Capítulo 80

Birch se detuvo para secarse el sudor de la frente.

El chaleco de kevlar empezaba a pesarle; las cintas del mismo se le clavaban en la espalda. Miró a Johnson y vio que el joven sargento también estaba sudando mucho.

El pasillo que recorrían tenía cerca de seis metros de ancho, y en el espacio cerrado de la Casa de la Risa el calor aún se notaba más. Las paredes eran de un amarillo brillante, de un color parecido al del pus. Estaban desconchadas y agrietadas.

De los altavoces empotrados en las paredes, brotaba una acelerada música de piano. Siempre las mismas canciones, una y otra vez.

Birch giró en una esquina.

El pasillo estaba pintado de verde y a cada lado había un pasamanos. Se detuvo un momento y miró al suelo.

Una parte del mismo se movía rápidamente de un lado a otro. Era un trozo demasiado grande para saltarlo. Comprendió que él y su compañero iban a tener que cruzarlo. El inspector se agarró al pasamanos y comenzó a pasar sobre el suelo movedizo. La plataforma se agitó violentamente, y el inspector casi perdió el equilibrio.

La música de piano parecía más acelerada y se mezclaba con el ruido de sonoras carcajadas.

En la pared de ese pasillo había algunos cuadros enmarcados, cada uno de ellos la mala pintura de un rostro de facciones contorsionadas por la risa.

—Ja, ja, ja —murmuró Birch mientras avanzaba sobre la parcela de suelo que se deslizaba rápidamente. Johnson iba detrás de él, en un momento dado casi se cayó.

El inspector dio los últimos tres pasos de la plataforma movediza y pisó de nuevo el suelo firme del pasillo. Alargó una mano para ayudar a su compañero, y Johnson saltó para unirse a su superior.

El pasillo giraba otra vez bruscamente a la derecha, los dos hombres vieron unos escalones estrechos que llevaban a un nivel superior. Las paredes estaban pintadas de rosa brillante, y a ambos lados de la escalera había más cuadros de rostros riéndose.

Birch se adelantó y subió los escalones con cautela, mirando hacia arriba.

No se dio cuenta de que el quinto escalón se retiraba hacia la pared hasta que llegó a él.

Detrás, Johnson también tuvo que alargar una mano para no perder el equilibrio cuando el escalón sobre el que estaba apoyado se retiró de debajo de sus pies.

Birch soltó una palabrota y siguió subiendo, atento a los escalones que aparecían y desaparecían con una rapidez frenética. Se agarró del pasamanos para ayudarse a subir.

La música de piano y las carcajadas seguían resonando.

Johnson gruñó y perdió el equilibrio en un escalón, cayéndose. Se pasó una mano por la rodilla golpeada y siguió subiendo, cauteloso esta vez con los escalones que desaparecían. Alargó una mano, se agarró del pasamanos y aceleró el paso detrás de Birch, que ya había llegado arriba.

El inspector pisó de nuevo suelo firme, volvió a tenderle una mano a su colega y tiró de él hacia la pasarela.

Los dos hombres jadeaban y estaban empapados de sudor.

Birch avanzó con cautela y sintió una brisa cálida en la piel. En seguida se dio cuenta de que el siguiente tramo de pasillo pasaba por una parte descubierta de la fachada de la Casa de la Risa, detrás del marinero en su caja de cristal. La sonora carcajada de la colorida figura se confundió con las risas burlonas que aún retumbaban en los oídos de ambos. Para llegar al otro lado de la pasarela había que cruzar otra zona de suelo movedizo.

El inspector advirtió que todo el que atravesara este trecho sería visto por quienquiera que estuviese mirando desde fuera.

Sí, muy gracioso. Paxton había pensado en todos los detalles, ¿verdad?

Birch se preparó y corrió por la parcela movediza del suelo. Al llegar al otro lado, se tambaleó, chocó contra la pared y se volvió hacia Johnson para invitarlo a cruzar.

El joven sargento lo siguió y casi chocó con Birch al dejar el suelo movedizo.

El pasillo giraba otra vez a la derecha.

—¿Estamos girando en círculos? —preguntó Johnson, obligado a levantar la voz para hacerse oír en medio de la música del piano y las carcajadas—. Tiene que haber una manera más sencilla de buscar en este lugar.

Birch meneó la cabeza y descubrió con inquietud que había otra escalera que llevaba desde la pasarela hacia abajo.

Vaciló.

«¿Y ahora qué? ¿Se deslizará todo el maldito suelo? ¿Se transformará en un tobogán por el que rodaremos dando tumbos hacia el fondo?».

Apoyó el pie en el primer escalón temiendo que desapareciera bajo su peso.

Al ver que no era así, bajó el segundo escalón. Después el siguiente.

Había llegado a la mitad de la escalera cuando el olor lo envolvió.

Un olor intenso, nauseabundo, que penetró en sus fosas nasales haciéndolo toser.

Birch lo reconoció.

Llegó al final de la escalera y giró a la derecha. Algunos segundos después, Johnson se unió a él.

Al final del pasillo pintado de rojo, había una cortina negra, fina y polvorienta. A través de la cortina, Birch alcanzó a ver unas luces estroboscópicas muy potentes.

El hedor era cada vez más intenso.

Era tan apestoso que Johnson se tapó la nariz. El calor dentro del edificio empeoraba aún más las cosas.

Birch metió una mano bajo la chaqueta y sacó la pistola automática, le hizo una seña a su compañero para que hiciera lo mismo. Johnson cogió la pistola y los dos avanzaron hacia la cortina y lo que se ocultaba detrás de ella.

La peste era casi insoportable; Johnson tenía el estómago revuelto. Apretó los dientes. Era lo único que podía hacer para no vomitar.

Birch había puesto una mano sobre la cortina y se disponía a correrla.

El volumen de la música y las risas aumentó. Las luces deslumbrantes de la sala se encendían y apagaban cada vez más rápidamente, y el olor tremendo y nauseabundo penetraba en sus narices llegándoles a los pulmones.

Birch miró a su compañero y le hizo una seña.

Corrió la cortina arrancándola prácticamente de la barra.

Los dos detectives entraron blandiendo las armas y mirando a su alrededor por la sala.

El espacio parecía muy grande comparado con los estrechos pasillos que habían recorrido. Era una sala circular con espejos deformantes alrededor; éstos retorcían y transformaban sus figuras de un modo antinatural y extraño. Las luces estroboscópicas rebotaban contra la superficie de los espejos y producían un efecto multiplicador.

Pero no fueron las luces ni los espejos, ni el olor nauseabundo lo que captó la atención de los detectives.

La visión de la figura que colgaba de un pedazo de cadena gruesa y dos ganchos de carnicería a diez metros del suelo en el centro de la sala, con los brazos extendidos como un Cristo, los fulminó.

Los dos hombres levantaron la mirada y vieron el cuerpo de Frank Denton.