Capítulo 82

Los dos detectives se quedaron mirando el cadáver de Frank Denton que colgaba encima de ellos.

Procuraron contener la respiración para evitar el hedor nauseabundo.

—Megan Hunter dijo que el Niño de la Ira se llevó el cuerpo —murmuró Birch, que miró de nuevo el cadáver mientras recorría, pistola en mano, la sala iluminada por la luz estroboscópica buscando al que había colgado a Denton del gancho.

—¿Por qué lo habrá traído aquí? —preguntó Johnson.

Birch meneó la cabeza.

—Vamos —dijo—. Sigamos.

—¿Y a Denton lo dejamos aquí?

—¿Qué diablos quieres hacer con él, Steve? ¿Quieres que nos lo llevemos con nosotros? —Respiró el aire contaminado—. Tal vez lo ha puesto ahí como un aviso. Quizá el Niño de la Ira ha querido mostrarnos lo que nos espera.

Johnson todavía estaba mirando el cuerpo cuando su superior se dirigió hacia otro pasillo estrecho, a la derecha.

—¡Vamos! —gritó el inspector, invitando a su compañero a que lo siguiera.

El lugar estaba totalmente a oscuras cuando la vagoneta tomó la curva de la vía.

Los hombres de la Unidad de Ataque esperaron a que la luz blanca los iluminara de nuevo, tal como sucedió.

Eran tres las vagonetas que bajaban hacia ellos por la pendiente. Bajo el brillo fulgurante de la luz, los hombres vieron que en la última viajaba un pasajero.

Los altavoces lanzaban aullidos de lobos y gritos. El suelo tembló cuando las tres vagonetas enfilaron la pendiente. Entonces otro sonido lo cubrió todo.

El repiqueteo de los disparos automáticos retumbó por todo el lugar. La fulgurante luz blanca los iluminó cuando el primer hombre de la Unidad de Ataque, asustado, abrió fuego contra la vagoneta y su ocupante.

Su compañero se unió inmediatamente a él y las balas de nueve milímetros perforaron el tren, arrancándole algunos pedazos o hundiéndose en la madera.

El ocupante de la vagoneta recibió varios disparos, las balas le dieron en la cara, en el pecho y el estómago.

Bajo el fuego de los disparos, los hombres de la Unidad vieron cómo el cuerpo se sacudía frenéticamente.

Cuando el primer policía se quedó sin municiones, volvió a cargar el arma y corrió hacia el vagón, con el arma apuntada hacia abajo, listo para vaciar otro cargador en el pasajero.

Las luces del cielo raso se encendieron.

—¡No! —gritó el otro hombre de la Unidad con los ojos desorbitados.

Su compañero se asomó por detrás de la lápida de la tumba donde estaba escondido, el olor a cordita era intenso.

Él también vio lo que su colega había visto.

El ocupante de la vagoneta, con la parte de arriba del cuerpo acribillada por las balas, era uno de sus compañeros de la Unidad de Ataque. Tenía un corte en el cuello, de oreja a oreja, que casi lo había decapitado. Otras dos heridas de arma blanca le desfiguraban la cara, una de ellas había penetrado en la cavidad del ojo para arrancárselo. La sangre y un líquido gelatinoso le chorreaban por la mejilla. La otra cuchillada, asestada desde atrás, había sido tan fuerte que le había traspasado el cráneo, partiéndole el labio por la mitad y arrancado varios dientes. El arma ensangrentada aún estaba clavada en la cabeza, y su punta sobresalía cinco centímetros de la boca, similar a una lengua de metal.

Los dos hombres miraron desamparados cómo el tren llegaba al final de la pendiente, giraba a la izquierda y se dirigía hacia otra puerta de dos hojas.

Cuando la primera vagoneta pasó frente a la célula fotoeléctrica, el demonio se asomó de detrás de la lápida y el amortajado se incorporó en su ataúd.

Los dos policías de la Unidad se habían quedado inmóviles, el humo de sus armas se elevaba en el aire como una bruma.

Bajo la luz fulgurante, se miraron sin comprender, después desviaron la vista hacia el tren que se alejaba.

El primer hombre se dio la vuelta y corrió hacia él. Su colega bajó el arma. Respiraba afanosamente.

Las luces volvieron a apagarse y el hombre notó la presencia del muñeco que representaba al demonio a su derecha.

Lo que no esperaba era sentir el contacto del metal frío contra su sien izquierda.

Se quedó paralizado; había alguien a su lado, en la oscuridad impenetrable. Podía olerle el aliento, sentir el calor de éste en su mejilla. El tiempo parecía haberse congelado. Lo único que podía registrar era que el metal frío apoyado contra su sien era el cañón de una pistola.

Oyó el ruido del percutor, luego una tremenda explosión.

Después nada más.