En el momento en que los dos policías de la Unidad de Ataque llegaron a lo que imaginaban que era el centro del tren fantasma, los gritos se habían transformado en unas carcajadas incesantes y frenéticas.
El hombre que iba delante se detuvo, se secó la cara y miró alrededor.
Su compañero también redujo el paso y observó el lugar al que habían llegado, antes de comenzar a comprobar lo que había detrás de las finas cortinas que cubrían las paredes.
La vía conducía a lo que parecía ser un cementerio. Una luz blanca, que representaba una luna llena, brillaba en el cielo pintado y proyectaba una luminosidad cambiante que, en pocos segundos, sumía alternativamente a los hombres en una fría luminiscencia o en una oscuridad impenetrable. Las frenéticas carcajadas se confundían ahora con el ulular de los búhos y el potente aullido de los lobos.
El segundo de los policías miró a ambos lados de la escena, le costaba respirar y el polvo espeso que flotaba en el aire como una nube tóxica no lo ayudaba en absoluto.
A su derecha, había varias tumbas, así como un ataúd de madera groseramente pintado al lado de la vía.
Una figura macabra aparecía por detrás de las lápidas cada vez que el rayo óptico de la pared se activaba, así como una figura amortajada que se incorporaba en el ataúd unos segundos después.
A la izquierda, dos figuras de cera vestidas con atuendo Victoriano, transportaban un cadáver hacia otra figura parecida a Frankenstein.
El segundo hombre interceptó de nuevo el rayo de luz roja del ojo eléctrico con lo que el demonio surgió de detrás de las lápidas, con sus dientes afilados, el cabello hirsuto y unos ojos grandes y amarillos. El cuerpo del ataúd se sentó con brusquedad y volvió a acostarse, Frankenstein agitó los brazos, con sus ojos rojos titilantes.
El hombre de la Unidad sonrió. A su compañero, la escena no le parecía tan divertida.
—¿Qué diablos estás haciendo? —le preguntó de malos modos—. Tenemos que marcharnos de este maldito sitio. Déjate de bromas.
—De acuerdo, no te pongas nervioso —lo tranquilizó el segundo hombre, que sin hacerle caso volvió a activar el ojo eléctrico. Sonrió mirando cómo las figuras volvían a ejecutar sus movimientos—. Es ingenioso, ¿verdad?
El primer hombre meneó la cabeza y se secó el sudor de la cara. Estaba a punto de seguir adelante cuando se detuvo y se volvió hacia su compañero.
—¿Lo notas? —preguntó.
El segundo hombre parecía perplejo.
Desde los altavoces se oyó el sonido artificial de un trueno, seguido por otros de aullidos de lobos.
El primer hombre se miró los pies.
—La vía está vibrando —dijo alzando la voz para hacerse oír en medio del estruendo.
El segundo hombre se arrodilló y puso una mano sobre el travesaño más cercano.
—¿Lo notas? —repitió su compañero.
—Una de las vagonetas debe de estar moviéndose —dijo lentamente el segundo hombre.
Desde alguna parte, detrás de ellos, los hombres oyeron una fuerte explosión y un grito.
Debajo de sus pies la vía tembló más violentamente.
—Se está acercando —dijo el primer hombre, agitado.
La luz se apagó una vez más y quedaron sumidos en la oscuridad. Sólo el brillo de sus linternas les daba un poco de luz.
—¡Apártate de la vía! —gritó el primer hombre.
El otro no necesitó que se lo dijera dos veces; en seguida, los dos hombres se agazaparon detrás de las figuras de cera, el primero se colocó detrás de la figura de Frankenstein, el segundo se escondió detrás de las lápidas. En la oscuridad, sintió cerca la macabra figura del diablo. Los trapos con los que estaba vestida apestaban. Todo el lugar olía a cerrado; un olor a ropa húmeda. Pero ahora tenía la atención puesta en la curva de la vía que se encontraba a veinte metros.
Estaba en la cima de una pendiente suave. Una cortina de telarañas artificiales colgaban del techo, y su función era acariciar las caras de los pasajeros cuando pasaban por allí.
La vagoneta aparecería de un momento a otro.
El zumbido que anunciaba su proximidad se oía en medio de los aullidos de lobos, las risas y los gritos.
Con las linternas apagadas, la oscuridad era tan densa que a los hombres les era imposible verse ni siquiera las propias manos.
Se vio un rayo de luz azul en la cima de la pendiente, y una especie de cortocircuito eléctrico a medida que la vagoneta se acercaba.
Los dos hombres de la Unidad sujetaron con más fuerza las metralletas y esperaron.
La oscuridad fue penetrada por el frío brillo del rayo de luz, y en ese momento de luminosidad el segundo hombre de la Unidad de Ataque vio a su compañero poner la MP5K en posición de tiro, apuntando hacia la vía.
La vagoneta iba a aparecer en pocos segundos.