cráneo quedó netamente cortado, como la punta de un huevo duro, y la sangre mezclada con restos de masa cerebral se derramó sobre el asfalto caliente.

Los músculos de Johnson se tensaron en un movimiento reflejo, apretó el gatillo de la pistola con el índice y disparó un tiro al aire. Quedó tendido boca arriba, le temblaba todo el cuerpo y se oía claramente el débil silbido del esfínter al soltarse.

El Niño de la Ira se inclinó sobre el cuerpo para detectar alguna señal de vida. Hundió el cuchillo en la garganta del muerto y dio una patada a su cuerpo, que rodó y se detuvo. Inmediatamente comenzó a formarse un charco de sangre a su alrededor.

Megan volvió a sonreír cuando la figura se acercó a ella.

—Ya lo ves, David —dijo, tocando el brazo del Niño de la Ira.

—¿Qué diablos es? —dijo Birch jadeando, con la mirada clavada en el recién llegado.

El Niño de la Ira medía metro ochenta de alto, tenía unos brazos musculosos, parecidos a los de un mono, que le colgaban de los flancos, en una de sus grandes manos llevaba el cuchillo curvo. Birch escrutó esa mano y vio que el índice y el dedo del medio estaban pegados por la base, y que formaban un único dedo.

Dedos sindáctilos.

Los dedos de la otra mano en cambio eran gordos y cortos, como cigarros fumados hasta la mitad.

Dedos braquidáctilos. No era de extrañar que el forense hubiese creído que había dos asesinos.

Tenía el pecho y las espaldas amplias. Era fuerte. Pero fue la cara lo que intrigó, involuntariamente, a Birch.

Tenía un poco de cabello sedoso en torno a la coronilla pelada, pero carecía de cejas y pestañas. La boca era poco más que un tajo rojo en una piel blanca como la leche. Los ojos estaban como salidos de las órbitas y sus blancos estaban surcados por tal cantidad de vasos sanguíneos que parecían rojos. La nariz se asemejaba a la de un cerdo, con unas fosas nasales demasiado amplias. Una mucosidad espesa chorreaba de ellas. Cuando el Niño de la Ira se lamía los labios, le caía saliva por la punta de la lengua hinchada. El Niño estiró el cuello para mirar a Birch.

—Paxton también le tenía miedo —dijo pausadamente Megan—. Desde el principio.

Alargó una mano y le acarició la mejilla.

El Niño emitió un gruñido desde las profundidades de su garganta, y la miró con sus ojos desorbitados.

—Pero yo comprendí lo que había que hacer —continuó Megan—. Le dije a Paxton que lo pusiera aquí, donde los demás no lo molestarían. Donde podría crecer.

—Así que Paxton metió a esta maldita cosa dentro del libro —dijo Birch con sorna, mirando con asco al Niño de la Ira.

—Hace diez años.

Megan miró desafiante al inspector, que frunció un poco el entrecejo.

El Niño de la Ira emitió otro gorgoteo ahogado. Burbujas de mucosidad espesa se formaron en una de sus fosas nasales. Respiraba con dificultad.

—Ha pasado aquí diez años —insistió Megan—. Creciendo. La enfermedad le provocó un crecimiento anormalmente acelerado, acompañado de deformaciones físicas.

—El síndrome de Cushing —confirmó Birch—. Como tu hijo, el que murió cuando tenía un año.

Megan sonrió.

—Aunque en realidad no murió, ¿verdad? —murmuró Birch.

—No, David —respondió ella en voz baja abrazando al Niño de la Ira—. No murió. —Megan besó a la criatura en los labios y un poco de los mocos del Niño le chorreó por la mejilla—. Éste es mi hijo.