—Tiene que haber un camino que lleve al otro lado de las atracciones —dijo Birch señalando y golpeando el plano con el índice—. Se está moviendo por ahí sin mostrarse, así es como ha cogido a los dos hombres por sorpresa y los ha matado. Cuando ellos se dieron cuenta de lo que estaba pasando ya era demasiado tarde. Entró y salió por la trampilla. —El detective dio una calada a su cigarrillo—. Si no quiere, no tiene por qué salir de aquí. A menos que se viera obligado a cruzar todo el parque.
Birch miró atentamente los monitores del circuito cerrado para ver si veía algún movimiento. No vio nada.
—¿Qué hay de los otros? —preguntó.
—Siguen buscando —respondió Johnson.
—Están moviéndose hacia el centro, señor —anunció el hombre de la Unidad de Ataque mirando el diagrama—. Han inspeccionado dos salas de juegos recreativos, otras atracciones y pasarán por tren fantasma antes de llegar a la montaña rusa.
El hombre miró a Birch.
—El tren fantasma —observó Birch—. Allí hay muchos lugares donde esconderse.
—Y ese camino pasa también por aquí arriba —añadió Johnson indicando el plano.
Birch aprobó con la cabeza y observó los paneles de los monitores del circuito cerrado.
En uno de ellos vio claramente la sombra de dos figuras.
—Por lo que se ve, están yendo en este mismo momento —dijo, mirando a los dos hombres de la Unidad de Ataque, que se detuvieron frente a la fachada del tren fantasma. En ésta descollaba una gran cabeza de dragón, de plástico o resina, pintada de verde. A través de la boca abierta se veían varios dientes afilados. Los dos hombres vacilaron, después se dirigieron hacia la pasarela de metal que llevaba a la entrada.
—¿Y nosotros? —preguntó Johnson—. ¿Adonde vamos?
—A la Casa de la Risa y después a la Sala de los Espejos —contestó Birch dando una calada final al cigarrillo—. Luego hay otros servicios que inspeccionar, tras lo cual llegaremos a la montaña rusa.
Los dos hombres se encaminaron hacia la escalera con intención de abandonar la sala de control. El inspector hizo una pausa y apuntó con el dedo al hombre de la Unidad de Ataque.
—Usted no aparte la vista de esas pantallas —dijo lacónicamente—. Y si ve algo, nos avisa. A mí se me ha roto la radio, pero la del sargento Johnson todavía funciona.
Otra forma se movió rápidamente y con paso firme en las pantallas.
Cuando el policía de uniforme se dio la vuelta para mirarlas, tal como le habían ordenado, ésta ya había desaparecido.
«Los que entráis aquí, abandonad toda esperanza».
Los dos hombres de la Unidad de Ataque levantaron la vista hacia las letras rojas y amarillas que decoraban la entrada del tren fantasma.
Había una puerta de doble hoja decorada con una cara de diablo pintada. Una gran cabeza, mitad humana mitad caprina, con la boca abierta para darles la bienvenida. Sus ojos rojos parpadeaban gracias a unas lamparillas que titilaban, incrustadas en sus órbitas.
En la pasarela de metal, detrás de ellos, había seis pequeños carteles más, cada uno decorado con coloridas pinturas de demonios, calaveras y otros horrores.
El primer agente hizo una seña con la cabeza a su compañero y empujó los dos batientes de la puerta. Dentro, se encontraron frente a un tramo de pista que giraba a la derecha y conducía a otra puerta.
Una repentina explosión de sonidos sorprendió a los dos hombres: un estampido artificial que sonó más bien como un disparo, acompañado por un rayo fulgurante de luz blanca.
—Bienvenidos al infierno —dijo una voz profunda y grave que retumbó en los altavoces colocados en la pared, a la derecha y a la izquierda de los dos hombres.
—Vete a la mierda —le respondió el primero de los policías, irritado consigo mismo por haberse dejado asustar por la repentina irrupción del sonido.
—Si hay corriente, no camines sobre los rieles —dijo su compañero, también él algo aturdido—. Creo que están electrificados.
—No es tan potente como para hacernos daño —dijo con desdén el primero de los hombres—. No estamos en el maldito metro, ¿verdad?
Sin embargo, mientras avanzaba hacia la segunda puerta, tuvo la precaución de caminar sobre los travesaños de las vías.
Abrió la puerta con el cañón de la metralleta y entró.
Se produjo otro estruendo artificial ensordecedor, y otro relámpago, acompañados esta vez por varios gritos.
Los dos hombres, mal que les pesara, volvieron a sobresaltarse.
Los rieles bajaban ahora de forma acentuada, y la pendiente los obligó a caminar más rápido de lo que esperaban. Al final, la pista se nivelaba y giraba a la derecha.
Un grito retumbó en sus oídos.
Era un túnel oscuro y el hombre que iba delante sacó la linterna del bolsillo y la colocó en la punta de la MP5K. El haz de luz iluminó unas gruesas cortinas negras a ambos lados. Había unos altavoces colocados en las paredes, y cada par de metros veían luces rojas que brillaban a ras del suelo.
—Una célula fotoeléctrica —dijo el primer hombre indicando el agujerito rojo brillante—. Debe de activar alguna cosa cuando es interceptada.
Avanzó lentamente hacia la luz. Al llegar a ella, se produjo un zumbido débil, y un esqueleto de plástico apareció por la izquierda, con los brazos y las piernas balanceándose y la boca abierta. La aparición fue acompañada por una sonora carcajada burlona.
—Me lo imaginaba —dijo el primero de los policías, mirando el dispositivo mecánico que tiraba del esqueleto hacia la pared por medio de un pequeño pistón hidráulico.
El segundo de los hombres de la Unidad pasó por encima de la célula fotoeléctrica para asegurarse de que el esqueleto se quedaba escondido detrás de las cortinas negras desde donde había aparecido.
—No hay puertas de salida laterales —observó el primer hombre—. Como en un verdadero parque de atracciones.
—A mí me parece un parque de verdad —comentó el otro policía.
Levantó la mirada hacia el techo, que estaba lleno de telarañas. Algunas no eran auténticas. Tragó saliva y se preguntó cuan grandes debían de ser las arañas que habían tejido las telas de verdad.
En los altavoces se oían los débiles gritos de una mujer. Mientras los dos hombres se acercaban a otra curva de la pista, los gritos se transformaron en sollozos de terror. Después se oyó otro aullido.
Los hombres siguieron caminando.