—Nunca vamos a encontrarlo, ¿verdad?
Birch estaba mirando la fachada de la Casa de la Risa, fumando un cigarrillo.
—Jefe —insistió Johnson dando un paso hacia su superior—. Decía que…
—Te he oído —lo cortó Birch desviando la mirada hacia la Sala de los Espejos.
Cerca de la entrada había hojas de viejos periódicos revoloteando por el aire. La puerta principal estaba abierta.
¿Una invitación? ¿Un desafío?
—No voy a irme de aquí hasta que ese maldito Niño esté muerto —dijo Birch entre dientes—. Pero tienes razón, podríamos pasarnos días y noches sin encontrarlo. Él, en cambio, podría dar con nosotros en cuanto se le antoje.
—¿Qué vamos a hacer entonces?
Birch hurgó en el bolsillo de su chaqueta y sacó un mechero; observaba otra vez las hojas de los periódicos frente a la Sala de los Espejos.
Abrió el Zippo y encendió la llama.
—Quemaremos todo este maldito sitio —contestó reposadamente—. Si el Niño de la Ira está escondido en el algún lugar, se quemará vivo. Si sale de su escondite, tendrá que dejarse ver, y nosotros estaremos esperándolo. —Miró una vez más la llama del mechero, después a Johnson—. Lo quemaremos.
El primer hombre de la Unidad de Ataque alcanzó fácilmente el tren fantasma. Saltó a la vagoneta del medio y se dio la vuelta para mirar el cuerpo acribillado de su colega.
El tren tomó otra curva y embocó un túnel en el que apenas cabía. Avanzó lentamente por las vías, el interior estaba iluminado ahora por una infernal luz roja.
A lado y lado, el hombre de la Unidad vio una especie de nichos iluminados y cubiertos con plástico transparente en los que estaban expuestas unas cabezas monstruosas.
Le pareció que eran de cera y todas tenían un inquietante aspecto real.
Vampiros, hombres lobo, zombies y otras monstruosas criaturas lo miraban desde ambos lados del túnel. El ruido ensordecedor de las cadenas retumbaba en sus oídos y en las paredes del túnel. El hombre sintió que la cabeza le iba a estallar.
Aferró la metralleta con manos temblorosas, tenía los ojos desorbitados por el miedo.
—Vamos —gritó desafiante—. Déjate ver, maldito. Voy a matarte.
El tren avanzó hacia el final del túnel y pasó frente a la cabeza estropeada de una momia egipcia.
—¿Dónde estás? —volvió a gritar el hombre, de pie en su vagoneta cuando pasó delante del rostro quemado de una criatura enmascarada que se parecía al fantasma de la Opera.
Disparó una ráfaga contra el techo; pedazos de madera y plástico cayeron a su alrededor mientras el eco de las balas retumbaba.
—Demasiado asustado para asomarte, ¿no? —gritó furiosamente—. Voy a matarte, cabrón.
El tren estaba ya casi al final del túnel.
Cuando llegó ante el último nicho con cabeza, se detuvo. El hombre de la Unidad de Ataque miró furiosamente a su izquierda y se preguntó por qué el tren se había parado allí.
Vio la cabeza de Satán mirándolo. Fue un momento que se le hizo bastante largo, y durante el cual se le heló la sangre.
Paralizado frente a esa cabeza que le devolvía la mirada, no vio una figura que apareció sobre las vías, frente al tren detenido.
El hombre apartó por fin la vista de la cabeza y se fijó en la figura que tenía delante.
Tuvo un momento de absoluta lucidez en el que le pareció haber entendido todas las cosas. En especial, el hecho de que la figura que tenía delante llevaba una metralleta idéntica a la de él.
La MP5K le estaba apuntando directamente. El hombre de la Unidad abrió la boca para decir algo, pero la figura fue más rápida.
El cañón de la metralleta escupió fuego. Las balas acribillaron al policía a una velocidad de mil kilómetros por segundo. Muchas se estrellaron inútilmente contra el chaleco, pero otras impactaron por arriba y por debajo de él.
Una le arrancó los testículos, otras dos le segaron una de las arterias femorales provocando un arco de sangre en el aire. Muchas otras balas le dieron en la cara y en el cuello, le pulverizaron la laringe, le arrancaron una oreja y le destrozaron la frente y la boca abierta. Algunas otras le traspasaron el cráneo llevándose con ellas trozos de hueso y de masa encefálica.
El hombre de la Unidad trastabilló en el vagón y cayó de lado contra la pared del túnel.
El asesino avanzó hacia él y volvió a apretar el gatillo, pero el arma estaba vacía.
No importaba. La figura aferró el cuchillo que llevaba encima.